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Augusto
Pinochet
El último acto de la tragedia chilena
por Antonio Sánchez García
viernes,
15
diciembre
2006
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“Al meditar en esos días
sobre el encadenamiento de sucesos conflictivos ocurridos
en el país, desde el 4 de septiembre de 1970, de pronto
comprendo lo inexorable: a partir de aquel día, se venía
gestando el derrocamiento del Gobierno de la Unidad
popular, como plazo máximo limitado era 1973”.
General Carlos Prats
González, Memorias
Se
nos van los dos dictadores que marcaran nuestras vidas
durante el último medio siglo de turbulencias en América
Latina. Este domingo 10 de diciembre de 2006, a las 2 y
cuarto de la tarde lo ha hecho Augusto Pinochet Ugarte,
cumplidos sus 91 años. Fidel Castro Ruz, su contra figura,
agoniza a sus 80 y ya parece haber traspasado el umbral de
la inconciencia. La historia se encargará de establecer el
balance de sus respectivas acciones. Pinochet se vio
obligado a permitir el traspaso a la democracia mediante
un plebiscito ejemplar tras 17 años de despotismo. Había
creado las condiciones económicas de una sana economía de
mercado que requería de la democracia como condición de su
posterior afianzamiento. Y su retiro del Poder. Hoy, a 18
años de ese plebiscito y a 33 del golpe de estado, Chile
florece como el más próspero y estable de los países de la
región. El otro muere atornillado en su trono luego de 48
años como amo y señor de su ínsula, todavía dependiente de
la asistencia internacional, arruinada consciente y
sistémicamente para estabilizar el sometimiento político
de una población mendicante.
Por sobre tales sucesos, ambos
serán repudiados por la memoria. Hechos el uno para el
otro, pueda que Pinochet se lo termine llevando en la
tromba mortuoria que lo arrastra a los infiernos. De lo
que podemos estar ciertos, es que en este caso entre ambos
no medió el amor, sino el odio más desaforado. Como que el
golpe de Pinochet no se entiende sin la revolución
castrista, que el Comandante en jefe del Ejército chileno
temió se estuviera fraguando en su patria. Creyendo
evitarla, decidió sumir al país en un baño de sangre y a
la república chilena – ejemplarmente democrática hasta
cuando asume Salvador Allende y el país se ve de pronto
hundido en el caos, la desintegración y el riesgo
inminente de una guerra civil tras la utopía de un
tránsito pacífico al socialismo -, en la espantosa
tragedia de un régimen militar, despótico y dictatorial
que le costara a los chilenos miles de muertos, decenas de
miles de torturados y cientos de miles de desterrados. Y
al mundo un pesar que no termina por desvanecerse.
Más allá de su muy
importante y trascendental obra como gobernante, heredada
y continuada por la Concertación aunque imposible de
evaluar bajo la presión moral de sus atropellos,
corruptelas e iniquidades, Pinochet debió actuar frente a
un país dramáticamente dividido en dos mitades
difícilmente reconciliables por efecto de su inducida
radicalización: un país desencajado y al borde de la
desintegración. Una de ellas, la que abarca a la
izquierda de toda tesitura y al centro democratacristiano,
cuya tenaz porfía e imposible entendimiento impidieran una
salida política a la grave crisis chilena, debió
reconciliarse años después del golpe del 11 de septiembre
de 1973 para aventajar y vencer en un plebiscito a los
fervorosos defensores de la otra mitad liderada por el
dictador, quienes todavía hoy, así sea en silencio, le
guardan consideración, respeto y, sería hipócrita
ocultarlo, no escasa veneración. La mitad reconciliada por
la búsqueda y el reencuentro de la democracia largamente
pisoteada, factotum de la Concertación que gobierna a
Chile desde hace 17 años, ha logrado soldar una imagen de
concordia que permite una estabilidad que muy pocos
creyeron posible cuando se vivía en toda su efervescencia
la crisis terminal que auguraba el establecimiento de una
sociedad socialista en Chile.
El caso chileno no
ha sido cerrado: sus causas e implicaciones siguen
abiertas. La herida causada por la tragedia no ha
cicatrizado. Una institucionalidad bicentenaria,
vertebrada como para impedir su ruptura interior – un
parlamento, un sistema judicial, una sociedad civil y un
empresariado tradicionalistas y conservadores – así como
unas Fuerzas Armadas profundamente nacionalistas y
comprometidas desde la Independencia con la estabilidad
institucional del país, impidieron que el proceso avanzado
por la Unidad Popular para establecer un régimen
socialista en Chile terminara por imponerse, poniendo en
riesgo la supervivencia democrática de la nación. Cuando
en marzo de 1973 con ocasión de las elecciones
parlamentarias y municipales se demostrara el empate en la
correlación política de fuerzas entre los dos bloques en
pugna, se hizo evidente que no habría más que dos salidas
posibles a la crisis terminal del sistema político
chileno: un golpe de Estado o una guerra civil. Sin querer
relevar de responsabilidad a la Democracia Cristiana, lo
cierto es que no tuvo ni podía tener la fuerza suficiente
como para imponerse sobre el establecimiento
institucional, el llamado “peso de la noche” – esa
tradición continuista, legalista y conservadora, en
palabras del estadista Diego Portales, compadre de nuestro
Andrés Bello. La salida política estaba clausurada por los
hechos.
Consciente del
impasse que parecía irresoluble, Allende jugó todas sus
cartas a la realización de un plebiscito. Estaba
perfectamente consciente de que lo perdería, pero le
ahorraría al país el baño de sangre que veía – y con
absoluta razón – inevitable. Lo intentó desde el mes de
junio. Nadie le acompañó en el intento, con excepción de
la dirección política del Partido Comunista. Entonces el
factor menos irracional de la coalición de gobierno. La
inmensa mayoría de sus propias fuerzas – desde el PS de
Altamirano hasta el MIR de Miguel Henríquez – lo
consideraron una traición a su proyecto originario,
negándole todo respaldo y dejándolo en la estacada.
No quedaba otra
salida que un golpe militar, al que Pinochet – el militar
que disfrutaba de la mayor confianza del presidente de la
república y al que Tencha Bussi de Allende consideraba
casi como un miembro de la familia – se suma a última
hora, como Comandante en Jefe y mayor antigüedad del
Ejército. La intervención militar se cumplió dentro de los
cánones de una tradición histórica de intervencionismo
cívico-militar en circunstancias de grave enfrentamiento
político y social, cuyo más cercano antecedente fuera la
guerra civil de 1891, que le costara la vida al presidente
Balmaceda. De quien Allende se sintió el más fiel heredero
y continuador. Y quien se suicidara asilado en la legación
argentina acosado por algunos de los mismos fantasmas, el
19 de septiembre de 1891, día de la independencia nacional
y precisamente cuando cesaba constitucionalmente en su
cargo, cubierto con la bandera nacional.
La muerte del
dictador acaecida este domingo recién pasado, en prisión
domiciliaria, perseguido por sus crímenes contra los
derechos humanos hasta el borde mismo de su sepultura y
liberado in extremis del juicio de los hombres, deja al
país desconcertado, con más interrogantes que respuestas.
Para sus seguidores, la paz y la prosperidad que hoy se
respiran en su país son su herencia y no tienen otro
origen que el haber impedido la consumación de un régimen
castro-comunista, implementando luego las profundas
reformas estructurales que sólo fueran posibles gracias a
un régimen altamente represivo, sumiendo a los más
humildes y desheredados en la más cruenta de las miserias.
Para otros, será el rostro inolvidable de la felonía y la
traición. Posiblemente ambos partidos tengan razón. El
odiado general deja una herencia difícil, sino imposible
de reconciliar. La historia tiene la palabra.
¿DÓNDE ESTARÁ AUGUSTO?
Una de las más acuciosas preocupaciones
que asaltan a Tencha Bussi de Allende, la primera
dama de la república en llamas en esa mañana del 11
de septiembre de 1973, es la suerte del comandante
en jefe del ejército chileno, General Augusto
Pinochet Ugarte. Elevado al más alto rango de las
prusianas fuerzas armadas chilenas luego de la
forzada renuncia del general Carlos Prats González,
“Augusto”, como le llama con cariño doña Tencha, se
ha ganado el afecto de la familia presidencial. Es
obsequioso, aplicado y un excelente servidor
público. Corre en auxilio de la primera dama cuando
ella lo requiere, suele limpiarle con delicadeza la
solapa al abrigo del elegante presidente de la
república e incluso se presta a llevar el maletín
ministerial de Orlando Letelier, titular de la
defensa, cuando se encontraban en los pasillos de la
sobria dependencia. No faltaban Augusto y Lucía en
las veladas vespertinas a las que eran invitados
habitualmente por doña Tencha, celebradas en Tomás
Moro, el domicilio privado de la pareja presidencial
en Los Dominicos, al oriente de Santiago.
De modo que al desatarse el bombardeo y
dar comienzo a la tragedia de ese baño de sangre tan
temido, la preocupación de la maestra y bella
primera dama fue inmediata: ¿Dónde estará el pobre
Augusto? ¿Qué habrán hecho con él? – cuenta que
pensó en una ráfaga de inconciencia. Pues lo
insólito es el perfecto camuflaje caballeroso y la
leal y entregada afectuosidad que mostró por aquel
al que empujara a la muerte, al que trataría de
humillar con el más tremendo de los irrespetos
imaginables para uno de los más grandes políticos de
la historia chilena – desconocerle su jefatura
magisterial - y a quien acorralara con el más
implacable de los asaltos por aire y tierra conocido
en la historia política y militar de la república. 
Es más: cuando el 29 de junio de 1973,
dos meses antes del asalto de los Hawker Hunters del
Grupo 7 de la FACH comandados por el “culebrón”
López contra La Moneda, se alzara el comandante
Souper con la división de blindados del regimiento
Tacna, quienes controlan la rebelión, detienen a los
insurrectos e imponen la legalidad constitucional
vigente y la obediencia al presidente de la
república, son los generales Carlos Prats y Augusto
Pinochet. ¿Quién iba a creer que el fiel y ejemplar
soldado constitucionalista traicionaría al Chicho
Allende, hundiéndole una puñalada por la espalda?
Al momento de protagonizar el más aleve
y feroz de los innumerables golpes de Estado
protagonizados en América Latina, Pinochet contaba
con 58 años. Había nacido también en Valparaíso,
como su víctima, y para poder iniciar sus estudios
como cadete en la Escuela Militar Bernardo O’Higgins
debió sortear dos rechazos. A pesar de lo cual
intetntó un tercer ingreso, convirtiéndose gracias a
su tenacidad en un brillante y eficiente oficial,
especializado en asuntos de estrategia. Tuvo una
primera visión de la represión, la tortura y la
muerte por razones políticas cuando durante los años
cuarenta estuviera destinado a la ciudad de Iquique,
en el extremo norte de Chile, y se hiciera cargo del
campo de Concentración de Pisagua, durante el
gobierno de Gabriel González Videla.
Le calza como un guante la certera frase
de nuestro ex presidente Luis Herrera Campins: “los
militares son leales hasta que dejan de serlo”.
Tencha Bussi de Allende no tenía por qué saberlo. |
EL
PLEBISCITO EN LAS MEMORIAS DEL GENERAL PRATS
Junio de
1973
“A las 9
de la mañana del miércoles 6 de junio me entrevisto
con el Presidente Allende y con el Ministro Flores
en Tomás Moro.
“El
Presidente ha representado crudamente a la Unidad
Popular la gravedad del enfrentamiento del Poder
Ejecutivo con el Legislativo y Judicial, y la
necesidad de aflojar las tensiones en que se debate
el país, llamando a un plebiscito para dirimir el
rechazo de los vetos del Ejecutivo a la Reforma
Constitucional de las áreas de la economía. Sin
embargo, cree que la totalidad de los partidos de
gobierno rechazarán esta alternativa.
“El
presidente me pide, entonces, que colabore en sus
esfuerzos, buscando convencer a los dirigentes de
los partidos de la U.P. y de la oposición.”

Luego de reunirse con todos los factores políticos,
que rechazan la propuesta plebiscitaria de Allende,
Prats toca a la puerta del General Pinochet. He aquí
su relato:
“En la mañana del sábado 9 de junio,
analizo detenidamente la situación con el Jefe del
estado Mayor, General Augusto Pinochet. Le doy a
conocer mis esfuerzos por lograr una salida política
a la fuerte lucha entre las corrientes ideológicas.
Coincide conmigo, pero me expresa que teme que los
acontecimientos se precipiten y la oficialidad me
exija una pública definición del Ejército. Además,
concordamos en que el Servicio de Inteligencia
Militar está actuando con debilidad y no investiga
las actividades extremistas de la derecha.”
“A mediodía del mismo sábado 9, informo
al Presidente Allende de las reticencias que he
encontrado en los partidos Socialista, Comunista y
MAPU para aceptar una tregua política.”
Sábado 8
de septiembre de 1973
“Voy a Cañaveral (la residencia
campestre del presidente). Cerca de las 14 horas
llega el Ministro Flores. Después de las 15:00 llega
el Presidente. Su aspecto es el de un hombre
agotado.”
“Me expone su tesis sobre la situación.
La DC tratará de provocar su renuncia, logrando una
declaración de “inhabilidad” del Parlamento. Me dice
que se adelantará, llamando el lunes 10 a un
plebiscito nacional. Piensa que en este veredicto
saldrá perdedor, pero será una honrosa derrota para
la UP, porque habrá una expresión mayoritaria del
pueblo que le permitirá evitar la guerra civil,
tragedia que ni la más cara consideración partidista
lo inducirá a promover.”
“Lo contemplo estupefacto, como si mis
oídos hubieran malentendido sus palabras. Me observa
interrogadoramente, con sus ojos penetrantes”
“Perdone, Presidente, usted está nadando
en un mar de ilusiones. ¿Cómo puede hablar de un
plebiscito, que demorará 30 o 60 días en
implementarse, si tiene que afrontar un
Pronunciamiento Militar antes de diez días?”
-¿Qué salida ve usted, entonces,
partiendo de la base que he tratado hasta el último
de lograr un entendimiento con la DC y que no quiero
la guerra civil?
- Que
el lunes usted pida permiso constitucional por un
año y salga del país.”
Pocas
horas después, Allende yacía descabezado, su cuerpo
sin vida tirado como un guiñapo sobre su sillón
presidencial. Murió sin encontrar la escapatoria al
callejón sin salida. ASG. |
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Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA |
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