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Demasiado tardó Hugo Chávez en atinar a dar una
respuesta política a la ofensiva de su contendiente Manuel
Rosales. Mientras el gobernador zuliano recorría las barriadas
emblemáticas de Caracas, territorio comanche al que un
presidente elevado a la estratosfera de la política mundial no
puede descender a no ser montado en su carroza, blindado de los
pies a la cabeza y cubierto por varios anillos de seguridad del
G-2 cubano, un Hugo Chávez atolondrado, desconcertado y
seguramente angustiado se mostraba paralizado y condenado a la
inacción. La pregunta que recorría los corrillos políticos era
más que obvia: ¿cuándo, dónde y cómo reaccionará Hugo Chávez a
un ataque tan inclemente como el que dirige su exitoso
contendiente? Y contando con el agravante de tan poco tiempo
para desplegar las estrategias de combate.
No se trataba tan solo de la audacia de un fajador
nato como el joven gobernador zuliano, dispuesto a patear cerro
y entrar en un cuerpo a cuerpo con el elector de las clases
aparentemente más distantes de las políticas opositoras. Lo hizo
además con las manos llenas de suculentas promesas y provisto de
un temible artilugio bélico: Mi Negra. Como si con eso no
bastara, adelantó sus propuestas en materia de seguridad,
educación y salud, empinándose como la espuma, desde el absoluto
anonimato hasta superar la primera barrera de un 35 o un 40% en
poco más de dos semanas. Un fenómeno.
Entretanto, Chávez cataléptico, como si no pasara
nada. Hasta el 7 de octubre, día en que se librara una auténtica
batalla mayor con la presencia en Caracas de un cuarto de millón
de almas en la más descomunal de las movilizaciones nacionales
desde los tiempos del RR. Cuadruplicando las más altas cotas de
movilización lograda por el pesado aparato de gobierno, un
comando de campaña huérfano de medios y sin más auxilio que la
imaginación y el entusiasmo de un voluntariado verdaderamente
inspirado y batallador, logró enviarle un mensaje tremendamente
contundente y vibrante al país: la avalancha demostró que la
candidatura de Rosales va en serio, que sus aspiraciones son
legítimas y que ha logrado en poco más de un mes posesionarse de
un liderazgo envidiable al frente de un poder que bien conducido
y motivado podría llegar a ser demoledor.
Hugo Chávez, sentado cómodo en los laureles de un
poder que considera inamovible y como forjado por los dioses,
sintió de pronto que le aserruchaban el piso y le quitaban la
alfombra. Mandó a sus espías montados en el famoso helicóptero
rojo, provistos de suficientes cámaras, para verificar in situ
la estampida que le amenazaba. Y debe haber respirado profundo y
hasta haberse alegrado de que los organizadores de la avalancha
no cogieran el guante del estulto José Vicente Rangel asumiendo
el reto de allegarse hasta la Avda. Bolívar: la hubieran
arrasado como por un deslave.
Entonces le habrá entrado tremendo culillo – a él,
no precisamente el Mio Cid Campeador de Sabaneta -, habrá
reaccionado con la procaz histeria que lo caracteriza, habrá
mandado a llamar al atajo de ineficientes vasallos que lo rodean
y habrá puesto el grito en el cielo exigiendo medidas inmediatas
para frenar a Rosales e intentar alguna respuesta. Posiblemente
demasiado tarde, cuando ya no es posible montar una estrategia
ofensiva con todas las de la ley, como hiciera bajo las órdenes
de Fidel Castro durante meses y meses antes del 15 de Agosto.
Ahora el agua comenzaba a llegarle al cuello. Una situación
absolutamente inesperada y de alto riesgo. Era hora de hacer
algo.
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Ese algo no ha podido ser una respuesta digna del
enfrentamiento que se libra entre una oposición en ascenso y un
régimen asediado: propuestas concretas y tangibles de nuevas
políticas públicas, respuestas creíbles, claras y directas a los
tremendos desbarajustes causados por su horrible desgobierno,
medidas implementables en el campo de la seguridad, el empleo,
la vivienda, los túneles negros de la peor gestión de gobierno
de la historia de la república desde los tiempos fundacionales.
Las misiones, caballo de Troya inventado por los expertos
cubanos para sacarlo del hueco en que se encontraba a fines del
2003, ya agotaron su efecto de demostración. Lucen desvaídas,
esquilmadas y al borde del abismo. ¿Política de seguridad
mientras se arma hasta los dientes y provoca guerras y
conflictos en donde llega con su alfombra mágica?
Y para hacerle aún más negro el panorama, su salida
de madre en la ONU convenció al país y al mundo de que un sujeto
tan impresentable no tiene derecho a pretender eternizarse a la
cabeza del país que posee las más importantes reservas
energéticas de esta parte del planeta. Empujado por la divina
irresponsabilidad del agonizante Fidel Castro y apurado por la
necesidad de heredar su mortaja y aparecer ante el mundo como su
legítimo heredero ante su eventual deceso, llevó las cosas
demasiado lejos. Se arrimó tanto como pudo a la candela nuclear
de Irán y Corea del Norte, hundió el cuchillo en el corazón del
Medio Oriente sellando un incomprensible pacto de entendimiento
con el terrorismo talibán y tiró por la borda cuantas alianzas
le eran presentadas desde nuestros países amigos.
Quemó las naves, antes de tiempo y creyendo que
tenía asegurado el control de las elecciones del 3D. Vaya baño
de agua fría la que le diéramos con la avalancha del 7 de
Octubre. Pues si alguien sabe en el país con absoluta exactitud
cuántos venezolanos – de toda edad, suerte y condición –
respondieron con entusiasmo y alborozo al llamado de Manuel
Rosales, es él. Son sus aparatos de información. Son los
cubanos. Es su sala situacional. ¿O es que el helicóptero rojo
andaba cazando mariposas?
El ambiente palaciego no debe haber podido ser más
funerario. La reacción del áulico mayor, más desafortunada. El
cabreo, la roncha y la indignación deben haberse puesto a la
orden del día. Los rostros de los bufones de la corte no
pudieron estar más largos y negros. ¿No vio usted, querido
lector, el rostro del señor aquel que administra la letrina
nocturna del canal del gobierno? Han pasado desde entonces ocho
días. No ha hecho más que hablar y hablar y hablar de la
avalancha. Les llegó al bofe. Un golpe duro. Un golpe noble.
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De manera que la orden habrá sido perentoria:
¡hacer algo! Y lo que ha salido de los cacúmenes palaciegos ha
sido verdaderamente patético: Chávez de azul, pintado de azul.
Convertido en víctima de Cupido, amoroso hasta las náuseas. Una
pieza de hipocresía, inverosimilitud, inescrupulosidad y falsía
verdaderamente vomitiva. Lo cual ni siquiera importaría mucho si
pudiera tener el efecto que persigue, que a Chávez la verdad, la
sinceridad y la autenticidad le saben a ñoña. Con lo cual
acometían el sexto giro de imagen en esta campaña, según
informes de Alfredo Keller.
El problema es que al Chávez amoroso no le cree ni
Rosinés. Mucho menos auxiliado por una mujer sacada como por
arte de magia de las mazmorras de la nada para dizque ejercer de
primera dama. ¿Chávez movido por el amor? Cuenten una de
vaqueros.
Obras son amores y no buenas razones. El problema es
que Chávez ya es víctima de sus obras, todas a años luz del
amor: un país ensangrentado bajo la férula de su
irresponsabilidad, con presos políticos, jueces corruptos,
desempleados por doquier, violaciones sistemáticas a los
derechos humanos, secuestros y asesinatos rompiendo todos los
record conocidos.
Monseñor Lückert adelantó una muy sabia propuesta:
tomarle la palabra al presidente, si es que la tiene, y exigirle
corrija con ese amor que hoy predica las cruentas obras de su
odio. Puede hacerlo de inmediato y sin mediar decretos:
reenganchar a los 19 mil despedidos de PDVSA, pagarles hasta el
último centavo de sus secuestradas prestaciones, devolver sus
familias a los hogares de que fueran expulsados, liberar a todos
los presos políticos, indemnizar a los familiares de los
asesinados por acciones policiales y militares, encarcelar a los
pistoleros que ensangrentaran la patria durante esas nefastas
acciones del 11 de abril, permitirle a Carlos Ortega vuelva a
dirigir la principal central obrera del país sin temor a ser
perseguido y encarcelado. Convocar a los desterrados, ponerle
fin a la persecución, a la tortura, al asesinato. Abrirle las
puertas de Venezuela a sus mejores hijas e hijos, periodistas,
uniformados, académicos, estudiantes y trabajadores que han
debido dejar la patria por las razones de fuerza mayor que
imperan en Miraflores.
Pero todos, usted y yo, queridos lectores, sabemos
que tales medidas son incumplibles. Que el amor pintado de azul
del primer mandatario no es más que odio travestido de sonrisas.
Mera pantomima electorera de patas tan cortas como las de la
mentira. No resistirá la próxima caminata.
EL PATÉTICO Y DESALMADO AMOR DEL TENIENTE CORONEL
“No me engañáis, aunque de
rojo vistáis” – le decía el mosquetero Cantinflas al
Cardenal Richelieu en su maravillosa sátira de la obra
de Alejandro Dumas. Lo he recordado al ver al caudillo
granate pintado de azul cupido, esgrimiendo una ramita
de olivo en una mano y sosteniendo una blanca palomita
amaestrada en la otra. Bien podríamos parafrasear a
Mario Moreno diciéndole: “Yo te conozco mosco y aunque
de azul vistáis, no me pitáis”.
Es tarde para
remendar el entuerto de ocho años de delirios
revolucionarios, de extremismo visceral, de entreguismo
fidelista y guerrillas continentales. Ha destilado
demasiado odio, ha hecho verter demasiada sangre, ha
regalado demasiado dinero ajeno, ha provocado demasiadas
ruinas y demasiados sufrimientos como para creer que
volveremos a caer seducidos por los cantos de sirena de
sus alitas en los hombros, su arpa, su arco y su carcaj
y sus laureles plateados en las sienes. A Chávez se le
ven las pezuñas debajo de su azulada piel de cordero. Y
la sangre inocente debajo de sus guantes de terciopelo.
¿Por qué este
violento giro al centro de quien ha hecho de la
izquierda mundial su guarida? ¿Por qué este súbito
pacifismo en Nicolás Maduro, el mismo que hace unos días
armaba una gigantesca alharaca en Nueva York culpando al
imperialismo norteamericano de todos nuestros males y
hoy se rasga las vestiduras criticando a sus socios
norcoreanos por haber hecho explotar una bomba nuclear?
La razón es clara
como el agua: Chávez está aterrado. Y da un paso atrás y
hacia la derecha como lo ha hecho antes de cada proceso
electoral. A ver si emborracha a la clase media y la
lleva a bajar la guardia. A ver si abre las válvulas de
seguridad y deja escapar la presión insoportable de una
mayoría que no se lo cala más. Pero esta vez con un
inevitable agravante: la oposición está unida, tiene un
rostro popular, está blindada contra la demagogia cursi
y telenovelera del caudillo y está dispuesta a cobrarle
muy caro el desastre de esta pesadilla.
La jugada sigue
un guión como dictado en La Habana por Fidel Castro:
“pide perdón Hugo, arrodíllate, que ese pueblo es bolsa
y todo lo olvida”. Pero precisamente por seguir al
consejero: ha ido demasiado lejos. No hay vuelta atrás.
Peor aún: vistiendo de azul descuida a sus franelas
rojas, sometidos al asalto de Mi Negra. De modo que la
movida puede salirle al revés.
Va palo abajo. Lo
esperaremos en la bajadita.
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