A Federico Uslar
“Lo que se necesita es que todo el país se
limpie los ojos de telarañas políticas
y de mentiras convencionales y se movilice en su
propia defensa.
Hay que salvar a Venezuela”
Arturo Uslar Pietri
JANO FRACTURADO
Los mejores espíritus de
la generación del 28, sobre cuya frágil trabazón aún descansan
los restos de este naufragio, se enfrentaron a un sencillo
dilema: literatura o política.
Los dos caminos quedaron signados por la presencia magnífica de
quienes los asumieron apasionadamente. Rómulo Betancourt, quien
supo escapar a tiempo del sortilegio de la ficción, se entregó
de lleno a la política, dejándose arrastrar por ella sin
desfallecer un solo instante. Arturo Uslar trastabilló entre la
literatura y la política durante esos tres magistrales lustros
que se inician con la publicación de Las Lanzas Coloradas en
1931 y culminan con su apogeo político convertido en el gran
elector del medinismo. Eso fue en 1945, cuando el hecho de no
ser tachirense ni hombre de armas le cerró el paso a la
presidencia de la república a la que parecía predestinado, a
casi un siglo de la otra gran tragedia, la de la Guerra Federal,
que sepultara los sueños de uno de los grandes ancestros
intelectuales de Uslar, Cecilio Acosta.
De creerle a los aztecas, para quienes la historia acontecida
jamás se clausuraba, repitiéndose cíclicamente cada cincuenta y
dos años, estamos a punto de reescribirla. Cuando la pesada
carga de su ausencia reclama nuevamente, como a la muerte de
Gómez, el concierto de los mejores. Y sus ideales de una
Venezuela moderna y emancipada de las taras de su pasado
caudillesco adquieren más vigencia que nunca.
Ni Rómulo ni Uslar dejaron jamás de
mirar hacia el fondo respectivamente reflexivo o pragmático de
sus naturalezas. Fueron, cada uno a su manera, una extraña
simbiosis bergsoniana: hommes des lettres, emularon y superaron
la ciclópea capacidad textual de Bolívar; hommes d’action,
supieron responder a la necesidad constructiva que la orfandad
política venezolana reclamaba. Pero mientras Betancourt anclaría
la magna obra de la modernidad a través de la creación del
príncipe moderno, su partido, Uslar navegaría arrastrado por el
pesimismo de su inteligencia, inclinándose finalmente por la
literatura y la reflexión, convirtiéndosenos - luego de Bello,
el desterrado -, en el más grande intelectual venezolano del
siglo XX. Fueron, para nuestra inmensa desgracia, una suerte de
desencontrado complemento. Cuando para el bien de la república
debieron haber sido los antagonistas de dos grandes bloques de
fuerza: uno, del lado de la Venezuela que emergía desde el
trasfondo de los nuevos tiempos; el otro; del lado de una
fracturada continuidad histórica que se nos escapa en una
siempre esquiva línea de fuga. La creación de la Venezuela
contemporánea adoleció por ello de esa terrible falencia,
carente de un sólido punto de amarre: democrática sin ser
liberal, igualitaria aunque pobre en instituciones, estatólatra
sin civilidad, pública sin respaldo en lo privado. Huérfana de
lo que Hegel llamara “sociedad civil”: la compleja socialización
material en base al esfuerzo mancomunado de los ciudadanos.
EL POLÍTICO QUE PUDO SER Y DEBIO HABER SIDO
Si a los
25 años irrumpió como una tromba en el panorama literario de
Hispanoamérica con una obra que implicaba toda una revolución de
su tradición narrativa, a los 30 condensó en una sencilla frase
todo un programa político, que bien pudo haber sido el programa
de acción para un eventual liberalismo venezolano: “sembrar el
petróleo”. No lo dijo el economista Alberto Adriani, como
muchos pretendieron y el mismo Uslar se vio obligado a
desmentir, pero pudo haberlo dicho. Pues la consigna articulaba
el pensamiento liberal de una muy importante élite ilustrada
que, reconociendo la pertinencia del gradualismo post gomecista,
pretendía afincarse en los logros de la dictadura – nada más y
nada menos que “el estado mágico” de que nos habla Fernando
Coronil – para avanzar hacia la construcción de una auténtica
modernidad. Ya Adriani anticipa la concepción que esos primeros
embriones de liberalismo venezolano tenían del rol de ese Estado
“los pueblos latinos de América tienen necesidad para su
formación y en vista de su política exterior, de crear Estados
fuertes…(que) no significa gobierno tiránico o arbitrario que
nunca aseguró la continuidad de ningún esfuerzo social ni de
concordia, y no justifica a caudillos voraces e independientes.”
Uslar, en consonancia con dichas ideas, asumió el esfuerzo por
retomar el pensamiento modernizador de Cecilio Acosta y darle
cabida en una nación profundamente desencajada por la acción del
caudillismo autocrático y convaleciente de una auténtica
catalepsia política. Perdida, para mayor desgracia, en el
laberinto de esa maldición ancestral que el propio Uslar
bautizara como “el Minotauro del petróleo”.
De allí la inmensa
dificultad para dar con el sujeto social capaz de empujar y
soportar el esfuerzo modernizador. Venezuela no contaba con una
clase de comerciantes e industriales emprendedora, ni siquiera
con una élite capaz de autonomía política. Muchísimo menos con
una burguesía culta y hacendosa. La sociedad civil hegeliana.
Aquella que pudo haber nacido bajo el esfuerzo moderador del
general Páez, reconocido en sus virtudes humanas y políticas por
tirios y troyanos: “de poco sirve y no llega a la imagen
histórica común que, entre 1830 y 1847, Venezuela haya tenido el
gobierno más ilustrado, legalista y liberal de toda la América
española” -, pero que terminara hecha añicos por el delirio de
la guerra larga.
Era, muy por
el contrario, una gigantesca hacienda arruinada, despoblada y
paupérrima, a la que un azar de la naturaleza había convertido
en depositaria de una monstruosa y aparentemente inagotable
fuente de riqueza El instrumento para cualquier transformación,
arrastrado a la superficie por el chorro de La Rosa, fue su peor
habilitado: el Estado. Pues la sociedad venezolana fue y
seguiría siendo hasta nuestros días una gelatinosa articulación
de intereses salvajes, generados en una suerte de partenogénesis
desde la cúpula de gobiernos incompetentes, devorados o
despedazados por un aparato estatal macrocefálico y corruptor.
Jamás la obra interior de un esfuerzo colectivo auto sustentado.
Fue y sigue siendo un cuerpo carente de armadura orgánica,
estructural. Endógena, para usar una muletilla al uso. E incluso
ese Estado macrocefálico y desalmado no alcanzaría jamás a
internalizarse en la conciencia de sus ciudadanos como para
llevar una vida autónoma e independiente de los caprichos de los
caudillismos de turno y asumir las tareas impulsoras de un
desarrollo nacional, como lo planteara ese pensamiento liberal.
De allí la indiferenciada cohabitación entre Estado y Gobierno y
la congénita carencia de continuidad histórica: “La fatalidad de
ese “Estado Blando” , que el economista sueco Gunna Myrdal ha
señalado como una característica de los pueblos
subdesarrollados, se dio entre nosotros en una proporción
gigantesca. Un adiposo Estado, sin esqueletos ni músculos, que
crece como los protozoarios por adición y segmentación cubriendo
un espacio inerte”.
Aún así: entre la muerte de Gómez y la revolución de octubre el
post gomecismo pudo articular una suerte de continuismo
modernizador y democrático tras las figuras de López Contreras y
Medina Angarita. Para muchos, el feliz reinicio de la Venezuela
de la modernidad y un esfuerzo de reenganche con la fundacional
de Paez, Soublette, Fermín Toro, Fortique, José María Vargas,
Santos Michelena y tantos otros. Uslar fue el gran intelectual
orgánico de ese esfuerzo. Ocupando los más importantes cargos de
la administración pública, desde los ministerios de educación y
el de hacienda hasta la secretaría de la presidencia y el
ministerio del interior. Pero no alcanzó a montar al príncipe
moderno indispensable para un procedimiento de tanta envergadura
como la estabilización de un bloque de poder sistémico: el
partido.
EL GRAN ENFRENTAMIENTO
De modo que en lugar de encuentro y
entendimiento entre los líderes de esos fragmentos de la
Venezuela fracturada por el petróleo y recién recuperada de una
dictadura implacable de 27 años, se produjo la profunda
enemistad y el combate a muerte, declarada luego del 18 de
Octubre en el horrendo y estúpido juicio de residencia a Uslar y
la indignada y sobrecogedora carta de éste a Rómulo, de mayo del
46. Combate del que Betancourt obtendría por cierto una victoria
pírrica. Dejando a la Venezuela socialdemócrata nacida de la
fragua betancourista huérfana de una auténtica interlocución. Ni
Caldera ni el COPEI darían jamás la talla: fueron tanto o más
populistas, demagógicos y estatólatras que la propia Acción
Democrática. Sufriendo bajo la errada conducción de su despótico
y rencoroso líder máximo de una congénita miopía para la
grandeza de una Venezuela liberal y moderna, como la soñada por
Cecilio Acosta y construida por Bello, a la diestra de Portales,
en el modesto Chile de la primera mitad del siglo XIX,
convertido gracias a ese fortuito encuentro en la primera
potencia económica del continente.
Quien relea esa carta a sesenta años de haber sido escrita no
puede menos que estremecerse por su aterradora actualidad. “El
balance de su gobierno – le escribe a Betancourt a seis meses de
su asalto al Poder manu militari, en una carta
publicada en La Esfera el 5 de mayo de 1946 – sería de humo y
palabras vacías, si no tuviera un saldo tan trágico para el
progreso, para las libertades y para la evolución institucional
del país”. Al criticar el régimen cívico-militar octubrista
parece estar criticando al régimen hoy imperante, que reproduce
los rasgos sustanciales del gomecismo: “un régimen de derechos
tolerados que pueden suprimirse en cualquier momento”. Pero es
en referencia a la naturaleza de ese Jurado de Responsabilidad
Civil y Administrativa encargado de esgrimir el arma de la
justicia como instrumento de persecución política en donde
destaca de manera más flagrante el anticipo siniestro de la que
sesenta años después llegaría a ser la justicia bolivariana: ese
tribunal “ni es tribunal, ni sabe de responsabilidades, ni
conoce de justicia. Es la grotesca guillotina de su revolución”.
Para terminar prefigurando en Betancourt – sin duda injustamente
- la figura de quien asumiría a medio siglo de distancia el
legado de ese terrible equívoco histórico que fue la revolución
de Octubre: “Usted no ha podido ser otra cosa que un demagogo y
en ejercicio del poder continúa siéndolo irremediablemente…Con
el despliegue permanente de esa quincalla verbal y con la
audacia inconsciente de quien no sabe lo que hace y nada tiene
que perder, ha logrado apoderarse usted del comando efectivo del
gobierno y enrumbarlo por un camino de errores hacia la
satisfacción mezquina de sus oscuras pasiones de hombre tarado
de complejos”.
El lenguaje dictatorial y autocrático de Betancourt tampoco
dejaba lugar a dudas: “Ingenuo es quien imagine que un gobierno
como el nuestro, asistido de la fe colectiva y apoyado en un
ejército unificado e inmune a la maniobra disolvente, vaya a
admitir que se discuta la legalidad de sus actos en estrados
judiciales. Aventura riesgosa para ellos sería la de quienes se
lanzaran por ese camino de provocación insolente.”
Suena, cuando menos, extraordinariamente cercano al estilo del
teniente coronel. Tanto como para que los señalamientos de
Eleazar López Contreras escritos en 1949 contra la revolución de
Octubre parezcan destinados al régimen de Hugo Chávez: “lo
fundamental para la revolución de Octubre fue la conquista del
poder, a expensas de la moral del Ejército, para imponer una
dictadura totalitaria…Pero más que el abuso de mando y de poder,
que el desequilibrio económico y la calculada demagogia empleada
para establecer rivalidad entre trabajadores y capitalistas…los
autores de la revolución de octubre tienen sobre sí la
responsabilidad, el cargo de conciencia, el crimen de lesa
patria, de inculcar, fomentar e imponer en centros
universitarios, en escuelas, en los organismos de trabajadores,
entre blancos y negros, ricos y pobres, civiles y militares, el
sentimiento de prevención, de la envidia y el odio. Ya lo dijo
Gonzalo Carnevali en 1932: ‘Hay que encauzar las reservas de
odio de las masas, pues el odio es el motor de todas las
transformaciones profundas y duraderas del orden social.’”
La herida que le causaría ese juicio
y el destierro al que se vería compelido por la voluntad de
Betancourt lo marcarían para siempre. Quien quiera ahondar en
ella no tiene más que leer las conmovedoras páginas que
escribiría en Nueva York en memoria de Don Andrés Bello, hundido
en la miseria y olvidado de los suyos en Londres, febrilmente
aferrado a la interpretación del texto del Cid Campeador como a
una única posible tabla de salvación cristiana: cargar sobre los
hombros con el mal de todos.
De los sos ojos tan fuertemientre llorando
tornaba la cabeza e estáualos catando,
vio puertas abiertas e uzos sin estrados,
alcándaras vacías sin pielles e sin mantos
Fablo Myo Çid bien e tan mesurado:
Grado a ti Sennor Padre que estas en alto,
Esto me an buelto myos enemigos malos.
EL PROFETA DESARMADO
Cuatro años después de esa feroz diatriba, le enviaba a sus
viejos enemigos y futuros aliados un mensaje de entendimiento y
concordia: “En la tormentosa y atribulada España del siglo XIX –
le recordaba a la élite política desgarrada por esa patológica,
larvada e ininterrumpida guerra civil que ha asolado a Venezuela
desde la Guerra Larga – surgió después de la restauración un
largo período de paz, de estabilidad, de bienestar, que los más
de los españoles de hoy añoran. No fue un milagro. Fue el
resultado buscado del entendimiento de conservadores y
liberales, de Cánovas y Sagasti, sobre las reglas del juego
político. Ese fue el famoso Pacto de El Pardo. No fue perfecto,
pero representó uno de los mayores bienes que España haya
recibido en su historia. Entendimientos de esa clase es lo que
los venezolanos necesitamos y lo que Venezuela pide de nosotros.
No cultivo artificial de divergencias y de pugnas… El verdadero
amor de Venezuela es lo que debe acercarnos a todos los que lo
sentimos y empequeñecer nuestras divergencias.”
Era el primer atisbo de lo que luego y al margen de su
representación sería acordado por AD, COPEI y URD en Nueva York
y el 31 de Octubre de 1958 firmado por Betancourt, Jóvito y
Caldera en la quinta Punto Fijo, de la Avda. Solano de Caracas,
residencia del líder socialcristiano.
Los intentos por regresar al primer plano de la política
nacional, alcanzando una senaduría, postulándose a la
presidencia de la república en liza con Raúl Leoni y Rafael
Caldera, en 1963, y construyendo el Frente Nacional Democrático
(FND) en 1964, - con el que participaría en el gobierno de
Amplia Base hasta 1966, incorporándose brevemente al redil del
Pacto de Punto Fijo - no fueron más que un frustrado interludio
en una carrera que, enrumbada sin más remedio por los carriles
de la divulgación, la escritura y el periodismo se había
separado para siempre de los esquivos meandros de la práctica
política inmediata. De una u otra forma, Venezuela le había
negado sus brazos. La justificación de ese desencuentro amoroso,
de ese hiato nunca resuelto entre crítica y acción, entre teoría
y praxis resuena hoy como grávido consuelo: “no he tenido una
chaqueta de intelectual, una chaqueta de político y una chaqueta
de hombre privado. Mi vida es la misma: hacer algo para ayudar a
la tribu a salir”. Imposible esquivar el mesianismo profético de
tales palabras. Resuena en ellas la visión orteguiana de la
función mayéutica de los profetas bíblicos: no adormecer a los
suyos con cánticos y alabanzas, sino despertar y estremecer a la
tribu de Israel con sus admoniciones. “Porque no lo dudo he
escrito las palabras que están en este libro – escribe desde su
exilio en Nueva York en 1949 - , y en él las recojo para
lanzarlas como un pedrusco a la campana que ha de despertar al
pueblo venezolano, mi pueblo.”
Aún así: la Venezuela de esa tormentosa década de los sesenta
salvaría los graves escollos del golpismo, las guerrillas, el
castrismo y la disolución, pero había perdido la esencia de su
singladura betancouriana. En manos de Caldera primero, y de
Carlos Andrés Pérez, después, se iría sin rumbo fijo hacia su
definitivo naufragio. No es consuelo ver a Uslar y a Betancourt
desterrados por igual del fárrago, la corrupción y la
grandilocuencia que consumaran la gangrena final de un proyecto
que nació de un mal parto. Vivían ambos a pocas puertas de
distancia, sus hijos compartiendo patios y juegos y ellos
hieráticos defendiendo en silencio lo que pudo haber sido y no
fue.
Betancourt muere lejos, minusválido y solo, posiblemente
asqueado de la postración en que se ha hundido el sueño de su
Venezuela moderna, popular y democrática luego de extraviarse en
brazos del delirio del que fuera su joven secretario. Pero el
destino le ahorró la celada que le tendería a Uslar, el profeta
desarmado: convertirlo en el instrumento de la caída de Pérez,
cuando para mayor desgracia intentaba hacer realidad algunos de
los sueños uslarianos: construir una Venezuela emancipada
económicamente, liberal políticamente, descentralizada
institucionalmente, moderna y progresista socialmente.
Pavimentando a cambio – nadie sabe para quién trabaja - en su
más desafortunada jugada política el sendero al teniente coronel
golpista a quien tanto llegara a aborrecer en sus momentos
postreros, cuando ya lo viera encumbrado al Poder desplegando
sin máscara ni maquillajes los únicos atributos con que lo
distinguiera en la última entrevista que diera en vida, cuando
reconociera en Chávez a “un delirante, un ignorante, un pobre
hombre”. La misma entrevista en que reconoce haber sido el
factotum del defenestramiento de Carlos Andrés Pérez. Por
fortuna los hados le ahorraron sufrir en vida la más dantesca de
sus visiones, convertida en realidad por el instrumento de su
shakesperiana venganza: “un país improductivo y ocioso, un
inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia
momentánea y corruptora y abocado a una catástrofe inminente e
inevitable”. Poco tiempo después de su desaparición física su
terrorífica profecía se cumpliría al pie de la letra. La
catástrofe, siempre paciente y tenaz, como la muerte, espera
por nosotros.
EL OUTSIDER
No quiso considerarse miembro de la llamada “generación
del 28”, una realidad que rebajó a mistificación.
Ni siquiera la valoró conceptualmente como lo que, en la
terminología orteguiana sería propiamente una generación:
un grupo de coetáneos marcados por una impronta indeleble
y un propósito histórico común. Para él, la generación de
Rómulo, Otero Silva, Jóvito Villalba y tantos otros no fue
más que “un grupo de estudiantes opuestos a Gómez”. Al
marginarse, se convirtió automáticamente en lo que el
mismo Ortega considera “una figura extravagante”: un
outsider.
Ese fue su primer paso hacia el destierro interior: no se
enfrentó a Gómez, si bien despreció profundamente el mundo
de doctorcitos, tinterillos y poetastros que colmaban el
laberinto intelectual de su corte maracayera. Tampoco fue
una ficha con plenitud de derechos del gomecismo sin
Gómez, ese decenio crucial de nuestro ingreso al siglo XX.
Pudo y debió haber sido el heredero natural del general
Medina. Era incomparablemente superior a Escalante,
propuesto bajo su propia iniciativa. Y desde luego a
Biaggini, con quien el medinismo esperaba suplir la
vacancia causada por la trágica locura de aquel. López
Contreras ya no era más que un incordio.
Cabe la gran interrogante acerca del destino de Venezuela
y del suyo propio si hubiera cumplido el papel para el que
parecía predestinado: ser presidente de la república a los
39 años. Culto, excelente orador, discreto y sagaz,
conocía los meandros de la administración pública, había
ocupado las carteras de educación, hacienda, interior y la
propia secretaría de la presidencia, todo lo cual lo había
preparado casi como si se hubiera tratado del delfín
natural de Medina Angarita.
Fue el propio Medina quien se sintió obligado a explicarle
las razones que le obstruían inexorablemente el paso a la
presidencia de la república: ser un intelectual, civilista
y caraqueño. O, para mejor entendimiento, no pertenecer al
ejército ni haber nacido en el Táchira, como el mismo
Medina, López Contreras, Gómez y Cipriano Castro. Una
cadena sucesoria que parecía la única capaz de domeñar a
un país que recién despertaba de una catalepsia política
provocada por ella misma.
Un guatireño interrumpiría a medias la secuencia,
compartiendo el poder con otro militar tachirense y
abriendo los portones al gran despertar de Venezuela. No
sabía que había destapado la caja de Pandora. En cuanto a
Uslar, si bien vivió la era perezjimenista refugiado en la
actividad privada, tampoco se opuso de manera militante a
su dictadura sino en los momentos postreros, cuando fuera
preso por firmar un manifiesto en su contra. Siguió luego,
hasta su muerte, una ruta en solitario, desafiando a
tirios y troyanos. Confirmó luego en 1963 con su
avasallador triunfo electoral en el centro del país y su
derrota en el retrasado interior de la república el sino
de los fondistas solitarios: derrumbarse a las puertas de
Miraflores.
Pasará a la
historia venezolana como el más grande intelectual y el
gran outsider del siglo XX. |
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