“La desesperación es el medio para quien no tiene ya
esperanzas”
Virgilio
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En enero de este mismo año todo lucía
rosado-rosadito para el caudillo. El país no se sacudía todavía
del tsunami del 4 de diciembre y ese 83% de abstención
demostraba que entre la ciudadanía y el gobierno mediaba un
abismo que parecía insalvable. Pero el régimen podía descansar
tranquilo y sin nervios. Nada parecía presagiar cambios notables
en el panorama político. Ese 83% de abstención no podía ser
cobrado por el sector que lo reivindicaba, porque ninguno de sus
líderes tenía capacidad orgánica y operativa para asumir tamaña
responsabilidad. Y nadie parecía querer o poder embarcarse en
esa magna empresa: convertir la abstención en fuerza insurgente
y acorralar al régimen con un rechazo definitivo y callejero de
cualquier otra empresa electoral con las cartas marcadas.
Es cierto que esa avalancha abstencionista le había dado en
pleno rostro, consciente de que con esa carencia de afecto y
entusiasmo no hay revolución que valga. Pero como a él no es la
revolución por la revolución lo que verdaderamente le interesa –
como en su momento al Ché Guevara o a Salvador Allende - sino
la revolución como parapeto totalitario para aniquilar toda
oposición y entronizarse en el Poder por los siglos de los
siglos, exactamente como para su maestro Fidel Castro, tampoco
le angustiaba demasiado no contar con un respaldo de amor y
cariño. Le bastaba con tener amarrada a su gente mediante las
misiones y reprimida a la oposición mediante la apatía y el
terror. Logrados ambos objetivos podía echarse a dormir
tranquilo en su cueva: nadie ni nada le amenazaba.
En cuanto a diciembre, ese objetivo estaba demasiado
lejano. Las encuestas registraban a comienzos de año un 3% de
popularidad nacional para el gobernador zuliano Manuel Rosales.
Y aún varios meses después, reunidos él, Petkoff y Julio Borges
no pasaban del 6%. Una burusa. Tampoco los restantes prospectos
acogidos al seno de SÚMATE para unas primarias daban como para
elevar esa cifra más allá de algunas décimas de punto. Chávez
era inconmovible y la oposición lucía extraviada y sin rumbo. Un
porfiado abstencionismo en un rincón y unos candidatos perdidos
en la nada en el otro. Nada que temer. Dando por triturada la
oposición y aseguradas sus bases, optó por jugarse el Poder más
allá de nuestras modestas y humildes fronteras. Lo suyo no era
Venezuela, que tenía en el bolsillo, sino el mero poder mundial.
Preso Sadam y agonizante Fidel, entrampado Lula en su Brasil
brasileiro y perseguido el islamismo talibán por cielo y tierra
se abría un inmenso espacio por el que insurgir a las alturas
siderales.
Chávez pellizcó por un instante la gloria reservada
a los super héroes y se la creyó facilita. Comprar bonos de la
deuda argentina, construir casitas en África, repartir petróleo
a los pobres norteamericanos roncándole en la cueva a los
republicanos, apoyar al Hezbohlá, a los iraníes y a los
norcoreanos, y el resultado estaba de bombita: el mundo tenía un
nuevo líder. De Sabaneta a las inmensidades siderales. ¡Qué
sabroso es el Poder! Sólo faltaba imaginárselo jugando con un
globo terráqueo en su despacho volador, como el Hitler de
El Gran Dictador, de Chaplin, para tener el cuadro
perfecto.
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Todo eso parecía factible. Tanto, que el hombre se
embaló a la conquista del planeta. Aprovechando la insólita
coyuntura electoral que ha sacudido este año al continente y
montado sobre los precios del petróleo, creyó que el mandado
estaba hecho. Para todo lo cual contó con la asesoría de uno de
los políticos más experimentados, malvados y astutos que haya
dado la historia de América Latina: Fidel Castro. Ya comprada la
suerte de su isla con petróleo venezolano y sellada la alianza
con el caudillo sabanero, Castro no tenía otra opción que
respaldarlo. Que la vida es breve hasta él lo sabe. Y un cáncer
que lo amenaza desde hace años podía desatar su caótica rebelión
multicelular en cualquier momento. De modo que comenzaron su
faena con Evo Morales y se hicieron aparentemente de Bolivia.
Luego siguieron con Ollanta Humala y se harían del Perú. Para
seguir en cascada con Ecuador, dejando a Uribe en el centro de
unas poderosas tenazas, como para sufrir el asalto final de sus
guerrillas. Y controlado el Pacífico andino, preparar futuros
asaltos a Chile y al poderío Atlántico, por ahora en manos de
compadres de izquierda que cuidaban del gallinero. Nadie sabe
para quién trabaja.
Mientras se cocinaba el condumio del control
continental en el mejor remake de los sueños bolivarianos, se
hizo a la tarea de asediar a Bush y al imperialismo
norteamericano respaldando a los iraníes, a los norcoreanos, a
los integristas musulmanes. El mundo era una pelusa.
Controlarlo, cuestión de audacia y circunstancias. La ONU, una
reunión de pendejos.
Pero de pronto las cosas comenzaron a marchar mal,
los proyectos a encontrar tropiezos, el sueño a desintegrarse.
Todo se inició por fuera: Ollanta Humala fue triturado por Alan
García. Evo Morales se encontró con una oposición dispuesta a
darle guerra sin cuartel. Lula se ha visto obligado a
replegarse. Se cayeron las esperanzas depositadas en López
Obrador. Ecuador terminará en las manos de un millonario
empresario, que no le permitirá ni un suspiro de injerencia. Una
elección internacional relativamente secundaria que pareció un
paseo y en la que se invirtieron mil trescientos millones de
dólares terminó convertida en un matadero: Venezuela cayó
derrotada en más de cuarenta rondas por un vecino menor de
Centroamérica: Guatemala. Teniendo que transar en el respaldo a
Panamá.
Y como para dificultar aún más las cosas hacia el
futuro, Bush acaba de ser vapuleado por los demócratas y ya no
será el fácil comodín al que enfrentar con grosería y
desparpajo. El imperialismo ha decidido vestir la piel del
cordero. El disfraz de Satanás reposará unos años en los
desvanes de la Casa Blanca. Se acabó el azufre.
Chávez puede dar por finiquitada la más rotunda y
definitoria de sus derrotas planetarias. Ahora mismo no es más
que un lunar, un incordio, una piedra en el zapato de los
grandes de la política mundial. Una absurda y ridícula
pretensión. Una alpargata. Y como final de la partida un hecho
lamentable, inexorable y de consecuencias nefastas para sus
pretensiones planetarias: Castro se le muere en los brazos.
Enterrarlo es mera cuestión de tiempo. Con los demócratas en el
Poder, de pronto los yankis hasta le perdonan la vida a Sadam
Hussein. ¡Qué vueltas que tiene la vida!
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Y como la política es una sola, no importa si
presionando desde dentro o desde fuera de nuestras fronteras,
helo aquí acorralado súbitamente por un tsunami electoral que se
le ha echado encima y parece no querer perdonarlo. La sucesiva e
inexorable acumulación de circunstancias terminó por concretar
una salida electoral a los graves cuellos de botella que afligen
a la Nación y el pueblo se levanta contra sus pretensiones
reelectoralistas dándole un masivo, un conmovedor, un
emocionante respaldo a Manuel Rosales. Chávez sigue en caída
libre mientras su contendor sube como la espuma.
Algo absolutamente impensable hace apenas cuatro meses ha venido
a voltear dramáticamente la tortilla. La oposición avanza
impetuosa con la iniciativa en sus manos, mientras a él le
fracasan todas sus estrategias aún antes de desplegarlas. Ya las
rosas y la franela azul yacen pisoteadas por el suelo. Se acabó
el amor. Otra vez el garrote rojo-rojito. La movida al centro,
que siempre le sirviera de ultima ratio para
neutralizar a la oposición ha fracasado estruendosamente. Se ha
arrinconado en el fondo del extremismo más duro y parece no
tener escapatoria.
Insólito: incapaz de haberse mantenido firme con su disfraz de
cupido azulino arriesga un salto al vacío del infierno rojo. Y
comienza a mostrar las cartas marcadas, los puñales bajo la
manga, la brutalidad del terror. Comete con ello su más grave
error en momentos cruciales, de definiciones. A Chávez, en esta
circunstancia, sólo le convenía limar asperezas, abrirse
generoso a todas las tendencias, prometer lo imposible. Apostar
al perdón. En cambio destapa su más feo rostro.
Desesperación: esa es la palabra clave. Está desesperado el
ministro Ramírez. Está desesperado Rangel. Está desesperado
Jesse Chacón, está desesperado Baduel. Y desde luego están
desesperados Lina Ron y todos quienes no conocen otro futuro
posible que la dictadura rojo-rojita.
A la desesperación, la peor de las consejeras, sucederán
acciones violentas, intentos por impedir las elecciones, movidas
de toda índole: desde acciones tribunalicias hasta detenciones y
secuestros. Ahora, en estos días cruciales todo es posible. La
verdad ha caído como un mazazo sobre Chávez, el entorno, el
gabinete, las dirigencias oficialistas. Sálvese quien pueda será
muy pronto el grito de guerra.
A la desesperación del oficialismo, a sus manotazos de ahogado,
sólo cabe responder con templanza, con hidalguía, con grandeza.
Y sobre todo con serenidad. Es difícil no reaccionar con
indignación a tanto trapo rojo-rojito. No indignarse ante
declaraciones como aquellas de un almirante de marina que no
tiene empacho en ensuciar la noble tradición de esa arma
suponiéndola al servil servicio de la fracción más dura, la
castro-comunista, del gobierno. O ante la desfachatez del
ministro Ramírez, apoyado en su infame discurso fascistoide por
los guapos que lo comandan.
Pero tenemos la razón. La más poderosa de las armas. Sobre todo
cuando marcha acorde con el sentimiento de los tiempos.
Venezuela quiere cambiar. Quiere volver a ser un faro de luz en
las tinieblas de estos tiempos. Se ha levantado con una fuerza
desconocida tras el liderazgo de un hombre a la altura de las
circunstancias. Con la razón y un justo liderazgo, el futuro es
nuestro.
Sólo cabe recordarle al chavismo que la desesperación es mala
consejera. Llegó el tiempo del cambio. Impedirlo sería arriesgar
una tragedia. Que no se les ocurra desatarla.