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ha llevado un tremendo susto Lula da Silva. Haber pellizcado
el sueño de una reelección en primera vuelta cuando hace
apenas un mes las encuestas lo situaban cómodamente por sobre
una diferencia de doce puntos con respecto a su inmediato
seguidor, el socialdemócrata Geraldo Alckmin, constituye más
que un sueño una pesadilla. Los efectos del escándalo
protagonizado por dirigentes de su partido están en pleno
desarrollo, y podrían seguir royendo las bases del respaldo
con que hasta ahora cuenta el presidente, afectando una
campaña que algunos pronostican sucia y violenta. En casos
como los que estamos viviendo en América Latina – Perú y
México son ya emblemáticos – las simples matemáticas no
cuentan. Cuenta una ciudadanía polarizada que reacciona de
manera inesperada ante eventos imponderables, como una
denuncia de corrupción, la ingerencia de un mandatario
extranjero en asuntos estrictamente internos o cualquier otro
paso en falso.
Lamentables las declaraciones de Marco Aurelio
García, jefe de la campaña del presidente brasileño, quien
reconocía el peso de las denuncias del acto de guerra sucia
adelantado por dirigentes de su partido en esta sorprendente
inclinación de la balanza a favor de los otros dos candidatos.
Porque no es el primero ni seguramente será el último de los
actos ilegales que nos muestren a un partido arrogante,
soberbio y prepotente, poco inclinado a entendimientos
auténticamente democráticos, que no le hace asco a maniobras
de corrupción si de atornillarse en el Poder se trata.
Los efectos están a la vista: "Lo que está
ocurriendo no es bueno para el país. Son los ricos contra los
pobres, el Nordeste contra el Sudeste. Eso es malo para
Brasil” - comentaba ayer Ciro Gomes, ex ministro de
Integración de Lula que tiene pretensiones de ser el hombre
del oficialismo para el 2010. Es uno de los efectos de un
gobierno que ha fracasado en desarrollar una política de
auténtica integración nacional y si bien no ha llevado las
cosas al extremo disolvente y rupturista de Hugo Chávez,
tampoco ha sabido desarrollar una política de continuidad con
los esfuerzos de Fernando Enrique Cardoso por hacer del Brasil
una potencia mundial con inclusión y homogeneidad.
La factura que el país le ha pasado al PT ha sido
tremenda. Y sólo la popularidad de Lula ha permitido
maquillarla. En los hechos, el partido de Lula ha sido
revolcado por la oposición. En diputados no tiene mayoría ni
para aprobar una ley simple. Y en el senado la debacle es aún
mayor: no alcanza al tercio del foro. En Sao Paulo, corazón
industrial del Brasil y desde siempre bastión del lulismo, dos
de cada tres electores le han vuelto la espalda. Pierde las
gobernaciones de Sao Paulo, Minas Gerais y posiblemente Río de
Janeiro. Y sólo después de la segunda vuelta se sabrá cuántas
otras gobernaciones pasan a manos de la oposición. Incluso
Collor de Mello regresa a Brasilia como senador representando
a Alagoas. El vuelco es brutal. Independientemente de que Lula
gane o pierda en su segundo intento: el Poder se le ha
escapado de las manos. Será un prisionero de la oposición.
Este hecho configura un panorama novedoso en lo
que parecía una avalancha de la izquierda radical en América
Latina: Costa Rica, Colombia, Chile, Perú y México optaron
por gobernantes de centro. Brasil rechaza hipotecar su futuro
político dejándolo en manos de un partido de izquierda que no
ha sabido levantar un programa de integración nacional. El
resultado es desolador para las esperanzas de quien se salva
hasta ahora sólo porque ha dado pruebas de ser un auténtico
demócrata. Así se encuentre en mala compañía.
No nos cansaremos de señalarlo: es la hora de
superar maniqueísmos y apuntar a políticas de consenso
siguiendo el ejemplo de la centrista concertación nacional
chilena. Las elecciones brasileñas podrían estar dando señales
de alarma para toda la región. El primero en poner las barbas
en remojo debiera ser Hugo Chávez. Parafraseando la vieja
sentencia de tradición penitenciaria: el extremismo no paga.
Las corruptelas tampoco.