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El asesinato de Danilo Anderson
por Manuel Malaver
 domingo, 21 noviembre 2004


 
         

 

No hay duda que con el repudiable atentado terrorista que la noche del jueves cobró la vida del fiscal, Danilo Anderson, vuelve a sonar la alarma sobre la fragilidad de la línea roja que en Venezuela separa los estados de “guerra y paz” después de un deterioro de casi 6 años.

Precariedad que es también un milagro, ya que es opinión de propios y extraños, de historiadores, analistas, cronistas y otros expertos en el pulso de nuestro desgarrado mundo, que por mucho menos, cualquier otro país habría desembocado en una pavorosa e inenarrable guerra civil.

Debemos admitir, sin embargo, que lo del atentado contra el fiscal, Anderson, parecería estar inscrito en una escalada, pues como señaló el Fiscal General de la República, Isaías Rodríguez: “Es evidente que los primeros atentados terroristas, aquellos que se llevaron a cabo en el 2002 y el 2003 contra las embajadas de España, Colombia y un centro de comunicaciones, eran con fines propagandísticos, de hacer ruido y llamar la atención. Ahora no, ahora tenemos el primer atentado que buscó consciente y alevosamente cegar una vida humana”.

En el mismo sentido se pronunció el abogado penalista, Alberto Arteaga Sánchez, en un artículo memorable,  “Una nueva escalada y una situación límite” publicado en “El Universal” del pasado sábado: “En Venezuela, en los últimos tiempos, en un clima de confrontación y de radicalización política se habían producido lamentables hechos y atentados, aun no esclarecidos, pero no habíamos llegado a situaciones límite como la de planificar la muerte de un hermano con los instrumentos y los medios del más crudo y alevoso terrorismo”.

O sea, que de estar en lo cierto el Fiscal General, Isaías Rodríguez y el abogado penalista, Arteaga Sánchez, como en efecto lo están, el próximo atentado ya no sería  propagandístico o selectivo, sino el masivo, aquel que atenta contra cientos o miles de seres humanos y queda sellado en el inconsciente colectivo con todos los ribetes, ingredientes y acideces del pavor y del horror.

Tal los que se hicieron en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, en Nairobi el 7 de agosto de 1998, en Nueva York el 11 de septiembre del 2001 y en Madrid el 11 de marzo del año en curso.

Pienso que fue justamente a ese tipo de atentado al que quiso referirse el presidente Chávez en su alocución del viernes en la noche, al comentar una y otra vez el texto reciente de Iñigo Pacheco López, sobre los atentados de Madrid, (“11-M, la respuesta”. Ediciones: Asociación Amigos del Arte Popular. Abril, 2004) si bien su retórica sobre un tema que evidentemente no domina, no le permitió aterrizar en una preocupación que es fundamental en este momento para la conservación de la precaria paz social que aun queda en Venezuela.

La formulo con unas preguntas: ¿Actuarán los factores políticos umbilicalmente atados al futuro institucional del país con la responsabilidad suficiente que les permita  agenciar políticas que corten en dos la escalada que de continuar nos conduciría a repetir la historia de los atentados masivos de Oklahoma City, Nairobi, Nueva York y Madrid?

¿Estarán conscientes de que aún estamos a tiempo de parar la escalada y que la única fórmula de lograrlo es con un acuerdo que ponga a fin a la extrema polarización, ahogue las ilegalidades y la impunidad, el clima de intolerancia y exclusión, reinstitucionalice al país y aísle a los incontrolables de todos los bandos, tanto a los que quieren desbancar al gobierno, como los que quieren desbancar a la oposición democrática?

“Si el grupo que actuó está enfrentado al gobierno o no” dice el periodista, Francisco Olivares, en su columna, “Puerta Franca” de  “El Universal” del mismo sábado “es secundario frente a la necesidad de que en Venezuela, sean del bando que sean, estas células o grupos radicales sean aislados, perseguidos y encarcelados antes de que el terrorismo tome los espacios de la democracia y el diálogo, que en estos momentos es más urgente que nunca”.

Debo señalar a este respecto que fue muy reconfortante oír la misma mañana del viernes, -cuando ya se podía afirmar que el ciudadano objeto del atentado era el fiscal, Danilo Anderson- al ministro del Interior y Justicia, Jesse Chacón, llamando a los cuerpos policiales y a los parciales del gobierno a no condenar a priori a nadie, esperar el resultado de las investigaciones y hacer votos para que prevaleciera la calma, la ecuanimidad y el equilibrio en momentos tan difíciles y fundamentales  para la paz social del país.

Igual que lo hicieron el presidente de la República, Hugo Chávez Frías, la noche del viernes, en la alocución que ya hemos comentado; y  el vicepresidente, José Vicente Rangel, la tarde de ese mismo día, cuando salió a recoger unas declaraciones destempladas que dio en la mañana, y en las que, muy en su estilo, ya había descubierto unos culpables de su propia inspiración.

En definitiva, un día de rabia, estupefacción y confusión que concluyó con un hondo respiro, ya que pareció que el gobierno estaba haciendo la lectura correcta de los sucesos y pensando en adoptar las únicas políticas posibles para evitar que el país se despeñe por una espiral de odio, destrucción y terror.

Porque vamos a estar claros, frente a sucesos como los que condujeron al asesinato de Danilo Anderson solo cabe una de dos reacciones: o la de responder al terror con terror y a la sangre con sangre y abrir el cauce de los atentados masivos que se retroalimentan en un horror de nunca acabar; o la de enfrentarlos con un acuerdo  que involucre a las mayorías nacionales, las que están decididas a que sus diferencias políticas no se conviertan en diferencias sangrientas, y puedan aislar y derrotar a los terroristas para no permitir que la plaga se extienda.

Un ejemplo del primer caso podríamos encontrarlo en la Rusia Soviética de comienzos de los 30, cuando el líder comunista, Serge Kirov, fue asesinado el 1º  de diciembre de 1934, en un atentado ordenado por Stalín en la idea de atribuírselo a la oposición troskista y comenzar una orgía de sangre que no amainó hasta 1938 cuando se realizó el último de los juicios de Moscú.

Teatro de la muerte que seguía la pauta del guión creado por Hitler cuando hizo quemar la sede del parlamento alemán, el Reichstag, el 27 de febrero de 1933 para dar inicio a la construcción del estado policial más feroz y asesino que conoce la historia  e igualmente con una ola de represión y terror que dio cuenta de las vidas de miles de alemanes y judíos.

En la acera de enfrente, o sea, como ejemplo del segundo caso, podríamos citar la hábil y compleja política antiterrorista llevada a cabo por la restaurada democracia española de comienzos de los 80, enfrentada al terrorismo de un ala del nacionalismo vasco, de la ETA, pero no confundiendo al nacionalismo con el terrorismo, ni con el enorme sentimiento autonomista que es una de las características de la sociedad española de antes y de ahora.

El resultado fue el aislamiento de los terroristas y el fortalecimiento de la democracia y las autonomías que hoy pueden anunciar con fundamentos que la ETA está cada vez más cerca de su final.

Insistimos, ojalá sea el camino de los españoles el adoptado por las autoridades nacionales y que pronto podamos contar con un país reconciliado donde los pistoleros de Puente LLaguno, los mismos que Danilo Anderson buscó condenar inútilmente; los asesinos de Maritza Ron, los que casi mataron al diputado Marín, los autores del atentado contra Danilo Anderson y quienes desaparecieron a Silvino Bustillos, den cuenta de sus actos.

Un país, en fin, sin presos políticos y donde los venezolanos auténticamente democráticos podamos emprender la inmensa tarea de derrotar al terrorismo.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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