No
hay duda que con el repudiable atentado terrorista que la noche
del jueves cobró la vida del fiscal, Danilo Anderson, vuelve a
sonar la alarma sobre la fragilidad de la línea roja que en
Venezuela separa los estados de “guerra y paz” después de un
deterioro de casi 6 años.
Precariedad que es
también un milagro, ya que es opinión de propios y extraños, de
historiadores, analistas, cronistas y otros expertos en el pulso
de nuestro desgarrado mundo, que por mucho menos, cualquier otro
país habría desembocado en una pavorosa e inenarrable guerra
civil.
Debemos admitir,
sin embargo, que lo del atentado contra el fiscal, Anderson,
parecería estar inscrito en una escalada, pues como señaló el
Fiscal General de la República, Isaías Rodríguez: “Es evidente
que los primeros atentados terroristas, aquellos que se llevaron
a cabo en el 2002 y el 2003 contra las embajadas de España,
Colombia y un centro de comunicaciones, eran con fines
propagandísticos, de hacer ruido y llamar la atención. Ahora no,
ahora tenemos el primer atentado que buscó consciente y
alevosamente cegar una vida humana”.
En el mismo sentido
se pronunció el abogado penalista, Alberto Arteaga Sánchez, en
un artículo memorable, “Una nueva escalada y una situación
límite” publicado en “El Universal” del pasado sábado: “En
Venezuela, en los últimos tiempos, en un clima de confrontación
y de radicalización política se habían producido lamentables
hechos y atentados, aun no esclarecidos, pero no habíamos
llegado a situaciones límite como la de planificar la muerte de
un hermano con los instrumentos y los medios del más crudo y
alevoso terrorismo”.
O sea, que de estar
en lo cierto el Fiscal General, Isaías Rodríguez y el abogado
penalista, Arteaga Sánchez, como en efecto lo están, el próximo
atentado ya no sería propagandístico o selectivo, sino el
masivo, aquel que atenta contra cientos o miles de seres humanos
y queda sellado en el inconsciente colectivo con todos los
ribetes, ingredientes y acideces del pavor y del horror.
Tal los que se
hicieron en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, en Nairobi el
7 de agosto de 1998, en Nueva York el 11 de septiembre del 2001
y en Madrid el 11 de marzo del año en curso.
Pienso que fue
justamente a ese tipo de atentado al que quiso referirse el
presidente Chávez en su alocución del viernes en la noche, al
comentar una y otra vez el texto reciente de Iñigo Pacheco
López, sobre los atentados de Madrid, (“11-M, la respuesta”.
Ediciones: Asociación Amigos del Arte Popular. Abril, 2004) si
bien su retórica sobre un tema que evidentemente no domina, no
le permitió aterrizar en una preocupación que es fundamental en
este momento para la conservación de la precaria paz social que
aun queda en Venezuela.
La formulo con unas
preguntas: ¿Actuarán los factores políticos umbilicalmente
atados al futuro institucional del país con la responsabilidad
suficiente que les permita agenciar políticas que corten en dos
la escalada que de continuar nos conduciría a repetir la
historia de los atentados masivos de Oklahoma City, Nairobi,
Nueva York y Madrid?
¿Estarán
conscientes de que aún estamos a tiempo de parar la escalada y
que la única fórmula de lograrlo es con un acuerdo que ponga a
fin a la extrema polarización, ahogue las ilegalidades y la
impunidad, el clima de intolerancia y exclusión,
reinstitucionalice al país y aísle a los incontrolables de todos
los bandos, tanto a los que quieren desbancar al gobierno, como
los que quieren desbancar a la oposición democrática?
“Si el grupo que
actuó está enfrentado al gobierno o no” dice el periodista,
Francisco Olivares, en su columna, “Puerta Franca” de “El
Universal” del mismo sábado “es secundario frente a la necesidad
de que en Venezuela, sean del bando que sean, estas células o
grupos radicales sean aislados, perseguidos y encarcelados antes
de que el terrorismo tome los espacios de la democracia y el
diálogo, que en estos momentos es más urgente que nunca”.
Debo señalar a este
respecto que fue muy reconfortante oír la misma mañana del
viernes, -cuando ya se podía afirmar que el ciudadano objeto del
atentado era el fiscal, Danilo Anderson- al ministro del
Interior y Justicia, Jesse Chacón, llamando a los cuerpos
policiales y a los parciales del gobierno a no condenar a priori
a nadie, esperar el resultado de las investigaciones y hacer
votos para que prevaleciera la calma, la ecuanimidad y el
equilibrio en momentos tan difíciles y fundamentales para la
paz social del país.
Igual que lo
hicieron el presidente de la República, Hugo Chávez Frías, la
noche del viernes, en la alocución que ya hemos comentado; y el
vicepresidente, José Vicente Rangel, la tarde de ese mismo día,
cuando salió a recoger unas declaraciones destempladas que dio
en la mañana, y en las que, muy en su estilo, ya había
descubierto unos culpables de su propia inspiración.
En definitiva, un
día de rabia, estupefacción y confusión que concluyó con un
hondo respiro, ya que pareció que el gobierno estaba haciendo la
lectura correcta de los sucesos y pensando en adoptar las únicas
políticas posibles para evitar que el país se despeñe por una
espiral de odio, destrucción y terror.
Porque vamos a
estar claros, frente a sucesos como los que condujeron al
asesinato de Danilo Anderson solo cabe una de dos reacciones: o
la de responder al terror con terror y a la sangre con sangre y
abrir el cauce de los atentados masivos que se retroalimentan en
un horror de nunca acabar; o la de enfrentarlos con un acuerdo
que involucre a las mayorías nacionales, las que están
decididas a que sus diferencias políticas no se conviertan en
diferencias sangrientas, y puedan aislar y derrotar a los
terroristas para no permitir que la plaga se extienda.
Un ejemplo del
primer caso podríamos encontrarlo en la Rusia Soviética de
comienzos de los 30, cuando el líder comunista, Serge Kirov, fue
asesinado el 1º de diciembre de 1934, en un atentado ordenado
por Stalín en la idea de atribuírselo a la oposición troskista y
comenzar una orgía de sangre que no amainó hasta 1938 cuando se
realizó el último de los juicios de Moscú.
Teatro de la muerte
que seguía la pauta del guión creado por Hitler cuando hizo
quemar la sede del parlamento alemán, el Reichstag, el 27 de
febrero de 1933 para dar inicio a la construcción del estado
policial más feroz y asesino que conoce la historia e
igualmente con una ola de represión y terror que dio cuenta de
las vidas de miles de alemanes y judíos.
En la acera de
enfrente, o sea, como ejemplo del segundo caso, podríamos citar
la hábil y compleja política antiterrorista llevada a cabo por
la restaurada democracia española de comienzos de los 80,
enfrentada al terrorismo de un ala del nacionalismo vasco, de la
ETA, pero no confundiendo al nacionalismo con el terrorismo, ni
con el enorme sentimiento autonomista que es una de las
características de la sociedad española de antes y de ahora.
El resultado fue el
aislamiento de los terroristas y el fortalecimiento de la
democracia y las autonomías que hoy pueden anunciar con
fundamentos que la ETA está cada vez más cerca de su final.
Insistimos, ojalá sea el camino de
los españoles el adoptado por las autoridades nacionales y que
pronto podamos contar con un país reconciliado donde los
pistoleros de Puente LLaguno, los mismos que Danilo Anderson
buscó condenar inútilmente; los asesinos de Maritza Ron, los que
casi mataron al diputado Marín, los autores del atentado contra
Danilo Anderson y quienes desaparecieron a Silvino Bustillos,
den cuenta
de sus actos.
Un país, en fin,
sin presos políticos y donde los venezolanos auténticamente
democráticos podamos emprender la inmensa tarea de derrotar al
terrorismo.