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Antiyanquismo y antisemitismo europeos
por Aníbal Romero
miércoles, 20 septiembre 2006

 

     El antiyanquismo que invade a Europa no es nuevo, ni está directamente vinculado a las políticas del Presidente Bush. Estas políticas son la excusa para que el antiyanquismo se manifieste de modo más abierto. La solidaridad que los europeos expresaron el 11 de septiembre de 2001 fue tan sentimental como frágil, y jamás implicó una verdadera decisión de enfrentar las consecuencias de ese evento traumático. Los europeos se conmovieron por el drama, pero no estuvieron dispuestos a encarar sus posteriores retos. No pocos olvidan que Saddam Hussein había burlado por años las sanciones de la ONU, y su permanencia en el poder se prolongaba con la ayuda de inversiones francesas y rusas, entre otras.  

    El antiyanquismo europeo es producto de una crisis de identidad, la de un continente que no encuentra qué papel jugar en el mundo excepto diferenciarse de Washington. Como lo apuntaba hace pocos días el Ministro francés del Interior Nicolás Sarkozy, de visita en la Casa Blanca, hay también en las actitudes europeas un inocultable elemento de envidia hacia el poder y éxito de Estados Unidos.  

    El antiyanquismo europeo viene de lejos. Recuerdo los sucesos de los años ochenta, cuando el Presidente Reagan —tan odiado por la izquierda internacional como ahora Bush— enfrentó a los soviéticos, y ante el despliegue por parte de Moscú de los misiles SS-20 colocó en Europa baterías de misiles Pershing-2, desatando la ira de la opinión bienpensante del viejo continente. Conservo vívidas imágenes de las "marchas por la paz" realizadas por miles de tontos útiles del totalitarismo, que rodeaban las bases militares norteamericanas en Gran Bretaña y Alemania y comparaban a Reagan con Hitler. 

    A Reagan —como a Bush— le subestimaban, y la izquierda europea no le perdonará jamás haber puesto de rodillas a la Unión Soviética y acabado con el mito comunista. Con la caída del muro de Berlín esa izquierda perdió mucho más que un sueño: perdió de hecho la brújula política, hasta el punto de que hoy se encuentra muchas veces aliada con el radicalismo islámico y hace comparsa al antisemitismo. Este último, desde luego, tampoco es original, y se combina con el antiyanquismo para ubicar a Washington y Jerusalén como blancos favoritos de la política exterior de una desorientada Unión Europea.

    Decía el historiador galés Christopher Dawson que "la religión es la clave de la historia, y es imposible entender una cultura a menos que entendamos sus fuentes religiosas". La decadencia espiritual de Europa surge de su acelerada desconexión con el legado religioso cristiano, que moldeó su devenir por siglos. Las grandes catedrales europeas son hoy objetos turísticos y no templos de culto, y el relativismo moral ha extraviado a Europa hasta el punto de condenarla a una verdadera catástrofe demográfica, fácilmente constatable aún por el observador más distraído.  

    Ya en los pasados años noventa las muertes comenzaron a superar los nacimientos en Europa, con excepción de las comunidades inmigrantes musulmanas.  Los europeos no quieren tener hijos, ni responsabilizarse por un mundo al que contemplan desde la comodidad de una vida muelle. Un quinto de los europeos son ya mayores de sesenta años, y en cuestión de pocas décadas la mitad lo será. Los europeos prefieren sus placeres a su destino, y su política exterior apaciguadora hacia Irán, hacia Putin, hacia Saddam en su momento, hacia Castro y Chávez, tiene su base en la constatación, por parte de las élites del viejo continente, de que no sólo carecen de voluntad para confrontar el mal, sino que tampoco tienen jóvenes para arriesgarlos, y mucho menos convicción para sacrificar nada. La actual "misión" de la Unión Europea en el Líbano es una patética impostura que escuda a Hezbolá. 

    El antiyanquismo y el antisemitismo que cunden en Europa se explican por el miedo. Europa cuestiona a Washington e Israel porque le recuerdan que la Historia no ha terminado, que el mal existe, que a veces las guerras son necesarias, y que hay amenazas que no desaparecerán por encanto. Europa no desea que la despierten de su soporífico e inmóvil bienestar, y procura apartar la vista de lo trágico en la existencia, regocijándose entretanto con sus fantasías. Hasta el Papa se ha visto forzado a bajar la cabeza, doblegado por el chantaje multicultural que asfixia al viejo continente, un continente agotado en sus iglesias vacías y maternidades desoladas.

 
 
 
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