El
antiyanquismo que invade a Europa no es nuevo, ni está
directamente vinculado a las políticas del Presidente Bush.
Estas políticas son la excusa para que el antiyanquismo se
manifieste de modo más abierto. La solidaridad que los europeos
expresaron el 11 de septiembre de 2001 fue tan sentimental como
frágil, y jamás implicó una verdadera decisión de enfrentar las
consecuencias de ese evento traumático. Los europeos se
conmovieron por el drama, pero no estuvieron dispuestos a
encarar sus posteriores retos. No pocos olvidan que Saddam
Hussein había burlado por años las sanciones de la ONU, y su
permanencia en el poder se prolongaba con la ayuda de
inversiones francesas y rusas, entre otras.
El antiyanquismo
europeo es producto de una crisis de identidad, la de un
continente que no encuentra qué papel jugar en el mundo excepto
diferenciarse de Washington. Como lo apuntaba hace pocos días el
Ministro francés del Interior Nicolás Sarkozy, de visita en la
Casa Blanca, hay también en las actitudes europeas un
inocultable elemento de envidia hacia el poder y éxito de
Estados Unidos.
El antiyanquismo
europeo viene de lejos. Recuerdo los sucesos de los años
ochenta, cuando el Presidente Reagan —tan odiado por la
izquierda internacional como ahora Bush— enfrentó a los
soviéticos, y ante el despliegue por parte de Moscú de los
misiles SS-20 colocó en Europa baterías de misiles Pershing-2,
desatando la ira de la opinión bienpensante del viejo
continente. Conservo vívidas imágenes de las "marchas por la
paz" realizadas por miles de tontos útiles del totalitarismo,
que rodeaban las bases militares norteamericanas en Gran Bretaña
y Alemania y comparaban a Reagan con Hitler.
A Reagan —como a
Bush— le subestimaban, y la izquierda europea no le perdonará
jamás haber puesto de rodillas a la Unión Soviética y acabado
con el mito comunista. Con la caída del muro de Berlín esa
izquierda perdió mucho más que un sueño: perdió de hecho la
brújula política, hasta el punto de que hoy se encuentra muchas
veces aliada con el radicalismo islámico y hace comparsa al
antisemitismo. Este último, desde luego, tampoco es original, y
se combina con el antiyanquismo para ubicar a Washington y
Jerusalén como blancos favoritos de la política exterior de una
desorientada Unión Europea.
Decía el historiador galés Christopher Dawson que "la religión
es la clave de la historia, y es imposible entender una cultura
a menos que entendamos sus fuentes religiosas". La decadencia
espiritual de Europa surge de su acelerada desconexión con el
legado religioso cristiano, que moldeó su devenir por siglos.
Las grandes catedrales europeas son hoy objetos turísticos y no
templos de culto, y el relativismo moral ha extraviado a Europa
hasta el punto de condenarla a una verdadera catástrofe
demográfica, fácilmente constatable aún por el observador más
distraído.
Ya en los
pasados años noventa las muertes comenzaron a superar los
nacimientos en Europa, con excepción de las comunidades
inmigrantes musulmanas. Los europeos no quieren tener hijos, ni
responsabilizarse por un mundo al que contemplan desde la
comodidad de una vida muelle. Un quinto de los europeos son ya
mayores de sesenta años, y en cuestión de pocas décadas la mitad
lo será. Los europeos prefieren sus placeres a su destino, y su
política exterior apaciguadora hacia Irán, hacia Putin, hacia
Saddam en su momento, hacia Castro y Chávez, tiene su base en la
constatación, por parte de las élites del viejo continente, de
que no sólo carecen de voluntad para confrontar el mal, sino que
tampoco tienen jóvenes para arriesgarlos, y mucho menos
convicción para sacrificar nada. La actual "misión" de la Unión
Europea en el Líbano es una patética impostura que escuda a
Hezbolá.
El antiyanquismo
y el antisemitismo que cunden en Europa se explican por el
miedo. Europa cuestiona a Washington e Israel porque le
recuerdan que la Historia no ha terminado, que el mal existe,
que a veces las guerras son necesarias, y que hay amenazas que
no desaparecerán por encanto. Europa no desea que la despierten
de su soporífico e inmóvil bienestar, y procura apartar la vista
de lo trágico en la existencia, regocijándose entretanto con sus
fantasías. Hasta el Papa se ha visto forzado a bajar la cabeza,
doblegado por el chantaje multicultural que asfixia al viejo
continente, un continente agotado en sus iglesias vacías y
maternidades desoladas.
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