El
segundo al mando de Al-Queda, señor Ayman Al-Zawahri, aseveró
hace poco que el Presidente Bush es "mentiroso y fracasado". Por
su parte el escritor Carlos Fuentes asegura que Bush es un
"cretino". El Jefe del Estado venezolano, de su lado, afirmó que
Bush es el diablo y de paso un "borracho". Diversos columnistas
en este diario nos dicen que "lo mejor de Bush es su
alcoholismo", y a la vez que "dejar de beber fue su única guerra
digna". Otro articulista de El Nacional se explayó en adjetivos,
explicando que Bush es "autoritario, fanático, intolerante,
belicista, narciso, alucinado e históricamente irresponsable",
en tanto que un tercero le calificó de "adversario de segunda
clase" (¿qué pensará Saddam Hussein de esto último?).
Lo intrigante de
esta retahíla de insultos es su origen variopinto. Se entiende
que un líder de Al-Queda, y el caudillo venezolano, detesten a
Bush, ¿mas por qué semejante odio en personas comprometidas con
la libertad y la democracia? Si uno indaga con lupa las
acusaciones contra Bush, y olvida por un momento las palabrotas,
el punto específico que suscita la ira de los críticos es la
guerra de Irak. Ello no deja de sorprender. Al fin y al cabo
Irak ha sido liberado de una cruel tiranía, se han celebrado en
el país tres elecciones limpias con participación masiva, existe
una Constitución bastante decente y "progresista", muchos gozan
de libertades con las que jamás soñaron, en particular las
mujeres, y un gobierno electo lucha contra una insurgencia
sustentada en el asesinato de civiles mediante el suicidio
terrorista. ¿Entonces, por qué tanto odio contra Bush?
Lo más insensato
del fenómeno es que en la medida que las acusaciones se basan en
algo, pronto se percibe que son mentiras. Se dice que Bush actuó
unilateralmente y sin consultar a sus aliados. No es cierto.
Washington dedicó ocho meses a buscar un consenso en la ONU para
que Saddam Hussein aceptase las resoluciones del Consejo de
Seguridad. Fue sólo cuando se hizo evidente que Francia y Rusia
bloquearían cualquier acción efectiva, debido a sus lucrativos
vínculos económicos con Saddam, que Bush decidió atacar, y al
hacerlo contó con el apoyo de 49 países dispuestos a derrocar al
dictador. Se dice igualmente que no había armas de destrucción
masiva en Irak, y que ésta fue una falsa excusa esgrimida por
Bush para invadir. No es cierto. Todos los servicios de
inteligencia occidentales estaban convencidos de que Saddam
poseía armas de destrucción masiva, o tenía los medios para
producirlas a corto plazo. Así que sólo luego de la ocupación se
conoció la verdad.
La semana
pasada, en otra muestra de su falta de ecuanimidad, el New York
Times y el Washington Post publicaron comentarios a un reporte
de inteligencia de hace varios meses (también reproducidos en El
Nacional), según los cuales la guerra de Irak ha "incrementado
la amenaza del terrorismo islámico". No se dieron cifras, no se
presentó evidencia alguna, ni siquiera se citó el texto
directamente, y a ninguno de estos diarios se le ocurrió
preguntar cómo es que desde que empezó la guerra no ha tenido
lugar un nuevo ataque terrorista en Estados Unidos. Aparte del
deseo de la prensa de izquierda estadounidense de favorecer al
partido Demócrata en las venideras elecciones legislativas,
detrás de esas informaciones —incompletas, distorsionadas, y
manipuladoras— se refugia un sector de opinión en Occidente que
no admite la realidad de la amenaza radicalismo islámico. Esta
amenaza comenzó mucho antes de la guerra de Irak, y es obvio que
un posible éxito del experimento de cambio político en esa
nación exacerba los ánimos de los que en el mundo islámico dan
la espalda a la democracia, la tolerancia religiosa, y la
libertad de pensamiento.
Estados Unidos
está tratando de generar una transformación política positiva en
el mundo islámico, una transformación cuyo epicentro se
encuentra en Irak, dirigida a enfrentar creativamente a esa
civilización con la modernidad. Como ha dicho Bernard Lewis,
destacado historiador en Princeton: "Llévenles la libertad, o
nos destruirán". Si el experimento fracasa la civilización
islámica padecerá una aún más pronunciada regresión despótica y
mesiánica. Esto no quieren entenderlo los críticos de Bush, que
no caen en cuenta de que un fracaso en Irak no será exclusivo
del Presidente norteamericano sino de Occidente como un todo. El
odio hacia Bush no propone otra alternativa que la derrota. Bush
es odiado porque ha forzado a Occidente a contemplar verdades
que nuestras sociedades opulentas y despistadas intentan evadir.
De allí que ese odio se haya convertido en una patología
política tan irracional como incurable.