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año se cumplen treinta desde la publicación inicial del libro de
Carlos Rangel, Del buen salvaje al buen revolucionario.
Releyéndole, me impacta la frescura de sus ideas, y compruebo
las razones de su prolongada vigencia. Con admirable lucidez
Rangel sometió a cirugía los mitos que tranquilizan las
conciencias latinoamericanas. Si asumimos que tales mitos son
espacios sicológicos que ofrecen refugio para orientarnos en la
vida, es comprensible que la implacable crítica de Rangel haya
horadado una cultura política complaciente y extraviada en sus
espejismos. Como afirmó en el libro, los latinoamericanos "nos
mentimos a nosotros mismos, y aceptamos además fácilmente
cualquier mentira ajena que nos alivie de nuestra humillación".
Al destruir los mitos, Rangel sacudió los espíritus.
El libro de Rangel sigue siendo una especie
de cartucho de dinamita arrojado en medio de una fiesta, en este
caso la engañosa fiesta en que se deleita una América Latina
acosada por sus tropiezos. De un lado, los latinoamericanos
acogemos con beneplácito el mito del buen salvaje, del hombre
puro y simple corrompido por una sociedad injusta y explotadora,
una sociedad que sin embargo se redime mediante utopías
colectivistas. De otro lado, la humillación que se deriva de la
brecha entre el inmenso poder de Estados Unidos y las
divisiones, atraso, e inestabilidad latinoamericana genera el
mito del buen revolucionario, arquetipo del latinoamericano que
culpa al coloso norteño por todos nuestros males, y dedica su
existencia a luchar contra "el imperio".
Lo que más llama la atención cuando se
regresa a este valiente libro es lo poco que hemos aprendido.
Rangel asevera, por ejemplo, que "la ambición secreta que vive
en el corazón de cada latinoamericano" consiste en "desafiar a
los Estados Unidos, romper con los Estados Unidos, como desquite
no sólo por los atropellos y las humillaciones particulares y
concretos sufridos por los latinoamericanos colectiva e
individualmente a manos de los yanquis, sino sobre todo por la
humillación y el escándalo generales que significan el éxito
norteamericano y el fracaso latinoamericano". Al momento de
escribir esas líneas Rangel tenía en mente a Fidel Castro. Uno
se pregunta: ¿Qué hubiese pensado de haber contemplado, tres
décadas más tarde, a Hugo Chávez y sus delirios mesiánicos,
exhibidos sin pudor alrededor del mundo?.
Rangel fue claro al señalar que "el
imperialismo norteamericano en América Latina no es, desde
luego, ningún mito. Sólo que es una consecuencia y no una causa
del poder norteamericano y de nuestra debilidad. Hasta el
despojo más inicuo, por reprobable que sea, no excusa de buscar
una explicación racional para la fuerza del ladrón y la
debilidad de la víctima". En buena medida su libro es un intento
de explicar ese abismo, y aunque su extenso ensayo no elabora
propuestas explícitas, queda implícita la convicción por parte
del autor de que sólo abandonando esos mitos, reconfortantes
pero falsos, asumiendo nuestras responsabilidades, y superando
el complejo de inferioridad que se escuda tras las fantasías del
buen salvaje y el buen revolucionario, seremos capaces los
latinoamericanos de construir naciones prósperas y estables, y
una relación madura y mutuamente beneficiosa con Estados
Unidos.
¿Es esa meta factible? Quizás, pero los
síntomas negativos son múltiples. A pesar del descrédito del
socialismo a nivel planetario, todavía se reivindican en nuestro
medio las fórmulas del fracaso, y algunos hasta sostienen que el
socialismo es "humanista". El antiyanquismo sigue siendo la
moneda corriente entre buena parte de la intelectualidad
latinoamericana, cuya visión del mundo continúa ubicada a la
izquierda, y es tan profundo ese sentimiento que personas
presuntamente ponderadas terminan convertidas —a la manera de
Chávez— en apologistas de Noam Chomsky (el mismo que en su
momento apoyó las matanzas de Pol Pot en Camboya, y hoy respalda
a Kim Jong-Il). El Ché Guevara, cruel símbolo de una inmensa
decepción, aún enciende las emociones de muchos en nuestras
tierras. La Presidenta chilena, confundida por los mitos, duda
sobre su voto en la ONU por temor a ser vista junto a
Washington. Cuba permanece asfixiada de totalitarismo, y los
Jefes de Estado de Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela
enarbolan la retórica del buen salvaje mezclándola con la del
buen revolucionario.
¿Tuvo no obstante sentido la audaz empresa
intelectual de Carlos Rangel, y los costos personales que pagó
por su coraje político? Pienso que sí, pues los mitos de siempre
fueron develados por su pluma certera como lo que realmente son:
ilusiones sin destino.