La política exterior
de Hugo Chávez tiene como rasgo principal la brecha que ha
abierto entre el fortalecimiento del régimen, de un lado, y de
otro los intereses de la nación como tales. Dicho de otra
manera, se trata de una política exterior que tiene como
objetivo prioritario garantizar la perdurabilidad del régimen,
aunque ello signifique afectar negativamente, o sacrificar
plenamente, los intereses fundamentales del país.
Durante las pasadas cinco décadas, la proyección exterior de
Venezuela ha estado impulsada por la influencia decisiva del
petróleo y del mesianismo bolivariano. Ambos factores se han
combinado para producir en nuestros dirigentes una percepción
exagerada del poderío del país, así como para hacerles creer que
Venezuela tiene una misión especial, distinta y superior a la de
otras naciones, y vinculada a un propósito liberador tan
elocuente como indefinido. Esa conciencia de poderío, y ese
sentido de misión, llevaron a los gobiernos de la época
democrática a afanarse en la búsqueda de quimeras, que
incluyeron desde le Justicia Social Internacional hasta la
creación de un Nuevo Orden Económico global, sin olvidar toda
suerte de proyectos y sueños integracionistas, y otros por el
estilo, siempre caracterizados por su carencia de realismo y la
perenne desconexión entre fines y medios.
También durante el período
democrático, se presentó un interesante caso de separación entre
el interés del régimen de turno y los del país como un todo,
mediante la formulación de la denominada Doctrina Betancourt,
que nos forzaba a romper relaciones con todo gobierno del área
latinoamericana que surgiese de un golpe de Estado. Semejante
doctrina empujó a Venezuela a un significativo aislamiento en la
región, y aunque tenía cierta nobleza de intenciones —respaldar
la incipiente democracia venezolana—, sus efectos concretos
nunca se correspondieron con sus infladas ambiciones. Lo mejor
que puede decirse al respecto es que la Doctrina Betancourt
representó un preludio de los preceptos plasmados en la actual
Carta Democrática Interamericana.
El gobierno de
Hugo Chávez ha conducido a un extremo las siempre presentes
tendencias que mueven la fantasiosa diplomacia venezolana. Por
una parte, el mesianismo bolivariano se ha agudizado con el
mensaje revolucionario del Caudillo que hoy rige los destinos
del país. Por otra parte, los elevados precios petroleros han
acentuado la conciencia de poderío del gobierno, conciencia que
lleva al régimen a multiplicar a diario sus compromisos a nivel
regional y global. En tercer lugar, a los obstáculos sicológicos
normales, que han recurrentemente impedido a los
latinoamericanos adelantar una relación digna y mutuamente
beneficiosa con Estados Unidos, se añade ahora un elemento
ideológico adicional a la política exterior venezolana, que es
el furibundo e insensato anti-yanquismo de la "Revolución
Bolivariana".
La mezcla de estos
ingredientes ha conducido a la Venezuela de Chávez a
desprenderse gradualmente de la crucial conexión de nuestro país
con Estados Unidos, y a cambiarla por una asociación estratégica
con una nación en ruinas en lo moral y material, y con un
régimen agonizante, como lo es la Cuba castrista. De esta
manera, y acicateados por un delirio izquierdista sin asidero en
los deseos y esperanzas de la mayoría de los venezolanos,
Venezuela se ha colocado sobre un rumbo de enfrentamientos
crecientes con la más importante potencia del planeta, en medio
de la esquizofrenia que genera el hecho de que Estados Unidos
sigue siendo nuestro principal socio comercial. Además, el
régimen persigue ficciones hacia el Sur del hemisferio, muy
costosas en términos financieros y políticos, a pesar de que al
Norte tenemos al más voraz consumidor de petróleo y gas natural
de la tierra. Entretanto, los usualmente mediocres pero astutos
líderes latinoamericanos se aprovechan, con frío cálculo y
despiadado realismo, de las veleidades de Chávez, exprimiendo al
máximo a una Venezuela postrada y ahogada en petrodólares.
El régimen
revolucionario cree que está liberando al país, pero en verdad
lo que está logrando es aumentar de modo exponencial nuestras
vulnerabilidades estratégicas, sin lograr una sola alianza
sólida, excepto los pasajeros compromisos de díscolos clientes,
agradecidos por el derroche petrolero, y la oportunista
intromisión castrista, que eventualmente nos llevará a una grave
y perniciosa confrontación con Washington, sin que de todo ello
el país obtenga beneficio alguno, más allá de la satisfacción
de obsesiones ideológicas absolutamente fuera de lugar en el
mundo en que vivimos.
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