Pocos
jefes políticos modernos han sido tan irresponsables ante su
pueblo, el resto del mundo, y sus presuntos ideales, como el
dictador cubano Fidel Castro. Una percepción adecuada de la
magnitud de su irresponsabilidad histórica requiere empezar con
una constatación. Todos los déspotas que se han aferrado al
poder en nombre del socialismo marxista, y sólo lo han
abandonado a su muerte, han sido de inmediato y severamente
condenados por sus sucesores y el juicio de la historia. Lenin,
Stalin, Mao, y Kim Il Sung, entre otros, son hoy vistos como lo
que realmente fueron en vida: criminales carentes de escrúpulos,
dispuestos al asesinato en masa, y ajenos a cualquier límite o
piedad en cuanto al sufrimiento que causaron en su ejercicio del
mando. Podemos estar seguros que un juicio crítico similar, tal
vez aún más duro, caerá sobre la figura de Castro tan pronto
abandone la escena en la que por décadas se ha sostenido, sin
rendir cuentas a nadie de sus acciones. No cabrá extrañarse que
aquellos que vengan después de él, así sean sus actuales
cómplices en la tiranía, revelen la dolorosa verdad sobre Castro
al pueblo cubano, a objeto de distanciarse rápidamente de los
abusos y delitos del caudillo.
La irresponsabilidad histórica de Castro se patentiza por encima
de todo en el fracaso de una revolución que empezó proclamando a
un "hombre nuevo", y hoy contempla a diario a su gente desafiar
los tiburones caribeños para escapar de una isla devenida en
prisión gigantesca. El "hombre nuevo" revolucionario es un
producto de la escasez material y el adoctrinamiento espiritual,
una especie de zombi o fantasma del pasado, dedicado a medrar en
una sociedad empobrecida, atrasada y sumisa, que ha vivido por
años de la caridad interesada de otros, por un tiempo la de los
soviéticos y hoy la del rocambolesco gobierno venezolano. Ese
"hombre nuevo" nunca fue otra cosa que el pálido engendro de un
proceso político basado en la autocracia de Castro, quien ahora
se dispone a dejar el mundo habiéndose asegurado que nadie más,
excepto él mismo, ha sido libre en su país.
La esencia
hondamente irresponsable de la personalidad de Castro afloró con
claridad meridiana durante la crisis de los cohetes de 1962.
Testigos de su actuación durante esos dramáticos días, cuando el
mundo se colocó al borde del abismo de la guerra nuclear, dicen
que Castro se llenó de ira e indignación ante la decisión
soviética de retirar los misiles de Cuba, y que parecía preferir
una tragedia inimaginable a la humillación de ceder frente al
odiado enemigo "imperialista". El aventurerismo de Castro, su
absoluta carencia de un sentido de las proporciones, y su desdén
hacia los costos humanos y morales para su pueblo se pusieron
también de manifiesto en los esfuerzos de expandir la revolución
en América Latina y Africa. En este último caso, las
intervenciones cubanas con apoyo soviético en Etiopía, Angola,
Mozambique y otros países, dejaron tras de sí una secuela de
errores, corrupción y fracaso, que eventualmente se plasmaron en
el juicio y condena al General Ochoa, símbolo de la cruel
injerencia de Castro en el continente negro.
En cuanto a
América Latina, la revolución cubana jamás logró extenderse en
la región, y de hecho hoy constituye una especie de espejo en el
que pueden mirarse los pueblos latinoamericanos, para comprobar
lo que les espera si toman el camino de Cuba. En Chile, Panamá,
Grenada y Nicaragua, Castro halló inequívocas derrotas, así como
en Venezuela en los años sesenta. De todo esto quedaron el
derrocamiento de Allende y Noriega, la invasión norteamericana
en Grenada, y la guerra civil nicaragüense, con sus saldos de
frustración y futilidad.
Ahora, ya en
las postrimerías de su carrera, Fidel Castro se compromete a
fondo en Venezuela, escenario de sus primeras aventuras y
reveses. Castro ha encontrado en Hugo Chávez la mezcla de
ingenuo fervor, adulación, ansia de mando e irresponsabilidad
moral que le convierten en pieza ideal para, en primer término,
oxigenar económicamente su moribunda revolución en Cuba, y en
segundo lugar prolongar en lo posible su legado
desestabilizador, más allá de su desaparición física. Es de
presumir que el aspirante a tirano venezolano pretende de su
lado transformarse en una especie de sucesor de Castro, como
figura emblemática de la izquierda latinoamericana y mundial.
Fidel Castro obtiene de esta forma su venganza sobre la
democracia venezolana, y condena al pueblo de Venezuela a sufrir
una experiencia que no finalizará de manera distinta a las ya
mencionadas, en las que la ambición de poder de un hombre
sacrificó el destino de naciones enteras.
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