Francia es
hoy un país convulsionado, heredero de una gran historia, y
prisionero de un presente que oscila entre la fantasía y el
miedo. Los motines de estas pasadas semanas han asestado una
herida mortal a la imagen de sí mismos que tan cuidadosamente
habían cultivado las élites y el pueblo francés, una imagen muy
frágil, construida sobre el olvido de su pasado reciente y la
distorsión de su efectiva realidad nacional.
La Primera
Guerra Mundial puso fin a Francia como potencia mundial, y la
aplastante derrota ante Hitler veintidós años más tarde lo
confirmó. No obstante, un mago de la política llamado Charles De
Gaulle, ayudado por la polarización de la Guerra Fría y la
indulgencia de Washington, fue capaz de convencer a los
franceses que el régimen colaboracionista de Vichy había sido
tan sólo un mal sueño, y que de paso Francia tenía el peso
necesario para sentarse a la mesa con las grandes potencias. Hoy
todos sabemos que fueron muchos más los franceses que
colaboraron con los nazis o fueron pasivos que los que
resistieron frente a Hitler. Sin embargo, De Gaulle creó un mito
que borró ese episodio, y de ese mito de grandeza impoluta ha
vivido por décadas un país incapaz de reconciliarse con las
crudas verdades de su disminuida condición.
Junto a su
ilusión de poderío global, Francia nutrió el de un presunto
modelo propio en el plano social interno, que ahora yace
convertido en ruinas por los tumultos en los llamados "barrios
sensibles" de París y cientos de otras ciudades. Las élites
francesas, ebrias de fantasía, siempre dispuestas a amonestar a
diestra y siniestra, a dar consejos a los demás acerca de cómo
hacer las cosas, y a proclamarse superiores en el plano ético a
los tan vilipendiados anglosajones, han mordido el polvo en los
laberintos urbanos donde están desplazados los "otros", los
inmigrantes musulmanes y sus hijos, ahora contagiados de odio
contra lo que Francia representa, y provistos de una identidad
militante a través de la ideología integrista islámica.
Desafiados
por una honda crisis que apenas comienza y repercutirá por años,
los delirios napoleónicos de un Chirac, y los aún más irrisorios
de un De Villepin, causarían estupor si no fuesen tan patéticos.
En manos de un político de la categoría de De Gaulle tales
desvaríos lucían brillantes, aunque fuesen también huecos.
Enarbolados por personajes menos diestros como Chirac,
semejantes quimeras han conducido a Francia al sitio que tanto
esfuerzo se hizo por evitar: el del encuentro de pueblo y élites
consigo mismos, con sus sombrías realidades actuales, y con la
descarnada situación de un país que se ha equivocado gravemente
en su proyección externa así como en sus arreglos domésticos,
resquebrajados por la rabia feroz de las zonas marginales.
La fantasía
de Francia como presunta gran potencia fue construida mediante
un sistemático y a veces desleal cuestionamiento a los Estados
Unidos. Su más reciente expresión ha sido la miope e hipócrita
postura francesa con respecto a la guerra de Irak. El Informe de
Naciones Unidas en torno al caso de la venta de "petróleo por
alimentos", cuya aparatosa corrupción alcanza también al
Secretario General Kofi Annan y sus allegados, indica que 180
importantes empresas francesas, entre ellas Renault y Peugeot,
pagaron cuantiosas sumas al régimen de Saddam Hussein para
participar del festín. Francia y otros en Europa han buscado
apaciguar al fundamentalismo islámico, y con ello han
acrecentado el desprecio de los terroristas que aspiran destruir
la civilización occidental.
Chocar
contra una verdad eludida por mucho tiempo genera miedo, y el
miedo es el sentimiento más extendido en la Francia de hoy. Las
élites no saben qué hacer, excepto arrojar dinero a las
barriadas rebeldes y sus habitantes para paliar los
resentimientos. En política internacional, en lugar de seguir el
liderazgo de Washington para transformar el escenario político
del Medio Oriente, y ahogar en sus raíces el radicalismo
estimulando procesos democráticos, Francia y el resto de Europa
se refugian en un anti-yanquismo tan ciego como estéril, y en
las vacías seguridades de un "modelo" que produce estancamiento,
desempleo, y desesperación. El modelo social francés se reduce a
esto: el que tiene trabajo no lo pierde nunca, y el que no lo
tiene no lo encuentra jamás. De allí la decadencia del país,
acompañado en su ruta por una Europa cuyo legado histórico ya no
funciona como impulso hacia adelante, sino como freno al
porvenir.
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