Las
revoluciones necesitan de la epopeya y el terror. Sin ellos son
espiritualmente sórdidas y fracasan en la práctica. Las
revoluciones de importancia se sustentan en una épica, avanzan
por la fuerza, y generan figuras simbólicas con rango de mitos.
La Revolución Francesa tuvo su Bastilla, su guillotina y su
Dantón. La Rusa su tren blindado, una familia real acribillada,
y el cadáver de Lenin embalsamado en la Plaza Roja. La Cubana su
Sierrra Maestra, sus fusilamientos, y un Che Guevara cruel y
despiadado transformado en ícono de la izquierda romántica. Sin
todo esto, las revoluciones no serían más que desazonadas
turbulencias, como tantas que ha experimentado la historia
venezolana.
El día
domingo cuatro de diciembre la Revolución Bolivariana murió. No
son muchos los que se han percatado del hecho. Numerosos
comentaristas se han detenido en la superficie, sin hurgar el
significado profundo del ensordecedor silencio de esas horas.
Fue una muerte plagada de ironía, pues no hubo ruido sino
abandono y desencanto, y las revoluciones normalmente hacen
ruido. A decir verdad, la revolución no existió excepto en los
planos de la retórica y el sueño. Lo que falleció realmente fue
un fervor, una emoción, una esperanza, un delirio colectivo tan
excitante como fugaz. Y murió porque esa revolución jamás tuvo
epopeya ni fue capaz de reconciliarse con el imperativo del
terror. Una revolución "bonita" es una aspiración absurda, tan
conmovedora y paradójica como un asesinato benevolente. Las
revoluciones serias carecen de adjetivos. Su naturaleza exige la
implacabilidad.
La
"Bolivariana" no tuvo epopeya, y sus desmanes son en no poca
medida el producto de las inseguridades de sus envilecidos
dirigentes. Es imposible convertir la rendición de La Planicie
el 4 de febrero de 1992, o los crímenes de Puente Llaguno, o el
retorno a Miraflores de Hugo Chávez en abril de 2002 —después de
haberse arrodillado para solicitar el perdón de un Obispo—, es
imposible, repito, dar carácter epopéyico a éstos y otros
episodios. Es también inconcebible imaginar como mitos
revolucionarios a las principales figuras del régimen: El
Vicepresidente Ejecutivo, el Fiscal, el Procurador, el
Presidente de la Asamblea, el Defensor del Pueblo, y tantos
otros, parecen más bien marionetas de un roído teatro de
títeres, que producirían compasión si su perfidia no fuese tan
patente.
En cuanto al
Jefe del Estado, el vínculo de amplios sectores con su imagen
personal y política ha atravesado un ciclo, que ha ido de la
sorpresa a la expectativa, de la expectativa a la admiración, de
la admiración a la duda, de la duda al miedo, del miedo a la
rabia, y de la rabia al desprecio. Esto último le diferencia de
Fidel Castro. Hacia Castro es comprensible y común el odio, y
puede menospreciársele moralmente, pero sería necio
irrespetarle como actor histórico. Con Chávez la situación es
distinta. Su vacía fanfarronería, su inagotable verborrea, y
su fatal exhibicionismo, le dibujan ante la historia como un
estéril comediante, prisionero de un histrionismo que suscita el
desdén de sus críticos, la humillación de sus seguidores, y la
burla de los que de él se aprovechan impunemente en el
extranjero. Uno se pregunta si Chávez entiende las implicaciones
de lo ocurrido, es decir, del sacrificio que ha hecho de la
inmensa oleada de buena voluntad que acompañó su ascenso, y que
se ha trastocado en el frío desapego puesto en evidencia hace
pocos días.
La polémica
entre participacionistas y abstencionistas luce ahora como
relativamente intrascendente, pues es obvio que en los corazones
de la mayoría de venezolanos la decisión había sido tomada
tiempo atrás. No votar fue esta vez un fin en sí mismo, no un
medio. Se buscó expresar el repudio con el silencio, y
manifestar el hartazgo que sigue a los ardores hechos cenizas
por la desilusión. La dirigencia de los partidos políticos
procuró subirse a una locomotora que hacía rato había pasado
frente a sus narices, sin que siquiera hubiesen atisbado su
sombra. Ahora se avecina para Venezuela una etapa de
definiciones. Una revolución sin epopeya hará intentos
desesperados por construir alguna, y esos intentos, sumergidos
bajo el torrente petrolero, marcharán al fracaso. De igual modo,
una revolución que hiere pero no mata, con pocas excepciones, se
verá tentada a hacerlo. Para la oposición el desafío se ha
simplificado. No resta sino luchar por elecciones limpias y
libres, y aguardar las reacciones de un adversario que buscará
reconciliar sus sueños con una realidad impermeable al mensaje
socialista. El régimen va quedándose sin opciones.
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