La
Europa de nuestros días, en particular la denominada "vieja
Europa" que incluye a Francia, Alemania, Italia, España, Holanda
y Bélgica, está hoy consumida por tres problemas: la caída en su
población, el bajo crecimiento económico, y la incapacidad para
responder de manera clara y asertiva ante el desafío del
fundamentalismo islámico. Los electorados europeos se muestran
incapaces de comprender la naturaleza de sus problemas, y
tienden a evadirlos, debatiéndose entre el miedo y la parálisis.
Estos hechos son palpables y los números al respecto no mienten.
La erosión demográfica de esos países se agrava con el tiempo, y
muy pronto las escasas nuevas generaciones llevarán sobre sus
hombros el peso insostenible de sociedades compuestas
esencialmente por personas de avanzada edad. En cuanto a la
economía, Francia, Alemania e Italia van quedándose atrás con
relación a sus competidores, y las estructuras de bienestar
construídas después de la Segunda Guerra Mundial son asfixiadas
por el desempleo y la inflación.
El tema espiritual es más complejo y de más larga data, y
debemos observarlo con perspectiva histórica. El punto de
inflexión tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial. Hasta
esa encrucijada decisiva Europa prácticamente dominaba el mundo.
La guerra, cruenta, larga y traumática, devastó la flor y nata
de la juventud de las naciones en pugna, y mermó para siempre su
confianza en sí mismas. La guerra también abrió las puertas a la
revolución bolchevique en Rusia, y sembró las semillas del
fascismo italiano y el nazismo en Alemania. A la carnicería en
las trincheras, y a la victoria marxista en el imperio de los
zares, se sumó un malestar moral que dio origen a los
totalitarismos nazi y comunista, y desató la furia de Hitler
sobre el continente.
Varios libros fundamentales que aparecieron entre 1918 y
1927, dan cuenta de manera dramática del clima espiritual que se
posesionó de Europa luego del conflicto. Leer ahora esos libros
equivale a penetrar en un universo de radical sacudimiento
existencial, y me parece imposible asimilar lo que significó la
crisis europea de los años veinte y treinta del siglo pasado, en
la que se incubaron Hitler, Stalin, el Holocausto judío y el
Gulag soviético, sin pasearse por las páginas de la Carta a los
Romanos del teólogo Karl Barth, El Principio Esperanza de Ernst
Bloch, La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler, La Montaña
Mágica de Thomas Mann, y la obra cumbre del filósofo Martin
Heidegger, Ser y Tiempo. Todos estos libros cruciales y sombríos
ponen de manifiesto, cada uno a su modo y desde el rango de su
género, la debacle de un mundo y la inseguridad y deterioro de
una civilización.
Con el paso del tiempo se olvida que Hitler marchó a sus
conquistas gracias a la cobardía del resto de Europa. La
política de apaciguamiento de Francia y Gran Bretaña hizo
posible para el líder nazi rearmarse y someter a Austria y
Checoslovaquia. La declaración de guerra contra Alemania en
1939, ante la invasión a Polonia, fue tardía e ineficaz. Francia
cayó fácilmente en 1940, y sólo la tenacidad de Churchill y los
ingleses se interpuso entre los nazis y su victoria, hasta que
el ataque alemán a Rusia en 1941, y la entrada de Estados Unidos
en la guerra, cambiaron el panorama. Cabe recordar que Stalin
era un aliado de Hitler, y sólo se le enfrentó cuando fue
obligado a ello por la invasión alemana. Sobre la resistencia
francesa y en otras partes, existen demasiados mitos en cuanto a
su verdadera magnitud e impacto. La "vieja Europa" fue en
realidad salvada por otros del nazismo.
Después de 1945 Europa estuvo por décadas defendida por los
Estados Unidos frente a la ex-Unión Soviética. Los europeos no
tuvieron que pagar por su defensa, y se les facilitó una
recuperación económica que a la postre les hizo olvidar las
lecciones del pasado. Hoy, en medio del relativismo ético
característico de una civilización herida, retornan en Europa el
antisemitismo, la debilidad ante la amenaza terrorista, la
empatía hacia enemigos implacables, la confusión
"multicultural", el odio insensato hacia Estados Unidos, y la
desconfianza en su identidad y valores históricos. Un Chirac, un
Rodríguez-Zapatero, y un Gerhard Schroeder son ejemplos
patéticos de la ceguera apaciguadora, el desatino político y la
sumisión moral europeas. Sólo Estados Unidos, en especial los
sectores conservadores del partido Republicano, se yerguen
firmes en medio de la decadencia occidental, con mayor claridad
teórica y voluntad política. Sin ellos en Washington la
rendición de Occidente sería total.
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