Si
fuésemos un país normal la derrota de Chávez sería inevitable.
Así lo determinarían los errores y disparates de Chávez y de sus
seguidores, tanto en el Poder Ejecutivo, como en los demás
poderes públicos, todos absolutamente sumisos, hasta la
abyección, al caudillo continuista; más la acertada escogencia
del candidato unitario de la oposición y lo excelente de su
campaña electoral.
Siempre he creído que es anormal que tras ocho años de
desaciertos, disparates y grotescas sandeces el gobierno
chavista siga en el poder, mientras que, con mucho menos de lo
ocurrido aquí, en Argentina, Bolivia, Perú, Haití y Ecuador, y
algunos países de otros continentes, hayan caído gobiernos,
algunos, por cierto, mucho mejores, o en todo caso menos malos
que el nuestro. Incluso aquí mismo, donde se destituyó por la
vía legal un presidente corrupto e incapaz.
De ahí que mucha gente piense que Chávez es derrotable, lo que
se basa en la lógica y la ciencia política, en la observación
objetiva de los hechos y en la experiencia histórica, tanto de
nuestro país, como de muchos otros.
Sin embargo, la realidad venezolana de los últimos años ha
convertido a Venezuela, no sólo en una excepción y una anomalía
inexplicables, sino también en un caso sorprendente, que ha
hecho trizas las más elementales reglas de la sociología
política.
A ello han contribuido, a veces decisivamente, los métodos
fraudulentos que el chavismo ha aplicado en algunos de los
numerosos procesos electorales realizados, en especial el del
referendo revocatorio. Aun así, la permanencia de Chávez en
Miraflores es inexplicable, sobre todo porque tras del fraude,
necesidad extrema para el gobierno como única manera de
mantenerse en el poder, los disparates y estupideces de todo
tipo no sólo se han repetido, sino que incluso se han
multiplicado.
A semejante anormalidad ha contribuido en alto grado la
inexistencia, hasta ahora, de una oposición organizada y bien
dirigida, aguerrida y muy audaz, factor imprescindible para
lograr la caída de un gobierno por vías legales. Por ello lo más
esperanzador es que parece que empieza a producirse un cambio
en ese sentido. Manuel Rosales comienza a perfilarse como el
gran líder que estaba haciendo falta, y su consigna de que no
sólo va a ganar, sino que, además, va a cobrar el triunfo,
permite ser optimistas, sin triunfalismos, por supuesto, y sin
creer que todo va a ser fácil, como mucha gente creyó que iba a
serlo con el referendo.
Desde luego que los mecanismos del fraude están montados, por
si hacen falta de nuevo. Porque no se trata de alterar a última
hora, aritméticamente, el resultado de los escrutinios. La base
del fraude está en el registro electoral, que el CNE, de por sí
fraudulento por su composición parcializada, maneja a su antojo
y le permite hacer trampa si les es necesario. Sin embargo, el
fraude es derrotable, si la votación opositora es bastante
grande. De ser así, es muy probable que la presión contra el
fraude venga de las Fuerzas Armadas, y de las mismas filas del
chavismo, donde hay poderosos sectores a los que la reelección
de Chávez les perjudica, por su anuncio de un partido único y su
pretensión de perpetuarse indefinidamente en el poder, con lo
cual cerraría el paso a otros dirigentes que también abrigan,
con todo derecho, sus ambiciones políticas.
El atrévete de Rosales no es un reclamo a no tener miedo,
porque nuestro pueblo no lo tiene. A lo que hay que
atreverse es a desafiar el fraude.