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Revolución
(2)
por Alexis Márquez Rodríguez
viernes,
17 junio
2005
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Si
en 1998 la situación venezolana requería cambios genuinamente
revolucionarios, mucho más los necesita ahora, pues aquella
situación que bordeaba lo catastrófico hoy se ha agravado
considerablemente. No hay un solo vicio, una sola carencia o una
sola corruptela que en los últimos seis años no se haya
multiplicado enormemente. Con el agravante de que, mientras
antes las malas prácticas gubernamentales se hacían a veces
abiertamente, pero a menudo con apariencias de legalidad lo
cual no las hacía menos dañinas, hoy se practican, además de
aumentadas al máximo, con el más insólito descaro y sin el más
mínimo disimulo.
Para comenzar a tomar esas medidas profundas Chávez contaba en
1999 con un consenso casi total, pues los partidos, los
empresarios, los medios de comunicación, la clase media, los
trabajadores en general y la gente humilde estaban unánimemente
convencidos de la necesidad de esos cambios y decididos a
colaborar. Por supuesto que una vez emprendida la tarea, y
siendo inevitable que algunas de las medidas que se tomasen
afectasen intereses poderosos, aquel consenso se reduciría, pero
en tal supuesto una política gubernamental inteligente y hábil
podría haber ido sorteando los escollos y neutralizando los
factores opuestos. Mas lo que les faltó a Chávez y su gobierno
fue precisamente habilidad e inteligencia, y en vez de ganar
cada vez más adeptos, se fueron enajenando el respaldo, no sólo
de los grandes capitalistas, lo que era inevitable, sino
también de la clase media y de importantes y diversos sectores
de la sociedad.
Por eso, lo que Chávez se ha empeñado en llamar revolución,
primero bolivariana, después bonita y ahora hasta neosocialista,
ha sido un fiasco, en el cual ya nadie cree. ¿Cómo puede ser
revolucionario un régimen donde impera la más universal e
insólita corrupción; donde el jefe del Gobierno es el primero en
violar la constitución y las leyes, sin valerse siquiera de
artimañas y triquiñuelas pseudojurídicas, sino con el mayor
descaro y total impudicia; donde se burla la separación de
poderes, y la gran mayoría de los funcionarios de todos ellos,
sin excepción, actúan de manera sumisa como simples ejecutores
de los designios del jefe; donde se hace irrisión de los
derechos humanos, y hasta los que se conservan, como la libertad
de expresión, se mantienen dentro de un régimen de amenazas y
presiones; donde la pobreza ha crecido hasta límites obscenos;
donde, en fin, el jefe del Gobierno emplea cotidianamente un
lenguaje procaz, altanero, desafiante y chabacano, que no sólo
lo desprestigia nacional e internacionalmente, sino que también
ahonda el abismo que lo separa de buena parte de la población,
incluso de aquella que no es originariamente antichavista?
Es esta actitud del gobernante y sus seguidores, más que el
contenido de sus políticas, incoherentes y epilépticas, lo que
desmiente su supuesto carácter revolucionario, y daña
irremediablemente incluso las pocas medidas de carácter positivo
que han ensayado. Porque, por ejemplo, ¿quién puede negar que
las llamadas misiones, más allá de lo encomiable que puedan
tener, han sido la coartada para que muchos vivos se enriquezcan
dolosamente y de manera descarada con el dinero del pueblo?
Al autodefinirse revolucionario, el actual régimen lo que ha
hecho es prostituir el concepto de revolución.
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Artículo publicado en
el vespertino
Tal Cual, edición del
viernes 17, junio 2005 |
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