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Un joven
centenario
por Alfredo Coronil Hartmann
mayo, 2006
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En
algunas disciplinas, como la medicina, se afirma que el
exceso de cercanía obnubila o perjudica la labor del
profesional sobre el sujeto pasivo, en ese caso el paciente.
Para el biógrafo, el historiador o el simple cronista, dicha
circunstancia comporta, es cierto, riesgos y aún peligros,
el corazón -esa entrépita metáfora- se cruza a veces entre
lo que quisiéramos decir y lo que el afecto y la parcialidad
nos dicta. Igualmente es inconvenientemente tentador el
perdernos en la anécdota cotidiana, familiar no siempre
trascendente, por esclarecido que sea el sujeto.
Uslar fue un hombre de inasible libertad de espíritu, de
allí que nadie puede intentar asumir una especie de curatela
intelectual sobre la obra y el hombre que palpitaron en la
sólida estructura física y mental del gran venezolano, lo
que Uslar significó, significa y significará en la historia
de Venezuela y en la de las letras castellanas, no necesita
ni tolera el pretencioso albaceazgo de nadie, no sólo porque
tiene causahabientes de su sangre, que le ofrendan a diario
su creativa, sostenida y vigilante veneración –como su hijo
Federico Alfredo Uslar Braun- celoso con razón de su
prestigio, así como también causahabientes de su amistad y
de su afecto que no permitiremos jamás que se abuse de su
nombre y de su pensamiento siempre vivo, actual y
proyectado, con audacia de verdadero pensador, al futuro de
nuestros pueblos y de sus realidades, sino porque él
representa lo mejor de lo “afirmativo venezolano” tomando
prestada la frase de mi también muy admirado Augusto
Mijares.
Arturo Uslar Pietri tuvo el extraordinario privilegio de ver
y leer el brillante y trabajado texto que le consagrara
Astrid Avendaño y de considerarlo plenamente logrado,
comparto su visión, sin que crea, desde luego, que Avendaño
agota al hombre inagotable, o al continente de hombrías,
para decirlo glosando la superlativa prosa de su hijo Arturo
Uslar Braun, que convivió en él. Ya se anuncian auspiciosos
dos trabajos biográficos hijos de las avezadas manos de mi
amigo Rafael Arráiz Lucca.
Usualmente los centenarios difícilmente evaden el profano
aroma de la naftalina, con Uslar no sólo ocurre lo
contrario, sino que pareciera imposible que una personalidad
que aún gravita en la diaria polémica del drama venezolano,
haya desaparecido físicamente, y mucho menos que hayan
transcurrido 100 años de su advenimiento al mundo en esta
tierra de gracia que aún seguimos llamando Venezuela.
Paradoja esencialmente suya, celebramos el centenario de un
joven, un ser que nunca cancelo su curiosidad intelectual ni
escatimo su palabra admonitoria y visionaria para alertar a
sus conciudadanos de los disímiles peligros que los
acechaban y de asumir su puesto de combate, con serenidad y
sin desmelenamientos, cada vez que la Patria requirió que
una conciencia superior nos reclamara rectificaciones y
acciones concluyentes.
No pretendo erigir la presencia de Uslar –me niego a decir
la memoria- en un oráculo infalible, tal cosa sería no sólo
ridícula, sino indigna de él. Fue un hombre, un gran hombre,
una de las presencias tutelares de la nacionalidad, cuya
vigencia crece y se proyecta mas cada día.
Vivió intensamente su juventud, calmó la sed de los
instintos que a todos nos gobiernan y cuando supo que su sed
se había decantado, afinado, tamizado se casó con una gran
dama, bella e inteligente y ambos se consagraron –y el
término no es exagerado- el uno al otro, con ejemplar
dedicación y era palpable que al hacerlo ninguno de los dos
sentía que sacrificaba nada sino que todo lo ganaba, eso era
palpable para quienes tuvimos el privilegio de compartir su
techo, de viajar junto a ellos, de ser parte de una
cotidianidad sin pretensiones, excesos ni estridencias, con
el verdadero señorío de la sencillez autentica.
El “Viejo Uslar” como irreverentemente nos acostumbramos a
llamarlo –copiando a sus hijos- evidentemente cuando no
estaba presente, nunca tuvo necesidad de encolerizarse para
hacerse respetar, creo poder contar con los dedos de una
mano las veces que lo vi enrojecer de indignación y entonces
sus palabras, nunca altisonantes, adquirían el efecto letal
de un estilete preciso y concluyente, eso bastaba.
Para los jóvenes que fuimos a su sombra fue un manantial
inagotable de enriquecimiento, las amables discusiones que
muchas veces sostuvimos solos, él y yo, al abrigo de su
biblioteca, sobre política y literatura constituyeron para
mí un acervo invaluable, tanto en las muy pocas veces en que
le “ganaba” como en las incontables en que se imponía su
talento y vividura. Nunca me sentiré lejos de él.
Y eso es lo que deseo para la juventud venezolana de hoy,
los escritores tenemos el injusto privilegio de no morir,
cada vez que alguien abra un libro o lea un artículo o
pensamiento que hayamos producido, donde quiera que se
encuentre el deshojado corazón, renaceremos a través de esa
otra sangre del hombre que es la tinta, cuando en lo que
escribimos ponemos lo mejor de nosotros mismos. Uslar Pietri
tiene asegurada la inmortalidad porque sembró algo mucho más
importante que el petróleo, estableció un paradigma, una
manera superior de ser venezolano, como hombre predicó y
vivió dentro de un esquema de valores que no son limitables
en el tiempo, ni en el espacio. Mi angustia no es por él, a
veces temo que sobreviva al país que tanto amó y que hoy se
encuentra amenazado y desmoralizado. Uslar dejó de respirar
a los noventa y dos años, negándose a abandonar su tierra y
su historia, esa es la mejor lección para los jóvenes de
hoy, busquen sus libros, abreven en sus ideas, no abandonen
jamás este suelo bendito aunque hoy se encuentre profanado.
¡Salud doctor Uslar, por sus próximos cien años!
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