En
Venezuela se explicitan cada vez con más fuerza las primeras
señales de la campaña electoral que debiera culminar con las
elecciones presidenciales de diciembre del presente año. Si
hay un dato cierto es que Hugo Chávez postulará a la
reelección, cuestión que él ve como un simple trámite en su
proyección de ejercer el poder por un par de décadas más.
La oposición se encuentra dispersa en torno
de varias candidaturas de diversa significación y
gravitación. Algunos de los nombres que se mencionan son el
ex ministro de Rafael Caldera, Teodoro Petkoff y exponente
del socialismo democrático; el joven dirigente del partido
Primero Justicia, Julio Borges; el gobernador del estado de
Zulia, Manuel Rosales, del partido Nuevo Tiempo; y el
personero social demócrata, Roberto Smith.
Lo que puede tornarse complicado para la
oposición es no encontrar un mecanismo para definir un
candidato común, circunstancia que parece necesaria atendido
el clima de alta polarización política y social que promueve
el gobierno. Una candidatura presidencial de Chávez frente a
varias opositoras significaría, en la práctica, la reedición
en Venezuela del mecanismo electoral en virtud del cual el
autócrata general Alfredo Stroessner se reelegía
puntualmente en Paraguay cada cuatro años ofreciendo la
parodia de una democracia en funciones o similar a las
elecciones mexicanas de los tiempos en que el PRI era
partido hegemónico y antes de la administración Zedillo.
Por cierto que el asunto no es fácil para la
oposición. A las naturales diferencias de una competencia
por una nominación, hay que añadir la desconfianza que
prevalece en electorado respecto de la utilidad de las
elecciones dadas las imputaciones de fraude – nunca
suficientemente desmentidas – en el referéndum revocatorio;
la carencia de un liderazgo alternativo a Chávez que sea
reconocido en la ciudadanía como tal; y la persistencia de
la crisis de legitimidad de los partidos políticos, fenómeno
al cual no escapa la oposición con la aparición de
denominaciones coyunturales que nada dicen desde la
perspectiva programática.
La situación económica, además, favorece a
Chávez. Ciertamente que no en cuanto a lo debiera hacer
Venezuela para capitalizar efectivamente los mayores
ingresos de su bonanza petrolera, pero sí en lo inmediato,
en el corto plazo dentro del cual se inscribe el tiempo
electoral, donde la abundancia de recursos permite
incrementar el gasto público para financiar el reparto
populista que suele traducirse en votos.
En la descripción de este escenario puede ser
tentador para algunos sectores opositores recurrir a la
abstención, como ya se hizo en las elecciones legislativas
de diciembre de 2005. Al fin de cuentas, tampoco faltarían
razones de orden político-procesal para hacerlo si se
considera la composición y la inclinación política del
tribunal electoral. Sin embargo, estimamos desde el análisis
hecho a distancia que la abstención reforzaría la
consolidación del régimen chavista.
Si alguien creyó que la no participación de
la oposición en las elecciones de diciembre pasado
deslegitimaría al gobierno, en términos prácticos se
equivocó totalmente. El muy poco representativo parlamento
sigue cumpliendo con su rol legislativo y brinda al gobierno
la posibilidad de mostrarse como una administración
democrática ante la comunidad internacional.
Un comportamiento abstencionista puede ser
funcional a la derrota de un régimen, si éste se encuentra
en un proceso de agudización de crisis; donde la abstención
represente una señal de recambio perceptible por la
ciudadanía y no un mero rechazo de algunos segmentos que
puede confundirse con la indiferencia. En cambio, en un
escenario de aparente expansión económica, de
desmovilización ciudadana, la abstención termina – aunque la
oposición así no lo quiera – contribuyendo a consolidar el
esquema autoritario.
* |
Andrés Benavente
Urbina: Politólogo.
Investigador de la Escuela de Postgrado, Facultad
de Economía y Empresa, Universidad Diego Portales. |