Como
en años anteriores, el 11 de septiembre hubo movilizaciones
agitativas, pero ellas han ido perdiendo el sentido de
conmemoración de un golpe de Estado protagonizado hace 33
años.
Los que evocan la figura del presidente
Salvador Allende son cada vez menos y se circunscriben a
algunos actores de la izquierda tradicional, como el Partido
Comunista, y a personas vinculadas a movimientos de derechos
humanos. En cambio, son cada vez más, los elementos jóvenes
no provenientes de orgánicas partidistas y que tienen como
eje articulador no a figuras del pasado, sino el protestar
en contra del sistema económico e institucional vigente, del
que forma parte por lo demás, el partido Socialista, en que
militara Allende.
No se puede, entonces, analizar los hechos de
violencia del día 11 con una óptica del pasado. No son una
respuesta tardía al quiebre institucional de hace tres
décadas, sino que constituyen, por el contrario, un
indicador de alerta temprano de lo que podría llegar a ser
un estallido social tal cual como se conoce en otras partes
de nuestra región.
Las características centrales de las
movilizaciones son: un fuerte incremento de la violencia
agitativa, donde en sectores periféricos se llegó a usar –
solo como expresión intimidatoria por ahora – armamento
automático; violencia que en sectores comerciales se dirigió
en contra de instalaciones financieras y empresas de
servicios de origen norteamericano que operan con el sistema
de franquicias; participación de jóvenes que no tienen
vinculación con los actores de la izquierda tradicional y
que se agrupan en diversas nuevas denominaciones tales como
la Corriente Revolucionaria Anarquista y los Grupos de
Acción Popular, etc.; la expresión de un discurso anti
neoliberal, anti globalización y anti política como es de
común ocurrencia en las expresiones del populismo
revolucionario; y ciertamente la concurrencia de lumpen que
se suma a estas movilizaciones perpetrando saqueos a
establecimientos comerciales.
En cuanto a los alcances de las
movilizaciones pueden ser leídas desde dos enfoques: uno de
corto plazo, reducido a la coyuntura, y que apuntará a que
se trata de acciones episódicas y que no mantienen una
permanencia en el tiempo como para configurar un ambiente
que afecte a la gobernabilidad. Si se privilegia el presente
como lo medular del enfoque éste resulta plenamente válido.
Una segunda lectura es la que se puede hacer
desde una perspectiva de futuro, enfatizando el riesgo
político involucrado. Son grupos que actúan incorporando
violencia a diversas movilizaciones sociales, como fue la
estudiantil de hace algunos meses y que en la eventualidad
de que el país se viera afectado por un escenario de crisis
económica y social cobrarían singular fuerza y persistencia.
Dejarían de ser episódicas para ser un activo factor de
tensión en la gobernabilidad. En las movilizaciones
sociales violentas del 11 de septiembre hay, pues, un
inequívoco germen de rupturismo.
Otro factor a considerar en el análisis es la
capacidad de respuesta del gobierno. Si bien lo puntual de
las manifestaciones violentas no lo sitúa en posturas
contestatarias, claramente las asume con una lógica de corto
plazo tratando de bajarle el perfil en lo político y en lo
comunicacional. No se advierte una voluntad política de
actuar con severidad dentro de la ley para restablecer el
orden (como por ejemplo explorar, y perseguir judicialmente
si es el caso, si acaso concurre la figura de asociación
ilícita terrorista) a fin de no facilitar la reproducción de
estos movimientos contestatarios en una articulación
rupturista en un eventual escenario de crisis.
No es suficiente que los partidos políticos
-de derecha a izquierda – repudien los hechos de violencia,
porque hay experiencias como la boliviana en que los
partidos terminaron siendo desbordados por los movimiento
sociales. Es necesario actuar con la firmeza que da la
legitimidad democrática a fin de que mañana la autoridad no
sea desbordada.
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Politólogo,
Investigador Escuela de Postgrado, Facultad de
Economía y Empresa,
Universidad Diego Portales. |