La Muerte en el Imaginario Simbólico de la Izquierda Latinoamericana  

Por Elena Aguila Z.

"En el fondo somos gente muy conservadora: hablamos de la revolución y nos enorgullece de inmediato considerar que moriremos con toda seguridad" Roque Dalton

Me interesa indagar en el “archivo de documentos” de los discursos, de la memoria, de la(s) izquierda(s) latinoamericana(s) del siglo pasado. Explorando ese archivo, me encuentro con cierta literatura producida en Centroamérica en las décadas de los 70-80 que, en mi opinión, ofrece una especie de “fotografía ampliada” de las ideologías y mitos que articularon el discurso de una parte importante de la izquierda latinoamericana, sobre todo con posterioridad a la revolución cubana. Creo que esta literatura constituye un material muy rico para examinar las matrices ideológicas, las tradiciones de pensamiento que confluían en el imaginario simbólico de quienes, en las últimas décadas del siglo pasado, nos reconocíamos en algo que se llamaba “ser de izquierda” (con variantes, tensiones, afectos y distancias varias—pero eso es otra historia).

Un fantasma recorre esta literatura: la muerte. Imposible no abordar el “universal” tema de la muerte cuando lo narrado o poetizado es la violencia desatada por el enfrentamiento entre fuerzas represivas de Estado y fuerzas de resistencia revolucionarias (porque, me permito recordar, en esos términos se planteaban las cosas —y nos estamos hablando de tiempos tan lejanos: veinte años no es nada). Una literatura que busca convencer a sus lectores/as de la necesidad de comprometerse en una lucha frontal contra un sistema de opresión que utiliza la violencia extrema para sostenerse en pie, debe “elaborar” el tema de la muerte individual de manera tal de volverla “aceptable”. Debe re-escribir mitos que le confieran sentido a la muerte, de manera tal de ayudar a las personas que asumen un compromiso político que puede costarles la vida, a reconciliarse con la idea de su propio fin.  

Ser como el Che

Omar Cabezas, guerrillero sandinista, en las primeras páginas de su testimonio La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982), postula la figura del Che como modelo ético, resumiendo en una frase su propuesta: “Hay que ser como el Che”. ¿Qué significa “ser como el Che”? A estas alturas resulta más que evidente, a mi juicio, que la figura (mítica) que está detrás de la elaboración del mito del Che es la de Cristo. En estas primeras páginas del testimonio de Omar Cabezas la ecuación queda establecida: ser hombre (“nuevo”, podríamos agregar)=darlo todo por los demás (Cristo)=ser como el Che. Cabezas la completará agregando que “en Nicaragua para ser como el Che hay que ser sandinista”. En el centro del ideario sandinista estará entonces el valor del auto-sacrificio (darlo todo por la felicidad de los demás, la vida incluida).

En otras partes de su testimonio, Omar Cabezas vuelve sobre esta idea, insistiendo en la raíz cristiana de su perspectiva. Al describir el proceso de transformación que experimentan los guerrilleros en la mítica “montaña”, señala: “Porque nosotros, como dicen los cristianos, nos negamos a nosotros mismos ahí”. Esta “negación de sí” será una de las condiciones necesarias para alcanzar el ideal ético, esto es, transformarse en “hombres nuevos”. Y este “hombre nuevo”, insistirá Cabezas es aquel que “se sacrifica por los demás, un hombre que da todo por los demás, un hombre que sufre cuando sufren los demás…”. Un hombre, entonces, cuya identificación con la comunidad está por sobre su identificación consigo mismo, en tanto individuo (lo que le permite dar su vida, si se da el caso). “Cuando el hombre empieza a olvidarse de su cansancio, a olvidarse de él, cuando se empieza a negar a él mismo… Ahí está el hombre nuevo”, les dice Tello, su maestro y guía en la ascesis de la montaña.

La negación de sí, el auto-sacrificio, preparan el terreno para la aceptación o incluso el deseo de la propia muerte, como expresión de máxima entrega. Enfrentado a la muerte del que fuera su mentor en la montaña, Tello, Omar Cabezas afirma: “...amanecí [. . .] con ganas de combatir, con ganas de probarme yo mismo contra el enemigo y probarnos todos y con ganas de morirnos y que sirviera nuestra muerte de afrenta al enemigo. Es decir, amanecí con ganas de vivir para morirme y con ganas de morir para vivir”. Según esta ideología de la muerte, entonces, el sentido de la vida, y la vida misma, está en la muerte (no puedo dejar de ver resonancias cristianas en esto de “morir para vivir”). Inmediatamente después de hacer esta declaración sobre la muerte, Omar Cabezas agrega una suerte de “confesión”; hay un secreto que nunca le dijo a nadie en la montaña, pues se trataba de una “ilusión egoísta”: él “quería vivir”. Se va configurando, así, un sistema de valores en el que el deseo de morir es algo que puede comunicarse con orgullo, mientras que el deseo de vivir debe ser ocultado como un defecto, una señal de “inferioridad moral”, un valor negativo asociado al egoísmo.  

Casarse con la muerte

En Album familiar (1984), novela de la escritora nicaragüense-salvadoreña Claribel Alegría, encontramos también esta amalgama de compromiso político revolucionario y elementos de tradición religiosa cristiana (incluso católica, para ser más precisa), los cuales convergen a la hora de delinear una ética que considera la propia muerte como valor positivo.

Uno de los personajes de la novela, Armando, explica a la protagonista, su prima Ximena, el compromiso con la organización política revolucionaria (en este caso el Frente Sandinista) como una forma de “ordenación”, en el sentido religioso del término: “[Es] Algo así como la novicia cuando toma los hábitos. Vos sabés la rutina: le cortan el pelo, le rezan oraciones de difuntos mientras ella yace frente al altar rodeada de cuatro cirios y allí la dejan sola un buen rato para que ore y se entregue a su místico esposo. Cuando las otras llegan de nuevo, ella ya ha hecho su voto y es la esposa de Cristo. Lo mismo pasa cuando uno entra al FSLN, sólo que no hay toda esa pompa. Igual que la monja tenés que hacer tu voto y casarte con la muerte. Sabés que estás poniendo tu vida en el altar y que de ahí en adelante no te importa tu pellejo; lo has dejado de antemano como una ofrenda a los que sobrevivan la lucha para gozar de un futuro mejor”.

Para alcanzar la “liberación nacional”, entonces, es necesario que más y más nicaragüenses (en este caso) tomen la decisión de “casarse con la muerte” y “ pongan su vida en el altar” (aquí la referencia parece apuntar más bien a tradiciones indígenas de sacrificios humanos). Para alentar a otros a dar dicho paso, el personaje citado argumenta que “la decisión de casarse con la muerte de pronto lo deja a uno libre”. La aceptación de la muerte, entonces, es presentada como una liberación, antes que nada de la propia individualidad (la “negación de sí”, “el olvido de uno mismo” que encontrábamos descrito en el testimonio de Omar Cabezas); la individualidad se disuelve en algo mayor, algo trascendente. Disuelta la individualidad, el temor a la muerte desaparece. La “liberación nacional”, entonces, tiene como condición previa esta otra liberación individual (o de la individualidad) que solo se alcanza “casándose” con la muerte.

Esta decisión de “casarse con la muerte”, explica Armando, acontece, en el nivel social, cuando “el pueblo pierde su paciencia con los tiranos, cuando por fin se dan cuenta de que no tienen nada que perder salvo el miedo, e incidentalmente sus vidas”. Entonces, agrega, “dan ese paso y aceptan con alegría el sufrimiento, el peligro y la muerte hasta lograr la victoria”. La desdramatización de la propia muerte se realiza, entonces, por la vía de presentarla como algo “incidental”, algo de importancia secundaria, que puede, además, ser aceptada con “alegría”.  

Vivir como los santos

Casi 20 años después de la publicación tanto del testimonio de Omar Cabezas como de la novela Album familiar de Claribel Alegría, Sergio Ramírez, en su libro Adiós muchachos: una memoria de la revolución sandinista (1999), corroborará este trasfondo religioso del ideario sandinista, en general, y de su ideología de la muerte en particular, sintetizándolo en la frase “vivir como los santos”: “en la lucha clandestina era necesario vivir como los santos, una vida como la de los primeros cristianos. Esta vida de las catacumbas era un ejercicio permanente de purificación; significaba una renuncia total no sólo a la familia, a los estudios, a los noviazgos, sino a todos los bienes materiales y a la ambición misma de tenerlos, por muy pocos que fueran. Vivir en pobreza, en humildad, compartiéndolo todo, y vivir, sobretodo, en riesgo, vivir con la muerte. La ética cristiana que establece una ecuación entre el “bien” y el “auto-sacrificio” (que incluye la propia muerte) queda, así, explicitada. Lo que se está planteando, en definitiva, es una suerte de “ascesis”, una “vía mística” (“era una mística sin fisuras”, dice Sergio Ramírez), un camino de santidad, signado por el desprendimiento, el desapego de lo material, cuya culminación es la propia muerte, el desprendimiento máximo, por así decirlo. Nos encontramos, entonces, frente a un discurso prescriptivo acerca del “bien vivir” que se entrecruza con una ideología de la muerte que busca desdramatizarla, para hacerla más aceptable, pues se la ve, además, como una experiencia necesaria en el camino hacia la Revolución, que es, en última instancia, el valor más alto (el paraíso en la tierra, la salvación, el advenimientos del tiempo mesiánico).

La “ética del auto-sacrificio” postula un ideal de vida que es en realidad un “ideal de muerte”, si se me permite la expresión. “Ser como el Che” significa, en última (o, más bien, en primera) instancia, “morir como el Che”. La propuesta de “vivir como los santos” es un llamado a “morir como los santos”. El “nuevo santoral”, explica Sergio Ramírez, en la obra ya citada, está encabezado por Sandino y el Che. Imitar sus vidas implica imitar sus muertes.

Sergio Ramírez ve en “el culto a los muertos” que caracterizó a la revolución nicaragüense, la mezcla de tradiciones de raíz católica con tradiciones de raíz indígena: “Cristo que llama al sacrificio, a comer su cuerpo, y Mixtanteotl, el dios nahua de los muertos que reclama sacrificios vivos”.

Ramírez explica, además, cómo se estableció una jerarquía en la que ningún mérito de los vivos podía compararse “con el mérito mismo de la muerte”: “Los únicos héroes eran los muertos, los caídos, a ellos se lo debíamos todo, ellos habían sido los mejores, y todo lo demás referente a los vivos, debía ser reprimido como vanidad mundana. [. . .] La tumba era el altar. [. . .] La obligación de los vivos era ajustar su conducta a la de los muertos, recordar que estábamos en el poder porque ellos se habían sacrificado, porque habían asumido la muerte como una tarea (46).

Algunas preguntas

¿Qué consecuencias tiene la configuración de un imaginario simbólico que elabora el tema de la muerte de la manera que se desprende de la lectura de los textos analizados? Al respecto señala J. Iffland: “Me parece que hay [. . .] un grave peligro en algunas modalidades de esta ideología de la muerte. Se encuentra, exactamente, en la idea de la necesidad del auto-sacrificio en su variante mortal; en la de que el futuro liberado exige los martirios de sus combatientes, que se ‘alimenta’ con la muerte de éstos. Hay momentos en que la “Revolución” empieza a convertirse en una especie de ‘Dios enojado’ que hay que aplacar, que únicamente se revelará ante sus fieles si algunos de estos están dispuestos a verter su propia sangre”. Creo que estas consideraciones nos llevan a plantearnos la necesidad de poner nuestra mirada crítica sobre las consecuencias que puede tener la imbricación de una matriz religiosa (al menos del tipo cristiana-católica o también del que caracteriza a ciertas religiones precolombinas) con una propuesta política que se quiere emancipadora.

Sergio Ramírez señala en el libro ya citado que “paradójicamente, una filosofía que obtenía su energía de la muerte, empezó a perderla por exceso de muerte”, lo que habría tenido como consecuencia que la posibilidad de defensa (y continuidad) de la revolución se agotara “cuando ya no había más jóvenes disponibles para la guerra ni para el sacrificio”. Me pregunto si acaso la posibilidad de reponer en la escena política latinoamericana proyectos revolucionarios (si es que esto es aún pensable) pasa necesariamente por esperar el surgimiento de una nueva generación dispuesta al sacrificio (y apostar a que esta vez será posible sostener esa revolución que obtiene su energía de la muerte antes de que se agoten los jóvenes dispuestos a morir). ¿Será posible imaginar otros fundamentos ideológicos (otra ética, distinta de la del “auto-sacrificio”), para el cambio social (para la revolución, si se me permite no abandonar el término)? ¿Cuáles podrían ser las fuentes (ya no, tal vez, la religión) para esa refundación ideológica de la izquierda latinoamericana? (porque de eso se trata, digámoslo).  

Textos citados

Alegría, Claribel. Album familiar. San José: Educa, 1984.

Cabezas, Omar. La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. México: Siglo XXI, 1997 (1982).

Dalton, Roque. “Taberna”. Taberna y otros lugares. San Salvador: UCA. 1989 (1969). 124-41

Iffland, James. Ensayos sobre la poesía revolucionaria centroamericana. San José: Educa, 1994

Ramírez, Sergio. Adiós muchachos: Una memoria de la revolución sandinista. Madrid: Aguilar, 1999
 

*  Artículo publicado en el periódico digital Chile Hoy- http://www.chile-hoy.de/default.html
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