El escritor cubano Antonio José
Ponte, en su última obra, La fiesta vigilada, realiza
un diagnóstico de la situación actual de La Habana, que
concluye con la afirmación de que la capital de Cuba es hoy
una “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo lugar” y
que “es menos una ciudad viva que paisaje de legitimación
política”. Para el autor, las ruinas arquitectónicas son la
representación simbólica de la ruina del régimen y de sus
gobernantes. Y como para que no queden dudas acerca del
balance realizado por la palabra escrita, los cineastas
alemanes, Florián Borchmeyer y Matthias Hentschler, ilustran
con imágenes la certeza de las palabras mediante un
excepcional documental, “Habana – Arte nuevo de hacer
ruinas”, (http://vodpod.com/watch/682720-habana-arte-nuevo-de-hacer-ruinas-primera-parte)
(http://vodpod.com/watch/682725-habana-arte-nuevo-de-hacer-ruinas-segunda-parte)
premiado en varios festivales cinematográficos que muestra
la vida de unos habitantes de La Habana, que por falta de
habitación, han fijado residencia en las ruinas de La Habana
vieja. Documental conmovedor sobre la vida cotidiana de esos
seres que han vivido durante decenios esperando la invasión
americana, la revolución mundial, la realización del paraíso
en la tierra, sin haberlas visto materializarse, y que hoy
siguen viviendo a la espera sin saber de qué, pero viviendo
entre ruinas.
La obra de
Ponte incita a recordar la evolución ejemplar de la capital
de Cuba para medir el grado de deterioro que ha sufrido en
los cincuenta años de castrismo. Desde su fundación, La
Habana no hizo más que progresar a lo largo de los siglos.
Su situación geográfica y la presencia en sus costas de la
corriente del Golfo la convirtieron en el centro de
expansión del proyecto imperial hispánico; hito fundamental
de la ruta imperial, base logística y de tránsito durante
el proceso de conquista de la “Tierra Firme. Como ciudad
portuaria, encrucijada de la corriente del Golfo, se impuso
como pieza fundamental de la empresa militar- marinera entre
América y España. El puerto de La Habana se impuso como
escala de la flota imperial que transportaba a la metrópoli
las riquezas minerales provenientes del Nuevo Mundo, de allí
que se le considerara como la “Llave del Nuevo Mundo”. Y
como bien lo apuntó el historiador cubano Manuel Moreno
Fraginals: “La Habana fue un fenómeno aparte cuya relación
con el exterior fue mucho más importante que su conexión
con el resto de Cuba”.
Luego,
cuando Cuba se convirtió en el primer país productor de
azúcar, el petróleo de la época, La Habana se convirtió en
la ciudad más bella de América.
Tras la
fundación de la República, La Habana continuó ejerciendo su
papel de núcleo económico, y político de la isla, y lugar
turístico por excelencia. Pero también, fue un centro
dinámico de producción cultural. Valga un ejemplo entre
muchos; la emblemática revista Orígenes animada por
el grupo del mismo nombre que gravitaba en torno a la gran
figura tutelar, también su director, José Lezama Lima.
A partir de
1959, tras la inauguración del período revolucionario, La
Habana pierde su sitial de honor y el discurso
revolucionario la transforma en la personificación del
mal. Blanco de la proyección de los fantasmas propios del
puritanismo que suele animar los procesos revolucionarios,
La Habana es relegada al estatus de ente femenino al que se
le aplica el mismo discurso misógino destinado a las mujeres
que se les acusa de llevar una “vida disoluta”, consideradas
de “mala vida”, “pecadoras”. A su atractivo, a su prestigio
internacional y a su centralidad, se le adjudica la culpa de
la decadencia de Cuba. Su protagonismo cultural, sus logros
arquitectónicos, son silenciados y se centra el discurso
político en el aspecto que privará como imagen : su vida
nocturna, sus bares célebres y sus cabarets, sus salas de
juego y , sobre todo, la prostitución; que por cierto es una
característica de toda ciudad portuaria y lo fue también de
La Habana desde la época en que fue el centro portuario de
la Monarquía española en América. Acabar con ese foco de
“inmoralidad” se convierte en una forma de legitimación del
proyecto revolucionario; argumento, que cincuenta años más
tarde, sigue funcionando como legitimador del tipo de Estado
y de gobierno que rigen el destino de Cuba, y ello pese al
grado alcanzado hoy por la prostitución en La Habana
convertida en uno de los grandes atractivos turísticos de la
ciudad, ya no practicada por profesionales del sexo, sino
por jóvenes adolescentes, todavía estudiantes y de ambos
sexos, o por universitarias : actividad que se practica con
la complicidad de los organismos policiales.
El papel
simbólico adjudicado por el poder revolucionario a La
Habana, alcanzó un tal grado de exacerbación que fue en
torno a un hecho concerniente, precisamente, a La Habana que
estalló el primer conflicto entre el mundo intelectual y el
poder revolucionario. Fue a raíz de la proyección del
documental de Sabá Cabrera Infante y de Orlando Jiménez
Leal, “PM” (1961), que muestra el ambiente nocturno de la
ciudad en un tono benévolo, - en lugar de crítico como lo
exigía la “moral revolucionaria”-, reñido con el discurso
puritano del momento. El documental fue prohibido por la
Comisión de Estudios y Clasificaciones de Películas, por
“nocivo a los intereses del pueblo cubano y a su
revolución”, provocando una ola de protestas y de
controversias.
La crisis
entre el poder y los intelectuales suscitada a raíz de ese
acto de censura, indujo al gobierno a realizar en la
Biblioteca Nacional el famoso “Encuentro con los
intelectuales”, en donde Fidel Castro pronunció un discurso
conocido como “Palabras a los intelectuales”, que definía
la política cultural del país sintetizada en una sola frase:
“Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada”
que desde entonces fijó la normativa del comportamiento de
los intelectuales de la isla.
Desde 1959
se impuso un estilo de vida que regentaba la vida cotidiana
de todos los cubanos que le daba
prioridad al cumplimiento de las “tareas revolucionarias”
que consistían en la movilización permanente del “pueblo
combatiente” a la espera de la intervención norteamericana.
(La movilización permanente es una técnica de esa modalidad
del nacional-socialismo que es el castrismo, cuya adaptación
a los tiempos actuales, se traduce por la
instrumentalización de las normas de la democracia: la
movilización electoral permanente, que permite mantener a la
sociedad en estado de histeria colectiva permanente, y a la
vez legitimar el régimen totalitario.
En 1959, el
mantenimiento de la ciudad pecadora, culpable de los vicios
del país, no aparecía como una tarea revolucionaria
prioritaria, al contrario, había que castigarla.
Algo había
en su belleza, en el esplendor de la ciudad que la reñía con
la idea de revolución y la destinaba a expiar sus encantos
convirtiéndose en la maltrecha ciudad de hoy. Jean Paul
Sartre, que pasó un mes en la isla en 1960, se hace eco en
su célebre reportaje “Ouragan sur le sucre”, de los
prejuicios y reproches que expresaba entonces la elite de la
revolución a través de cuyo prisma él filósofo percibió La
Habana. Sartre es quien tempranamente expresa lo que a sus
ojos aparecía como una anomalía: la arquitectura de La
Habana, la exuberancia de su iluminación, su modernidad,
chocan sobremanera la sensibilidad del filósofo extrañado
por esa ausencia de “austeridad propia de las revoluciones”,
en las que ve una demostración de subdesarrollo,
personificación de la condición de “semi colonia” de la isla
hasta 1959. Visión que daba por sentado que semejante acerbo
arquitectónico y de modernidad no podía ser obra de un país
“subdesarrollado”, sino de la potencia del Norte.
Cuando se
impuso la línea de Ernesto “Che” Guevara del
internacionalismo, de la creación de “dos , tres, más
Vietnams”, el desapego de La Habana, su abandono, cobró una
justificación política. El rasgo sobresaliente de la línea
de Guevara era la idealización del campo y del guerrillero
rural, condicionando el futuro de los centros urbanos a una
suerte de ruralismo por decreto.
Durante la
fase guevariana, se renueva la campaña de denuncias hacia La
Habana, de su capacidad de seducción, considerada nefasta al
advenimiento del “hombre nuevo” que debía surgir de las
generaciones de guerrilleros que harán entrega de sus vidas
a la causa. El guerrillero es “el elegido del pueblo” y “su
vanguardia armada”, y “es fundamentalmente y antes que
nada, un revolucionario agrario” reñido con la vida urbana
y debe tener “las mejores virtudes del mejor soldado del
mundo”. Lo rural contrapuesto a la ciudad, lugar de
“perdición y de aburguesamiento, visión expuesta en la
teoría de la “guerra de guerrillas”.
Tras la
muerte de Ernesto Guevara, y el abandono de la línea
guerrillera por Fidel Castro, más la necesidad de los
subsidios para mantener al país, obligan al Líder Máximo a
acatar las directivas soviéticas. Comienza el período de la
sovietización durante el cual se da el forcejeo entre dos
culturas opuestas. La presencia del estilo soviético, pese a
la fuerza de la cultura caribeña, se hacía sentir en la vida
cotidiana. Una rigidez desconocida marcaba pautas en el
comportamiento cotidiano. Los ministros estaban secundados
por asesores soviéticos, como sucede hoy en Venezuela con
los cubanos, que parecería se están desquitando con los
venezolanos de aquella humillante experiencia.
Tras la
desaparición de la URSS, La Habana entra en la era
postsoviética. Por primera vez Cuba conoce un fase libre de
imperio tutelar. Una orfandad que la obliga a decretar el
“período especial”, pues ya no recibe los ingentes subsidios
de la Unión Soviética. Durante este período, según el
escritor cubano Antonio José Ponte, la ciudad comienza a
recuperar sus hábitos pasados, surge de nuevo el sentido de
la fiesta, pero será una Fiesta vigilada, aludiendo
a la vigilancia policial, en un “un paréntesis de ruinas”,
refiriéndose al fenómeno de los edificios y casas en ruinas
de los barrios de La Habana.
Ponte
realiza una radiografía fría, sin piedad de la suerte
corrida por la “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo
lugar” y que “es menos una ciudad viva que paisaje de
legitimación política”. Para el autor, las ruinas
arquitectónicas son la representación simbólica de la ruina
del régimen y de sus gobernantes.
La Habana
aparece hoy como el símbolo de la decadencia física de la
isla en donde el tiempo de la economía, de la gestión de los
problemas cotidianos se detuvo en aras a la realización de
una utopía que exigía de la población la movilización
permanente a la espera de “una guerra que nunca tuvo lugar”.
Durante cincuenta años la población cubana ha vivido bajo la
exacerbación del héroe combatiente, el influjo de la
retórica revolucionaria, mientras que hoy, - como declarara
hace poco la joven escritora cubana Wendy Guerra, autora de
Todos se van, (Bruguera, 2006), “vivimos a la espera
de que alguien muera”.
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Especializada en etnopsicoanálisis e historia,
consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú
y así me nació la conciencia" (1982).
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Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA |