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Visiones de infancia del Mayo 68 francés  
por Elizabeth Burgos
viernes, 2 mayo 2008


Cada diez años se repite en Francia el ceremonial mediático de la conmemoración de las revueltas estudiantiles de mayo 1968. Todavía se encienden los debates acerca de si fue o no una revolución, o si en realidad marcó el comienzo de la decadencia de Francia. Este fue incluso uno de los argumentos de la campaña electoral de Nicolás Sarkozy, que entre otras promesas, ofrecía acabar con el espíritu de mayo 68, sin percatarse que su modo de ser, su estilo de vida, su personalidad, han sido modelados por el estilo de mayo 68, y muchos consideran que son el reflejo cristalino del comportamiento de esa generación.

Aunque repetitivo, porque la imágenes de las barricadas siempre son las mismas, cada celebración de mayo 68 tiene su singularidad; incluso, ya podría hacerse la historia de las conmemoraciones de mayo 68. Se agregarían datos y visiones inéditas, se podría percibir cómo se van moldeando las versiones de los acontecimientos, cómo van surgiendo otros ángulos de visión, otras perspectivas de juicio acerca de esos acontecimientos que todavía intrigan; es una historia demasiada inmediata como para que la historia la acoja en su lecho.

En realidad el mayo 68 francés fue un fenómeno tan relacionado con la era mediática, que muchos de sus protagonistas más descollantes lo convirtieron en una rentable empresa de comunicación y han mantenido desde entonces una visibilidad mediática, lo que les ha permitido imponer su propia versión de los hechos. Quien se atreva a esgrimir un referente ligeramente contrario a la versión canónica, sufrirá todo el rigor de los guardianes del culto. Un dato altamente demostrativo; en Francia, muchos de los protagonistas del 68, ejercen hoy cargos de poder en los estratos claves de la sociedad. La novedad es que esta vez una elite revolucionaria no desplazó a la que estaba en el poder  para ocupar su lugar, sino que pasó a compartirlo con ella. Tal vez en ello radica la fascinación que ejerce el mayo francés. Lo que en otros momentos históricos hubiese tenido el coste de la sangre, aquí no hubo necesidad, puesto que se trataba de hijos, exigiendo igualar de manera precoz el estatus que detentaban los mayores, que dado su origen de clase, de todas maneras alcanzarían. En Francia se trató de un pacto de generaciones, puesto que Charles de Gaulle había absuelto a Francia de la culpabilidad de la colaboración decretando que todo el pueblo francés se había opuesto al invasor nazi.  En otros país europeos, en Italia, en Alemania, los rebeldes recurrieron a la radicalidad y al asesinato. Como si esa juventud, aparte de la fascinación romántica de la violencia, necesitara de un rito sangriento para lavar los crímenes cometidos por el nazismo en Alemania, y por el apoyo de masas que tuvo el fascismo en Italia; actitudes eminentemente activas, mientras que la de Francia, la invasión nazi fue la de la aceptación de un hecho consumado, y en ello radica la diferencia en el comportamiento de los rebeldes en esos tres países. El gobierno colaboracionista de Vichy del Mariscal Petain, por el mismo hecho de tratarse del héroe de la Primera Guerra Mundial, generó una situación suficientemente ambivalente como para que los franceses observaran una tensa calma, hasta que luego fue tomando cuerpo un movimiento de resistencia, bastante minoritario, por cierto, luego la versión  forjada por de Gaulle, que le adjudicaba el heroísmo de unos cuantos, a toda la nación, así contribuyó a preservar el orgullo de su pertenencia a la nación, tan hondo en los franceses.  

De allí que entre las motivaciones que animaban a aquellos jóvenes, había el deseo de desquite de una generación nacida después de la Segunda Guerra Mundial que no había sido ni víctima del nazismo ni había participado en la resistencia contra éste. Los había de dos categorías: aquellos animados por el deseo de cumplir con un gesto heroico para resarcirse de la falta de heroísmo de los padres, simpatizantes del régimen de Vichy. Y los que los movía el deseo de rendirle homenaje a los familiares que habían resistido contra el invasor nazi, o que habían perecido en deportación, demostrándoles de que eran también capaces de actuar como ellos lo habían hecho; ser dignos de ellos. En una entrevista televisada, un, entonces, joven universitario, de padres judíos, que había decidido ir a trabajar en una fábrica de autos, como lo hicieron muchos maoístas para demostrar ser consecuentes con sus ideas, porque en lugar de “dirigirse a los obreros, se debía ir a ellos”, contó que una noche soñó con el plano de la fábrica Renault en donde trabajaba, sobre el cual se superponía el plano de del campo de concentración de Auschwitz en donde habían sido deportados sus padres. (En ese sentido, es notable el número de hijos de judíos entre los líderes del mayo francés). También actuaba, por supuesto, la relación mimética que se tiene en Francia con las barricadas de 1848 y las de la Comuna de París, figuras míticas a las cuales siempre se recurre en París cuando la sociedad quiere expresar su descontento. En ese sentido, parece que París es la ciudad del mundo que bate el record histórico de revueltas populares. 

También actuaba el mimetismo con las guerrillas en América Latina, la figura del Che Guevara, en particular, la Revolución Cultural china. Tal vez la izquierda francesa, porque ya tiene saldada su deuda con la revolución, puede permitirse el privilegio de idealizar en la distancia a los dictadores clasificados de izquierda. La de la izquierda francesa, es una relación imaginaria, una suerte de ensoñación literaria muy en acorde con la cultura francesa en la que el imaginario literario ocupa un lugar preponderante. Lo carteles más artísticos del Che Guevara, de Mao, de Ho Chi Mihn se elaboraron en París, pero salvo un grupo muy reducido, el Grupo de Acción Directa, que logró asesinar a un banquero, a nadie se le ocurrió imitarlos. Los “exsesentaichescos” del mayo francés, no sufren del agobio de la culpabilidad de las manos manchadas de sangre, como los ex de las Brigadas Rojas italianas, o los del Ejercito Rojo alemán. Al contrario, los “antiguos combatientes” del mayo francés se les encuentra muy bien situados en el establisment; en los partidos políticos, en los medios de comunicación, en la administración, en editoriales y en la educación nacional. Un ex jefe del servicio de orden de un grupo trotskista es hoy miembro del Senado. 

 No obstante, el cuarenta aniversario de Mayo-68 es una fecha singular; pese a los escenarios establecidos de antemano, el hecho de que aquellos que vivieron y fueron actores de los acontecimientos ya han pasado de los sesenta y sus hijos de los cuarenta, le ha dado una connotación inesperada.  Han alcanzado edades en que los acontecimientos comienzan a percibirse con el color sepia de las viejas fotografías de familia y los hijos a osar expresar sus experiencias de “víctimas” al lado de padres que vivían un período intenso de cuestionamiento, una especie de adolescencia tardía, poco indicada para la crianza de niños de corta edad. Convertidos en conejillos de india de los exabruptos ideológicos de sus progenitores, vivieron una infancia poco común.  

Precisamente, entre los incontables ensayos, memorias y libros de imágenes que abarrotan las librerías parisinas sobre Mayo-68, el que me ha parecido el documento más original, pese a su carácter modesto si se le compara con el resto de la producción, es un narración autobiográfica y a varias voces, que termina siendo colectiva, porque narra la visión que tienen hoy de sus padres, los hijos de los líderes de mayo 68.

Le jour où mon père s’est tu, [1]o El día en que mi padre dejó de hablar, es el resultado de una encuesta que Virginie Linhart, se propuso escribir sobre los “maos”, y sobre el silencio de su padre que un día, cuando ella tenía quince años, sin que mediara explicación alguna, se sumió en el mutismo. Hija de Robert Linhart, miembro de la Unión de Estudiantes comunistas, (1964) crítico de la línea oficial “revisionista” del PCF,  es excluido y funda la Unión de Jóvenes Comunistas, marxistas leninistas y se convirtió en uno de los líderes de mayor influencia del izquierdismo pro chino francés.

Egresado de la célebre Escuela Normal Superior, fue uno de los alumnos más brillantes,  alumno predilecto, de Louis Althusser, figura tutelar del grupo que en el seno del comunismo conformó la tendencia maoísta que se enfrentó  al “revisionismo” pro-soviético del PCF. (Una mañana de 1988 Louis Althusser estranguló a su esposa Helena; acontecimiento sobre el cual se guarda hasta ahora un silencio púdico, no cuadra con la imagen de la izquierda festiva que se ha impuesto, de allí que no se haya analizado la repercusión, la correlación y las consecuencias de este hecho traumático en la izquierda surgida del 68.) 

Linhart, fiel a su radicalismo, fue también el iniciador del movimiento que envía a los intelectuales a trabajar como obreros para que propagaran la revolución en las fábricas. Abandona la brillante carrera de profesor que tenía por delante, y el puesto que le correspondía en la elite intelectual por su condición de “normalien”, - egresado de la célebre Escuela Normal Superior – e integra la fábrica de autos Citroën como obrero especializado, para llevar al seno mismo de la clase obrera, el mensaje de la revolución. Pronto se percató de su visión imaginaria de la clase obrera y de la poca receptividad de ésta por los preceptos revolucionarios forjados en los áridos laboratorios teóricos del marxismo althusseriano. Publicó un libro sobre esa experiencia que fue un best seller en su época, L’Établi.[2] Se decía el movimiento de “establecimiento” en las fábricas, de allí el término de “establecido”.

Así expresaba Linhart su credo en el número 15 de Les Cahiers marxistas-leninistes que fundara en 1964:

“(…) llevar una lucha ideológica intransigente contra la ideología pequeño-burguesa y su cómplice revisionista, contra la ideología pequeño-burguesa, particularmente pacifista, humanista y espiritualista…Crear una universidad roja que se ponga al servicio de los obreros más avanzados, de todos los elementos revolucionarios.” 

Los acontecimientos de mayo-68 lo sorprenden en el hospital aquejado de un primer incidente depresivo. ¿Fragilidad psíquica o lucidez extrema? Como lo deja entrever uno de sus antiguos compañeros de lucha. [3]La crisis que sobrevino en el movimiento maoísta tras los acontecimiento de mayo fueron devastadores para muchos de sus miembros, y por supuesto para Linhart en tanto que líder; divididos entre aquellos que lo consideraban como un movimiento pequeño burgués sin relación con la clase obrera y los que no querían quedarse fuera del juego. Se divide el maoismo y Linhart adhiere a la Izquierda Proletaria, de allí, el trabajo en las fábricas y demostrar así, su divorcio con la izquierda pequeño-burguesa.

Linhart tuvo una fase brasileña al relacionarse con el exilio brasileño en París, en particular con el entorno de Miguel Arraes, ex gobernador de Pernanbuco. Cuando éste regresó a Brasil, Linhart lo acompañó. De su estadía en el país publicó Le sucre et la faim , una encuesta sobre los obreros agrícolas de las plantaciones de caña de azúcar.

Luego de la tragedia protagonizada por Althusser, Linhart emprende, tal vez su última gran batalla de activista político. Realiza una encarnizada lucha para que se admitiera la irresponsabilidad jurídica de Althusser, su padre espiritual e inspirador, y fuera declarado en estado de demencia en el momento en que estranguló a su esposa Helène y se librara del juicio y de la cárcel. [4]Agotado física y psíquicamente, Linhart intenta suicidarse. Es cuando  desaparece y nadie explica a su hija de quince años lo sucedido. Tras un largo período en coma, volvió a la vida, pero observando un mutismo absoluto. 

Al principio Virginie Linhart pensó entrevistar a los compañeros de su padre, los antiguos “maos”, finalmente, un encuentro inesperado con el hijo de un ex dirigente, le hace caer en cuenta, que su encuesta debe girar en torno a los hijos, que como ella, vivieron las mismas experiencias, desde el ángulo de observadores y de actores pasivos, desde la cuna, cuando despertaban al mundo y aprendían a mirar. Es el testimonio desde ese ángulo inesperado, lo que hace que esta autobiografía a varias veces constituya un documento entrañable.

La originalidad de la narración radica en la polifonía que encierra la memoria de estos jóvenes, hijos de líderes comprometidos a tiempo completo en un proyecto revolucionario. La visión que hoy tienen acerca de una infancia que fue excepcional por las experiencias que les tocó vivir a instancias de sus padres. Al tratarse de un movimiento,  que sobre todo era de orden cultural, de cuestionamiento de las costumbres que regían la vida social, el núcleo familiar fue convertido por los jóvenes rebeldes, en laboratorio de experiencias, los conejillo de indias, por definición fueron los hijos. A medida que se van escuchando las voces de los hijos de los líderes, Virginie Linhart nos hace escuchar también la suya, y así se van juntando las piezas de un rompecabezas cuya figura inconclusa la perseguía. Virginie Linhart, para deshacerse  de su fardo, necesitaba compararse, corroborar que ella no era la única, que se trataba de un hecho real que ella quería contar “no como la cuentan los libros”. Cada capítulo es una narración a dos voces. Así van surgiendo los episodios que vivieron en su tierna edad aquellos niños que no eran “lo primero en el orden de prioridades de los padres” pues éstos tenían otra misión que cumplir (todos emiten esa queja). La vida en comunidad, en pleno campo para aquellos , más radicales que habían optado por volverse campesinos, e ir a vivir en comunidad, en donde desaparecía la vida en pareja; los divorcios de los padres que  forzosamente terminaban por ocurrir. Las angustias de las noches, cuando los padres ocupados en reuniones exteriores los dejaban solos porque “tener una baby sitter era burgués”. El varoncito que desde su cama escucha las reuniones de su madre con sus amigas feministas que decretan que a los “violadores se les debe emascular” y el terror que le suscitó esa imagen. Pero la militancia de los padres no es todo; luego les tocó la experiencia de vivir el periodo de crisis que sobrevino cuando concluyó la experiencia. Cuando lo imaginario da paso a las terribles noticias de los millones de muertos causados por la Revolución cultural China, y por si fuera poco, los millones causados por los Jemeres Rojos. Y hasta de Cuba llegan noticias de persecuciones a poetas y a homosexuales.

Lo más notable de la narración de estos hijos de mayo 68 es cómo lograron estructurar su personalidad, forjando una imagen a contrario de la de los padres, escogieron puntos de interés profesionales totalmente reñidos con la ideología de los padres, y lograron sobrepasar el pesado legado del 68. Pese a todo, la mirada  que arrojan  sobre las vidas de sus padres es serena; no se percibe en ellos sentimientos de reproches, ni de culpa hacia sus progenitores. Al contrario, han alcanzado una madurez que les permite juzgarlos sin resquemor. Incluso los admiran por su inteligencia, “porque pasaron su juventud leyendo, estudiando, reflexionando”, porque siguen siendo activos y son “competentes” por lo que “merecen estar allí en donde están”. Les otorgaron una percepción del mundo que hoy agradecen, una sensibilidad hacia lo que sucede a su alrededor. Se les percibe depositarios de una experiencia que les ha procurado una manera de abordar la vida de manera pragmática, racional, en donde no hay cabida para las utopías. Ejercen profesiones completamente alejadas de las de los padres y sobre todo, le conceden mucho tiempo a la educación de sus hijos, y la política no ocupa ningún espacio en sus vidas, pero poseen un sentido crítico muy desarrollado. Para algunos todo no fue color de rosa en el plano familiar, íntimo, sienten que fueron sacrificados y que lograron sobreponerse gracias al psicoanálisis, pero ninguno se sitúa en la postura de la víctima. Y agradecen que sus padres establecieron el diálogo transgeneracional.

En su conclusión, Virginie Linhart deja claro que su propósito no es hacer coro con los que atacan el legado del 68, más bien da una demostración  del “esprit” del 68, dándole libre curso a la palabra de los entrevistados, a la suya propia, sin emitir el mínimo vestigio de querer culpabilizar a nadie, y es la tónica de todos los que en el libro se expresan.

Ella no reacciona ofendida cuando Bernard Henry Levy, haciendo la crítica del maoísmo, al cual él también perteneció, escribió recientemente que Robert Linhart estaba loco, al igual que lo estuvo el maestro de todos ellos, Althusser. Al contrario, el hecho que fuese escrito, verbalizado por primera vez, que su padre estaba aquejado de una enfermedad psíquica, parece haberla tranquilizado porque fue como una luz que le dio la clave de la conducta de su padre.  Enfermedad de la cual ella tuvo la prueba, pues gracias a una anestesia debido a una operación, éste salió sorpresivamente de su mutismo y se convirtió un personaje hiperactivo, hasta llegar al delirio. Afectado de una crisis manico-depresiva, mezcla de humor, fantasía, delirio, inteligencia, se hizo insoportable. Dejó de dormir, fue necesario la cura de sueño y así volvió a su mutismo de antes. Virginie Linhart concluye diciendo que ahora sabe lo que se esconde detrás del mutismo de su padre. No existía confrontación alguna con sus compañeros, simplemente ellos optaron por “seguir estando presentes, a exponerse políticamente, literariamente, mediaticamente”. No compartían la misma problemática, ellos, simplemente, continuaron su ruta. Mientras que su padre tuvo que bifurcar para no compartir su vida entre la vida pública y el hospital psiquiátrico. Ella considera que dentro de su enfermedad, su padre demostró poseer una gran sabiduría.

Y como ella sigue siéndole fiel al lema “prohibido prohibir”, no les reprocha a quienes fueron héroes de su infancia que hoy adhieran a la mayoría en el poder, incluso, sean ministros; simplemente opina, como en el mejor momento de mayo-68, que es sorprendente, pero que “todo es posible”.

Ahora sabe lo que significa el silencio de su padre, no es por ello que la hará sufrir menos, pero lo toma por lo que es: “una condición sine qua non de su equilibrio”.

 Al término de la lectura de este libro, la sensación que deja al lector es el de penetrar en la gestación de una nueva cultura de la infancia. Nada de momentos idílicos, de nostalgias enfermizas, en cambio demuestra una lucidez pasmosa, hacia su propia generación y hacia la de sus padres. Si nos atenemos a la narración de estos vástagos de la elite izquierdista, en la transformación del imaginario de la infancia, si parece innegable que mayo 68 significó una revolución.


[1] Editions du Seuil, Paris, 2008

[2] Editions de Minuit, Paris, 1878.

[3] Ráphaël Sorin, Libération, 25/03/2008

[4] Louis Althusser fue recluido durante un tiempo en una clínica psiquiatrica. A su muerte, ocurrida en 1992, vivía en un apartamento en donde recibía la visita de sus amigos y ex alumnos.
 

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 Especializada en etnopsicoanálisis e historia, consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia" (1982).
- Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA


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