El
alejamiento y el tiempo transcurrido no diluye el recuerdo,
pero si las sensaciones. Regresar a Venezuela significa
exponerse de nuevo a une sensación inédita en Europa: la
mirada herida por la reverberación de la luz con el color;
prueba que Soto y Cruz Diez no podían haber nacido en otra
parte.
Me he percatado que desde que
abandoné Venezuela mis regresos se cumplen respetando, de
manera inconsciente, el ritmo del lustro. Esta vez el ciclo
se alargó por decisión consciente: más de siete años han
transcurrido desde mi último viaje. Me aburría de antemano
volver a la trama vivida en Cuba, Bolivia y Chile: volver a
ser espectadora de escenas ya vistas, de una trama concebida
hace casi medio siglo en La Habana que conforma ese
artefacto ideológico que es el castrismo que irrumpe
deteniendo y corrompiendo procesos políticos en curso y de
cuyo alcance, y tal vez por suerte, la ingenuidad venezolana
no parece percatarse. Parecería que esa ingenuidad es la que
inconscientemente ha salvado hasta ahora al país de no
sufrir el mismo destino que Cuba porque de saberlo, tal vez
lo hubieran enfrentado de manera más ordenada, menos
temeraria, sin derrochar las municiones, así como
acostumbran derrochar todo cuanto poseen. Pero al mismo
tiempo, ese desarreglo, esa falta de coherencia estratégica,
debe haber tomado de sorpresa a los expertos cubanos,
acostumbrados a lidiar con una sociedad cubana sometida,
amaestrada para la docilidad, lo que debe haberles
dificultado el éxito esperado.
Recuerdo que en 1996 Venezuela
había llegado al límite de conflictos que una sociedad puede
soportar. Era evidente que el país exigía una modernización
de sus instituciones y de su gestión administrativa: la
única revolución que un país moderno como Venezuela podía
anhelar: resolver la crisis de modernidad que fue germinado
en el humus de su propia sociedad; ese era el reto de
entonces. Pero como todo aquello que se adquiere con
demasiada facilidad no se le otorga el precio que vale: la
mayoría electoral inconsciente del tesoro que poseía, lo
puso en manos de un teniente-coronel golpista,
comprometiendo así el curso de la libertad y de la nueva
fase de modernidad que la sociedad exigía. El elegido
resultó ser una vía hacia la involución para lo cual indujo
la intromisión del castrismo que hasta ahora le ha resultado
exitoso para sus propósitos, pero que a la larga causará su
pérdida.
El recién llegado llega con la mirada alerta y percibe de
inmediato los cambios. Me pareció percibir en la búsqueda a
tientas en la que está abocada la fragmentada disidencia
(coincido con Américo Martín en la preferencia de ese
término) es la forja de una nueva ética del estar en
sociedad, de donde surgirán formas inéditas de organización
que tal vez tomen otras formas que la de los partidos
políticos tradicionales: ello tomará el tiempo que requieren
los períodos de gestación, pero el movimiento está en
marcha. Las experiencias dolorosas de los últimos años
parecen haber propiciado cambios notables en el
comportamiento. Se percibe una madurez que antes no existía.
Una soltura, propia de la modernidad se percibe en todos los
ámbitos. Una prueba de ellos es el dominio notable del
lenguaje en los niños; no todo es negativo en la
televisión.. En un paseo por la Plaza Bolívar el 24 de
julio, día de fiesta nacional, para quien ha estado ausente
desde hace años, ver parejas jóvenes deambular con sus
hijos, el hombre llevando en los brazos al más pequeño, es
una imagen inédita.
La cultura del whisky parece
haberse atenuado, hoy parece que la practica la oligarquía
chavista, enfrascada en el modelo clásico venezolano de la
IV República: el goce de la sensualidad del poder.
Me da la impresión de que la tarea que debe enfrentar la
disidencia venezolana es doble: sentar las bases del “nuevo
país” que surgirá de una revolución modernizadora que lo
haga contemporáneo de su época. Un país que cultive el saber
científico y artístico, que tenga como meta obtener, por lo
menos, un premio Nóbel y no gastar sus recursos en (de)
formar a la juventud para que sirva de carne de cañón y
nutrir con su sangre los deseos primitivos de un jefe de
horda, que se regodea con la palabra “muerte” y les ofrenda
como traje ritual, un disfraz de guacamayo.
El movimiento estudiantil ha
demostrado haber asimilado las enseñanzas de la crisis y
haber inaugurado una lúcida e inédita cultura política
gracias a haber procedido al diagnóstico del síntoma. El
diagnóstico requiere distancia y lucidez, y el abandono de
la queja y del reproche, a lo cual se dedican algunos que
centran sus críticas en la oposición, pues a una enfermedad
no se le puede reprochar nada, se le debe encontrar la
medicina. Ha alcanzado una madurez que le ha hecho ver la
necesidad de promover una agenda propia y cesar de aceptar
la que le fija el oficialismo. Comprendió la urgencia de
proponer alternativas; en lugar de situarse siempre en
contra, refutar el negativismo creando su propio espacio de
acción; una practica que sea la continuidad de un
pensamiento; actuar en concordancia con el movimiento del
mundo y de la civilización.
Si el momento no fuera de tal gravedad, y las consecuencias
que se avizoran de consecuencias tan nefastas, las
expresiones del Socialismo del SXXI deberían mover a la risa
burlona que provoca un espectáculo humorístico de pésima
calidad. Porque en lugar de una revolución lo que se percibe
es un arcaísmo obsoleto, el regreso de un machismo
primitivo, la afición delincuencial del desacato de la ley,
la vulgaridad social del advenedizo.
Queda por diseñar un pensamiento a la altura del reto que
está a la orden del día en Venezuela: crear el perfil de una
democracia inédita, para ello es indispensable fijar las
reglas del juego institucionales sin las cuales esta no es
posible.
Indudablemente que el modelo a seguir debería ser José
Vicente Abreu gracias a quien Venezuela es hoy un país que
cuenta en el mundo, allí en donde ello significa un logro
verdadero: en la creación.
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Especializada en etnopsicoanálisis e historia,
consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú
y así me nació la conciencia" (1982).
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Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA |