Irak
vive en estado de guerra desde hace treinta años. Irak ha
declarado guerras sanguinarias contra sus vecinos
regionales, baste recordar la guerra contra Kuwait, Irán, y
contra los Kurdos. Irak ha empleado armas bacteriológicas,
facilitadas por las democracias europeas, en sus guerras
expansionistas. Y desde hace veinte años, sus riquezas de
hidrocarburos alimentan tensiones internacionales que se
agregan al explosivo y complejo tejido interno caracterizado
por enfrentamientos étnicos y religiosos que la feroz
dictadura de Saddam Hussein había neutralizado mediante el
terror, pretexto tomado por el poder estadounidense para
invadir al país, pues cabe recordar, que hasta ahora,
ninguna de las potencias democráticas del mundo se ha
sentido incomoda con la presencia de petrodictaduras.
Los atentados del 11 de septiembre condujeron al gobierno de
Bush a emprender una “cruzada” contra el terrorismo y
escogieron a Irán para comenzar esa guerra. En las razones
de esa toma de esa decisión parece haber convergido la
necesidad, como en las películas de vaqueros, de desenfundar
rápidamente y disparar para demostrar que la valentía y el
honor seguían intactos; la lucha contra una dictadura es
siempre bien recibida por la opinión pública, y por último,
una reacción de tipo edípico, la oportunidad para Bush
junior, de terminar el trabajo que el papá dejó inconcluso
cuando fue presidente y se enfrentó al mismo dictador.
Ciertamente, los americanos derrotaron fácilmente al
ejército de Saddam Hussein, pero al mismo tiempo, abrieron
la caja de Pandora, y le dieron libre curso a los
enfrentamientos ancestrales, religiosos y étnicos. Como todo
poder, la prepotencia les hizo ignorar los condicionamientos
sociales, étnicos, religiosos que abriga toda sociedad, más
aún, cuando ésta todavía tiene rasgos medievales. Guardando
las proporciones, de igual manera actuó el Che Guevara en el
Congo y en Bolivia, y ya sabemos cómo terminaron ambas
experiencias.
Ya no es un misterio para nadie, aún para el propio poder
americano, de que Estados Unidos está metido en unas arenas
movedizas de las que difícilmente encuentre la vía de
salida. De hecho nadie desea el abandono del territorio
iraquí por el ejército americano. Ni Irán, pues la presencia
americana le permite radicalizar la situación y ganar
adeptos para su lucha contra el “imperialismo”. Ni el
gobierno iraquí que tendría que enfrentar solo la espantosa
guerra civil que tiene lugar en el país; ni los países
limítrofes que tendrán que enfrentar solos las ambiciones de
Irán de convertirse en la gran potencia de la zona; ni los
europeos que tendrían que tomar cartas en el asunto. Por
otro lado, los americanos están en la imposibilidad de poner
término a la guerra civil, pues el arte de guerra que
emplean las guerrillas sunitas no da pie para que se les
neutralice, pues no aparece un liderazgo que los guíe y que
pueda convertirse, en cierto momento, en interlocutor, no se
sabe qué reivindican, ni por qué programa luchan.
Esta situación de incertidumbre ante la cual se encuentran
las tropas americanas, hace poco, seis sub-oficiales
estadounidenses, pertenecientes a la famosa “82 división
aerotransportada”, al término de quince meses de servicio,
decidieron darla a conocer al público. El propósito de
publicar su testimonio en The New York Times fue el
de revelar el abismo entre el discurso oficial y la realidad
que se vive en el terreno en donde se lleva a cabo la
guerra. Consideran que los debates sobre la guerra en
Estados Unidos, vistos desde Bagdad, aparecen como irreales.
Narran con lujo de detalles la violencia incontrolable, el
estado de desconfianza permanente hacia los “aliados”; las
ambigüedades y las contradicciones de lo que ellos califican
de “ocupación” militar de Irak, hecho que jamás será
aceptado por los iraquíes, lo que hace imposible obtener el
apoyo de la población. Describen el tipo de guerra al cual
se enfrentan, un ejemplo, fueron oficiales del ejército
iraquí quienes ayudaron a los terroristas que montaron un
atentado contra soldados americanos del cual estos testigos
fueron víctimas. Los civiles, aunque lo hubiesen querido, no
lo denunciaron por temor a las represalias por parte de la
milicias chiítas que los hubiera masacrado.
También declararon que las
milicias sunitas, rivales de Al Qaeda, armadas y equipadas
por los norteamericanos, son temidas por el gobierno de
Bagdad, pues saben que al abandonar el terreno el ejército
americano, estas le declararán la guerra al gobierno.
Ellos estiman que Estados Unidos
fracasó por no haber podido cumplir con las promesas hechas
a los iraquíes, pues “reemplazaron la tiranía del partido
Baas por una tiranía de la violencia islamista, de las
milicias y de criminales”. Cuando los GI distribuyen
alimentos a la población, esta les manifiesta que lo que
necesitan es “seguridad, y no comida”, pero los americanos
no están en posibilidad de brindarle hoy seguridad. “
Nuestra presencia libró a la población de un tirano, pero la
privó del respeto de sí misma”. Para recuperar su dignidad,
el mejor medio “es de vernos como un ejército de ocupación y
de obligarnos a retirarnos”, concluyen estos oficiales que
firman el artículo con su propio nombre.
Por mejor voluntad que se tenga,
aunque se ocupe un país en nombre de la democracia, una
ocupación militar es una ocupación y ningún sentimiento
nacional lo admite. Manifestaciones de ello, ya se están
viendo en Bolivia, en donde el sentimiento nacional se
manifiesta de manera rotunda, en contra de la presencia de
militares cubanos y venezolanos.
El sentimiento venezolano ha
dado muestras de tibieza, pero no es de excluir, que en
algún momento aflore, a ver cómo reaccionarán las fuerzas
militares y civiles de ocupación cubanas cuando esto suceda.
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Especializada en etnopsicoanálisis e historia,
consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú
y así me nació la conciencia" (1982).
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Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA |