Mario
Chanes de Armas es el símbolo por excelencia de la lucha
contra las dictaduras. Contra la de Batista que combatió
junto a Fidel Castro participando en el famoso ataque al
cuartel Moncada y como integrantes del grupo de exiliados
cubanos de México que desembarcó en el yate Granma: los dos
mitos fundacionales del castrismo, acaba de morir en el
exilio en Miami a los 80 años de edad. Al igual que Fidel
Castro, tras el ataque al Moncada, cayó preso y cumplió
quince meses de cárcel en lugar de quince años, gracias a la
amnistía decretada por Batista. Mario Chanes pertenecía al
sindicato de gastronómicos. Al conocer a Fidel Castro
abandonó la labor sindical y se sumó a la labor clandestina
en contra del régimen de Batista. Cumplió una parte activa
en el ataque al cuartel Moncada, viajaba en el tercer coche
detrás del de Fidel Castro. Miembro del grupo de exiliados
que en México organizó la continuación de la lucha en Cuba.
Tras el triunfo de Fidel Castro, al percatarse del sesgo
anti-democrático que tomaba la revolución, desechó el cargo
al cual fue designado como jefe de los motorizados de la
reciente policía creada por el nuevo régimen asesorada por
personal soviético. Al tomar distancia con el nuevo poder se
volvió sospechoso y fue detenido en 1961 bajo la acusación
de conspirar para asesinar a Fidel Castro, hecho que él
siempre negó, alegando de que se trataba de una acusación
inventada para neutralizarlo como opositor potencial.
Condenado a treinta años de cárcel sin prueba alguna,
permaneció preso de 1961 a 1991, siendo el prisionero que ha
cumplido con la más larga pena de prisión del siglo XX: más
que Nelson Mandela, símbolo del presidio político, que
sufrió 24 años de cautiverio.
Al no aceptar vestir el uniforme
de preso común, formó parte del grupo de los “plantados”,
categoría de reclusos que se negaba a aceptar el régimen de
rehabilitación al que el régimen obligaba a aquellos que no
fueron condenados a muerte y que consistía en fórmulas
políticas que conducían a renegar de sus convicciones y a
convertirse de hecho, en cómplices de las autoridades
carcelarias. La indocilidad conducía a sufrir toda clase de
vejámenes y castigos: el encierro en una celda minúscula,
tapiada, sin acceso a la luz del sol, desnudos, por todo
vestido un calzoncillo, sin derecho a visita, durmiendo
sobre una laja de cemento, sufriendo toda clase de
vejaciones físicas y psíquicas. Mario Chanes estuvo siete
años sin poder recibir visitas de sus familiares. En la
cárcel le llegó la noticia de la muerte de su único hijo de
22 años, y la de la muerte de sus padres. No aceptó el
chantaje de asistir al entierro a condición de vestir el
uniforme de preso común. El relato del cautiverio que sufrió
Mario Chanes de Armas, a quien tuve la oportunidad de
entrevistar varias veces, en el presidio castrista es uno
de los más alucinantes que existen en el género testimonial. Él
vivió la experiencia del terrible penal de isla de Pinos en
el que vivieron hacinados durante años hasta 15.200 presos
(cifra admitida recientemente por el propio Fidel Castro).
Tal cantidad de prisioneros en un mismo espacio, hacía temer
a las autoridades que se realizaran motines o que en caso de
un desembarco opositor a la isla, los presos se sumaran a
él, por lo que decidieron instalar un sistema de explosivos
alrededor de las circulares que constituían el presidio para
hacerlo explotar junto con los prisioneros, en caso de que
se produjera esa eventualidad. Los presos no ignoraban el
peligro mortal que cernía sobre ellos.
La figura del “plantado” es la
del sobreviviente de una lucha feroz, la de la primera
oposición contra el régimen castrista, lucha que se extendió
de 1959 a 1966, cuando fue fusilado el último “alzado”. El
“plantado” sufría, además de su propio dolor, la vivencia
del dolor por los compañeros muertos en la lucha, o
fusilados, muchos de los cuales eran sus propios familiares.
Sin poder recurrir a la justicia ni a la opinión pública, el
“plantado” sólo contaba con su propio cuerpo como único
espacio de desafío y de resistencia. Infinitamente
castigado, el cuerpo será el territorio por excelencia en
donde se dará el enfrentamiento con el poder, a la vez que
significará el espacio estratégico desde donde el prisionero
librará la lucha en aras a la salvaguarda de su identidad.
La última vez que hablé con
Mario Chanes de Armas, fue en la pequeña oficina de los
plantados en Miami en vísperas de Navidad. Allí estaba él,
amorosamente iba colocando un jabón, una toalla, un cepillo
de dientes, en cada uno de un cerro de maletines de
plásticos que lo rodeaban, destinados a ser enviados como
regalo de Navidad a los presos que permanecen en las
prisiones cubanas. Esa solidaridad que observé entre los
“plantados” hacia los prisioneros de la isla, suple la falta
de solidaridad que el mundo y los organismos humanitarios le
han negado a los cubanos que han luchado y luchan por la
libertad. Siempre me quedará el recuerdo de su figura
entrañable, de su cabellera plateada, de su mirada tierna,
de sus modales amables y de la sensación de firmeza que
transmitía cada uno de sus gestos.
Que estas líneas sirvan de
homenaje a la memoria de un justo al que nunca le escuché ni
una sola palabra de odio.
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Especializada en etnopsicoanálisis e historia,
consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú
y así me nació la conciencia" (1982).
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Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA |