ue
nadie lo dude. La mayoría de los venezolanos exhaló un
suspiro de alivio a la medianoche del 11 de abril del
2002, cuando se enteró que la salida del poder de Hugo
Chávez era una cuestión de horas.
La horrible tarde que
había vivido el país se convertía en la síntesis de un
gobierno cuyo origen violento se conectaba con un final
signado igualmente por la barbarie, furiosamente
desatada en los alrededores de Miraflores.
Sólo que fueron
millones los testigos que observaron y escucharon al
Presidente en su intento por borrar de las pantallas de
televisión lo que estaba ocurriendo, a través de una
cadena nacional plagada de invocaciones a Dios y
alusiones a la tolerancia y la libertad de expresión
propiciadas por su gobierno, mientras a pocos metros la
masacre continuaba y luego se suspendía la señal de tres
canales de televisión.
El fin del odio
Si en efecto lo
ocurrido formaba parte de una provocación para generar
violencia, quienes la fraguaron supieron tocar la tecla
precisa y antes que desechar el uso de la fuerza contra
una manifestación conformada por una inmensa mayoría de
personas inermes, el Presidente decidió convocar a los
círculos bolivarianos, reprimir la marcha con la Guardia
Nacional y los pistoleros civiles y finalmente ordenar
la activación del Plan Avila, sacando a la calle la
artillería. Un error de cálculo que propició la
desobediencia del comandante del Cufan, el general
Rosendo, y desató el movimiento de los jefes militares
en contra de la permanencia de Chávez en el poder.
En todo caso, si la
oposición fraguaba una conjura, según el general Rosendo
el entorno político y militar más cercano al Presidente,
incluyendo al fiscal Isaías Rodríguez, también se había
preparado en los días previos para que lo que ya se veía
venir.
De allí la sensación de
alivio en quienes, a las 4:00 de la mañana del 12 de
abril, pudieron ver a un Chávez humilde y contrito
entrando al Fuerte Tiuna para entregarse a los militares
rebeldes. Se suponía que en ese preciso instante el país
entraba en una nueva fase y que pese a todos los
problemas y al virus de la polarización, el nuevo
gobierno impulsaría, como fines incontestables, la
recuperación de la paz social y la liquidación del
estado de guerra latente y, a veces concreto, en que
estaban sumidos dos irreconciliables bandos movidos por
el odio.
Destejiendo la red
En el curso de las
horas siguientes, y como ya todo se daba por concluido,
la extensión y profundidad de la red conspirativa
comenzó a revelar hasta dónde y de qué manera había
logrado Hugo Chávez colocar a lo que entonces era la
mayoría del país en contra de su proyecto político.
Todos quedaron al
descubierto. Primero los jefes militares, cuyas
posiciones en cargos clave impulsaron su salida del
poder sin que se disparara un tiro y, por tanto, sin una
sola baja. Decimos "ni un tiro" luego de las 5:00 de la
tarde y ninguna baja militar porque los muertos eran
civiles.
A excepción de Baduel,
García Carneiro y del general de tres soles, cuyo
célebre anuncio sobre la renuncia Presidencial lo colocó
en una zona de incertidumbre que lo trajo hasta su
actual ostracismo, los otros jefes militares y oficiales
de alto rango quedaron en evidencia. En otras palabras,
Chávez no controlaba las FAN y allí estaban los héroes
uniformados del momento para corroboralo. Algunos no
hicieron sino confirmar la desconfianza del Presidente
hacia ellos, pero otros provocaron su estupefacción por
haberlos tenido como sus fieles y seguros servidores.
El revés de la trama
Luego se descubrió
la trama de los empresarios. Mucho menos sorpresiva por
evidente. No en balde Pedro Carmona Estanga era la
cabeza visible del movimiento de oposición surgido a
raíz del paro del 1 de diciembre del 2001.
Lo mismo ocurría en la
Iglesia y el hecho de que el cardenal Velasco fuera el
primero en firmar el decreto de Carmona no era el primer
indicio de la actitud de un clero convencido de que la
violencia y el autoritarismo afectaban no sólo a los
católicos como personas sino a la institución toda.
El clamor en Pdvsa
también era estruendoso y el último desafío de Chávez,
el domingo 7 de abril, expulsando ignominiosamente a una
élite empresarial que se había convertido en la punta de
lanza contra los intentos por convertir a la compañía en
una estructura política al servicio de los intereses del
Gobierno había radicalizado las posiciones hasta el
punto de convertir a la industria en el centro
neurálgico del paro nacional.
Luego venían los
dirigentes sindicales, los líderes políticos y el
chavismo renegado, cuyas acciones se vieron en alza en
las horas posteriores al 11, cuando un grupo de
parlamentarios se mostró dispuesto a dar su voto para el
reconocimiento legislativo del gobierno provisional de
Carmona. No se puede negar tampoco que la participación
de los medios resultó vital y en la semana previa al 11A
los dueños de las televisoras se las jugaron todas ante
un Gobierno dispuesto a cerrarlas definitivamente,
partiendo la pantalla para impedir que el Gobierno
impusiera su mensaje con la seguidilla de cadenas
nacionales que se produjo a lo largo de esos días.
Estaban también los
diplomáticos y aun cuando el Gobierno señala la
participación de dos agregados militares estadounidenses
en los hechos del Fuerte Tiuna la noche del 11A y hacen
notar la visita del los embajadores de Estados Unidos y
de España a Carmona, no existe ningún tipo de evidencia
documental que pueda confirmar lo que hasta ahora sigue
siendo una fuerte sospecha.
El secuestro
Pero todo ese
andamiaje heterogéneo y poco estructurado tuvo su mejor
síntesis en la lista de los firmantes del decreto de
Carmona. Allí quedaron en evidencia, por una parte, los
más radicales opositores, quienes se prestaron a la
cancelación de los poderes públicos y una mayoría de
pocos avisados ciudadanos que firmaron sin saber muy
bien de qué iba la cosa.
Sólo que no se trataba
únicamente de unas cúpulas resentidas porque se había
tocado sus intereses. Detrás de ese movimiento estaba lo
que en aquel entonces era algo así como 70% de la
población.
Más allá de los grupos,
de los focos conspirativos y de alguna apetencia
personalista, estaba un pueblo guiado por un firme
sentimiento nacional, que había librado una vibrante
lucha, que puso los muertos en el momento decisivo y que
finalmente fue secuestrado y manipulado hasta el punto
de colocar a una buena parte de los militares rebeldes
en la tesitura de plegarse para abrirle paso al regreso
de Chávez.
Un final tan
sorpresivo, que incluso agarró fuera de base a quien ya
se veía exiliado sorbiendo mojitos en Varadero, se
convirtió en una aplastante victoria política que se ha
ido materializando en el curso de estos tres años.
La venganza
Si bien Chávez
regresó disminuido, todos los elementos conspirativos
estaban sobre la mesa y así fue como a partir del 15 de
abril se inició la lenta pero dulce tarea de la
venganza. Misión Venganza.
Debidamente
identificados, con sus firmas certificadas, sus palabras
grabadas y sus imágenes imposibles de borrar, los
enemigos de Chávez han ido cayendo de a poco y en el
botín de la victoria se abonan dos tesoros invalorables:
la Fuerza Armada y Pdvsa, esta última lograda en dos
tiempos (11 de abril y paro nacional).
Los presuntos entuertos
judiciales fueron corregidos y los jueces
pretendidamente venales están en sus casas o en ciernes
de ser sometidos a juicio. Algunos militares se
encuentran tras las rejas y otros seguramente les harán
compañía, a menos que huyan, si no lo hicieron ya. Lo
mismo ocurre con Carmona (exiliado) y Ortega (preso).
Así, a partir de ese
retorno triunfal y del autodevelamiento de las fuerzas
opuestas a su proyecto, Chávez fue concentrando el poder
a su alrededor y gracias a los precios petroleros logró
ampliar la base de apoyo político, recuperando el
terreno perdido en los días anteriores a abril y
logrando, con todo y lo justo de las denuncias,
victorias electorales de considerable magnitud.
Ahora sólo quedan
pendientes algunas cuentas: los medios, la Iglesia y el
imperio. La venganza continúa.