La
decisión de la presidenta Cristina Kirchner de someter,
finalmente, al Congreso de la Nación los alcances del
controvertido esquema de retenciones a las exportaciones
agrícolas, dispuesto por una cuestionable resolución
ministerial, debería ayudar a tranquilizar al país, frente a
los episodios de tensión vividos en los últimos días.
Pero no puede dejar de resultar preocupante que el gobierno
nacional haya dejado avanzar hasta lo intolerable un
conflicto que se inició como una polémica entre el campo y
el Poder Ejecutivo por una medida gubernamental y que, por
la propia incapacidad de nuestros gobernantes, derivó en una
crisis política, económica y social que dejó un costo enorme
para todos los argentinos.
Como lo señaló LA NACION desde un comienzo, el pecado
original del Poder Ejecutivo fue desconocer el principio de
división de poderes y arrogarse una facultad indelegable del
Congreso, con el agravante de que, además, se les impuso a
los productores agrícolas un gravamen que bien puede ser
tildado de confiscatorio.
Es un grave error creer que la democracia se limita al voto
y que el triunfo en elecciones da derecho al ganador para
hacer lo que quiera. Una auténtica democracia, como la que
sostiene nuestra Constitución, reposa en el respeto de
mecanismos institucionales que, lejos de ser obstáculos para
el buen gobierno, garantizan la legitimidad de los actos
administrativos.
La reacción del campo, incluidos el prolongado paro y los
cortes de rutas, que siempre se condenaron desde esta
columna editorial cualquiera que fuera su impulsor, pudo
haber parecido desmedida. Aunque no más desmedida que la
negación de las instituciones que implicaba la resolución
del Ministerio de Economía que elevó las retenciones a
niveles insoportables para el sector más dinámico de la
economía argentina en los últimos años.
El enfrentamiento entre el Gobierno y el campo dejó hasta
aquí un lamentable saldo, reflejado en incremento del riesgo
país y aislamiento internacional, corridas bancarias y
cambiarias, suba de las tasas de interés, pérdidas de
reservas del Banco Central, desaceleración de la economía,
problemas de abastecimiento de productos de la canasta
familiar y, lo que es aún más grave, un nivel de crispación
que milagrosamente no terminó en episodios más violentos y
penosos.
Todo eso se habría evitado si el gobierno de Cristina
Kirchner hubiera actuado con la Constitución en la mano y
preocupándose realmente por la calidad institucional que la
propia jefa del Estado reconoció más de una vez como una
asignatura pendiente.
El anuncio presidencial es incompleto. Lo correcto habría
sido que se suspendieran los efectos de la resolución 125,
que estableció el esquema de retenciones móviles, fuente de
la discordia. No fue así, por lo cual seguirán vigentes
hasta tanto los legisladores nacionales tomen cartas en el
asunto.
Es de esperar que los congresistas se aboquen con seriedad y
responsabilidad al análisis del proyecto oficial, escuchando
las numerosas objeciones que le plantean no sólo los
productores rurales, sino también prestigiosos juristas.
También sería aconsejable que se recurriera a mecanismos de
participación y consulta ciudadanas previstos en los
reglamentos de ambas cámaras legislativas; entre ellos, las
audiencias públicas.
Claro que el desafío del Congreso será doble: estudiar
concienzudamente el tema y, además, hacerlo con la mayor
celeridad posible.
Puede aguardarse, asimismo, que este debate sea el punto de
partida para otra discusión acerca del federalismo, tema hoy
ausente en la agenda del Gobierno, mucho más proclive a la
concentración de las decisiones y de los recursos
tributarios como una forma de sustentar su poder.
Simultáneamente, es vital que se retome con buena fe el
diálogo entre las autoridades nacionales y los
representantes de las organizaciones rurales. La mejor
contribución que podría hacerse desde el oficialismo es
dejar de recurrir a hirientes denuncias sobre intentos de
golpe de Estado sin fundamento, como las lanzadas por Luis D
Elía, o a los ataques descalificatorios del ex presidente
Néstor Kirchner contra sectores de la sociedad cuyo único
pecado es disentir en las políticas del Gobierno. Se torna
necesario, pues, dejar de sembrar odio y resentimiento y, de
una vez por todas, abandonar la absurda pretensión de que
las diferencias políticas sólo pueden dirimirse en la calle.
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Artículo
publicado originalmente en el
diario La Nación |