¿Estás
aquí o allá? La pregunta que nunca falta. Después de cómo está la
cosa o qué hubo, la necesidad de precisar un lugar pareciera ser
irrenunciable a mi interlocutor. Residencia legal, espacio de
trabajo, dirección postal, coordenadas del hogar, ubicación de la
cama, anclaje del corazón, quién sabe lo que realmente indaga la
pregunta. Por lo general respondo que voy y vengo, que si bien
vivo en Miami viajo una o dos veces al mes a Caracas y que estoy
un poco en ambas partes. Como si ambas ciudades estuviesen
enlazadas por una ruta interurbana. Como si fuesen parte del mismo
mapa.
Cada vez somos más los que
vivimos en el aire. De un vistazo en la cabina del avión puedo
identificar a los que pendulan de un lado a otro, unos días aquí,
otros allá. Está el ejecutivo de cabello impecablemente afeitado
que besó a su hijo esta madrugada y salió al trabajo a dos mil
kilómetros de casa. La rubia acicalada que hace un año, después de
perder el empleo, llegó a El Doral a ver que pasaba y hoy ve que
las cosas no son exactamente lo que parecen. Están los dos jóvenes
de la fila 17 inmersos en sus laptops y arreglando los detalles de
la presentación a un cliente, sorprendidos de que los números del
negocio en Altamira sean más verdes que en Brickel. Por el baño
espera una madre con su infante, ella le habla en español y él le
responde en inglés. Cada vez este vuelo se parece más a un autobús
expreso y menos a un escape de turistas. No hay oportunidad en la
que no me encuentre a un amigo, a un conocido, alguien que me diga
voy por unos diítas a resolver par de cosas y de paso visito a la
familia.
Hace más de 100 años mi
bisabuelo tomó un barco desde Beirut, y previa escala en Marsella
donde conoció a unos paisanos que enrumbaban a Venezuela, terminó
comprando una casita en Valencia donde crecieron sus hijos. Mi
otro bisabuelo, el canario, vio desaparecer las islas en el
horizonte y jamás volvió. Para ellos no había opción: o estaban
aquí o allá. Regresar era otra travesía tan complicada como
innecesaria. Las raíces eran parte del equipaje que echaban en
tierra nueva para no transplantarlas más. Iban y venían en el
pensamiento, hasta que un día los paisajes se parecían más al
recuerdo que a la realidad.
Y aquí vamos nosotros a 35
mil pies de altura, a caballo alado entre una ciudad y otra, con
un pie aquí y el otro allá, pendientes de no caer al agua si el
barco se separa del muelle. ¿Es el muelle eso que llamamos la
patria, y el barco eso que llamamos la promesa de otra vida? En
una oportunidad el escritor colombiano Alvaro Mutis dijo que uno
no es del lugar donde nació, ni del lugar en donde vive. Uno es
del lugar donde puede establecer un diálogo con el entorno y su
cultura. Quizás eso nos hace bilingües, capaces de conectar como
si estuviésemos equipados con USB: plug and play, sin necesidad de
reiniciar nos conectamos a una u otra red. Quizás lo que sucede es
que la red es una sola, o mejor, que la red es uno mismo. Recuerdo
el epígrafe de un libro de Paul Theroux: no importa el lugar a
donde vayas, ese es el lugar en donde estás.
Aquí y allá, ir y venir, un
lado y el otro.
Si algo caracteriza a los
latinos en Estados Unidos, dice el periodista Jorge Ramos, es que
no han perdido el contacto directo con sus países de origen. Si
bien se integran a Norteamérica, su movilidad y comunicación con
sus raíces los hace distintos a los inmigrantes que llegaron a
Ellis Island procedentes de Europa y para quienes sus países
quedaron atrás. Basta una conexión de banda ancha, un fin de
semana largo, una llamada telefónica, y aquello que quedó atrás
está más cerca.
Han pasado siete
años desde que aterricé por primera vez en Miami para probar una
oferta de trabajo. Aquella vez, como todavía sucede, los amigos me
preguntaban ¿y cuándo regresas?
Aquí estoy
regresando, una y otra vez. Mis bisabuelos lo hacían sentados en
un sillón en la penumbra. Yo lo hago en el asiento 9-B de American
Airlines. Regresando a un lado y al otro, yendo y viniendo, con
dos juegos de llaves en el bolsillo.
