Algo
tuvo que ver la decisión de mis padres de enviarme desde Maracaibo a Caracas en
una cesta tejida cuando apenas tenía 6 meses de edad. Eran tiempos cuando nadie
sospechaba que un bebé podía esconder una bomba en sus pañales y ser capitán de
Avensa era una profesión de cierto glamour. En la puerta del avión mi padre me
entregó a una amable aeromoza y al aterrizar mi madre esperaba con el tetero en
la mano. Dicen que no lloré en todo el trayecto. Desde entonces me ha fascinado
volar, preferiblemente junto a la ventana.
Asomado y asombrado he
comprobado que la tierra no tiene fronteras. Desde allá arriba el planeta es un
continuo espectáculo de formas y colores que los hombres se han encargado de
dividir, con la consecuente incomodidad de obligarnos a usar pasaporte. Son
muchas las imágenes que han quedado en mi memoria, como los blancos picos de los
Alpes Suizos cuando viajé solo de Ginebra a Túnez, con apenas 13 años, para
descubrir que el árabe era un idioma carraspeado por hombres que beben café y
fuman sin parar. También el contraste del aguamarina en las aguas someras de Las
Bahamas con el índigo de las profundidades, sobre todo cuando el fondo se
precipita en un lugar llamado La Lengua del Océano y pareciera que un ser
leviatánico emergió para arañar el lecho marino. En ruta a Tailandia recuerdo
haber visto el sol salir dos veces en menos de 24 horas y hay una imagen que no
deja de emocionarme cada vez que llego a Venezuela: virar sobre Bonaire y
descubrir la seguidilla de bahías en la Cordillera de la Costa. Las voy
nombrando como si fuesen un rosario: Cata, Choroní, Chichiriviche, Oricao...
El avión me resulta un
artefacto maravilloso que abordamos por un gusano gigante para ser expulsados
horas después en otra realidad. De golpe las calles se desperdigan sin que
podamos predecirlas, las voces suenan irreconocibles y pagamos con otra moneda.
Gracias al avión, esto que llamamos viaje es en realidad un traslado. Viaje el
que se pegaban nuestros bisabuelos en vapor. Para nosotros es un trámite que
envuelve, como mayor riesgo, la posibilidad de perder el equipaje o que al pedir
pollo, solo haya pasta. Y ciertamente hubo una época cuando comer en el avión
era el momento más divertido, pero las aerolíneas se han encargado de
negociarnos la cena por un boleto más económico. Por eso hoy en día una bolsita
de maní en manos de una azafata malhumorada puede considerarse un altísimo
privilegio.
En estos tiempos que
corren subir al avión es como pasar un examen de buena conducta. Bajo la
política de que todo cortauñas es un arma blanca, nos hemos visto obligados a
hacer interminables colas, descalzarnos y sonreír cuando el oficial de
inmigración pregunta por enésima vez ¿cuál es el propósito de su viaje? Como el
cuerpo se acostumbra a todo la única alternativa es el estoicismo, so pena de
ser fichado como terrorista cuando el plan era ser recibido como turista. Es
verdad, antes era más cómodo volar, así que podemos agradecerle las actuales
incomodidades a los fanáticos que prefieren meter un jet por las ventanas de un
rascacielos y a los gobiernos paranoicos que han logrado hacer de la seguridad
un inmenso negocio con dividendos electorales. Ahora resulta que todos somos un
peligro en potencia.
A pesar de todo esto,
nada me quita el placer de volar. Poder cambiar de cultura y comida en unas
cuantas horas es mucho mejor que saltar en pocos segundos de una página a otra
por Internet. Una cartomántica le dijo a mi madre, antes de nacer, que su hijo
sería muy pata caliente. Y parece que acertó, solo que en lugar de emprenderla
por el mundo a pie, buena parte de los viajes han sido sentado en un avión.
¿Será que ella quiso decir nalga caliente?
Esta columna la
escribo a 30 mil pies de altura, sobre República Dominicana. La película es
fatal y hay turbulencia. La mitad de los pasajeros duermen, quizás sueñan con la
vida que dejaron allá abajo.