La vida al vuelo
por Eli Bravo
viernes, 23 abril 2004

       Algo tuvo que ver la decisión de mis padres de enviarme desde Maracaibo a Caracas en una cesta tejida cuando apenas tenía 6 meses de edad. Eran tiempos cuando nadie sospechaba que un bebé podía esconder una bomba en sus pañales y ser capitán de Avensa era una profesión de cierto glamour. En la puerta del avión mi padre me entregó a una amable aeromoza y al aterrizar mi madre esperaba con el tetero en la mano. Dicen que no lloré en todo el trayecto. Desde entonces me ha fascinado volar, preferiblemente junto a la ventana.

            Asomado y asombrado he comprobado que la tierra no tiene fronteras. Desde allá arriba el planeta es un continuo espectáculo de formas y colores que los hombres se han encargado de dividir, con la consecuente incomodidad de obligarnos a usar pasaporte. Son muchas las imágenes que han quedado en mi memoria, como los blancos picos de los Alpes Suizos cuando viajé solo de Ginebra a Túnez, con apenas 13 años, para descubrir que el árabe era un idioma carraspeado por hombres que beben café y fuman sin parar. También el contraste del aguamarina en las aguas someras de Las Bahamas con el índigo de las profundidades, sobre todo cuando el fondo se precipita en un lugar llamado La Lengua del Océano y pareciera que un ser leviatánico emergió para arañar el lecho marino. En ruta a Tailandia recuerdo haber visto el sol salir dos veces en menos de 24 horas y hay una imagen que no deja de emocionarme cada vez que llego a Venezuela: virar sobre Bonaire y descubrir la seguidilla de bahías en la Cordillera de la Costa. Las voy nombrando como si fuesen un rosario: Cata, Choroní, Chichiriviche, Oricao...

            El avión me resulta un artefacto maravilloso que abordamos por un gusano gigante para ser expulsados horas después en otra realidad. De golpe las calles se desperdigan sin que podamos predecirlas, las voces suenan irreconocibles y pagamos con otra moneda. Gracias al avión, esto que llamamos viaje es en realidad un traslado. Viaje el que se pegaban nuestros bisabuelos en vapor. Para nosotros es un trámite que envuelve, como mayor riesgo, la posibilidad de perder el equipaje o que al pedir pollo, solo haya pasta. Y ciertamente hubo una época cuando comer en el avión era el momento más divertido, pero las aerolíneas se han encargado de negociarnos la cena por un boleto más económico. Por eso hoy en día una bolsita de maní en manos de una azafata malhumorada puede considerarse un altísimo privilegio.

            En estos tiempos que corren subir al avión es como pasar un examen de buena conducta. Bajo la política de que todo cortauñas es un arma blanca, nos hemos visto obligados a hacer interminables colas, descalzarnos y sonreír cuando el oficial de inmigración pregunta por enésima vez ¿cuál es el propósito de su viaje? Como el cuerpo se acostumbra a todo la única alternativa es el estoicismo, so pena de ser fichado como terrorista cuando el plan era ser recibido como turista. Es verdad, antes era más cómodo volar, así que podemos agradecerle las actuales incomodidades a los fanáticos que prefieren meter un jet por las ventanas de un rascacielos y a los gobiernos paranoicos que han logrado hacer de la seguridad un inmenso negocio con dividendos electorales. Ahora resulta que todos somos un peligro en potencia.

             A pesar de todo esto, nada me quita el placer de volar. Poder cambiar de cultura y comida en unas cuantas horas es mucho mejor que saltar en pocos segundos de una página a otra por Internet. Una cartomántica le dijo a mi madre, antes de nacer, que su hijo sería muy pata caliente. Y parece que acertó, solo que en lugar de emprenderla por el mundo a pie, buena parte de los viajes han sido sentado en un avión. ¿Será que ella quiso decir nalga caliente?

            Esta columna la escribo a 30 mil pies de altura, sobre República Dominicana. La película es fatal y hay turbulencia. La mitad de los pasajeros duermen, quizás sueñan con la vida que dejaron allá abajo.
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