“Todo gobierno que no se apoya en las leyes es
un gobierno despótico, llámese como se llame.”
Daniel Webster
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Ante la abrumadora e irrefutable contundencia de las pruebas
presentadas al país por Enrique Mendoza, líder de la oposición
democrática venezolana, y por el abogado Tulio Álvarez, quien
preside el Comité Técnico de Sustanciación encargado de elaborar
el dossier del fraude masivo, múltiple y continuado cometido por
el régimen para torcer la voluntad popular el pasado 15 de
agosto e impedir de manera criminal la revocación del mandato
del presidente de la república, se hace evidente el carácter
ilegítimo de su gobierno y la imperiosa necesidad, en honor a la
integridad política y moral del pueblo venezolano, de continuar
tenaz e irrevocablemente la lucha por exigir nacional e
internacionalmente el fin inmediato de su mandato. La
ilegitimidad consumada del régimen: he allí el problema puesto a
la orden del día.
Como lo
destacara de manera irrefutable el constitucionalista Tulio
Álvarez, estamos ante el crimen político de la mayor gravedad
perpetrado en la historia de la república desde el 23 de enero
de 1958, fecha de inicio de nuestra vida democrática. Trasciende
en todos los sentidos a un mero asunto numérico o cuantitativo,
incluso electoral: toca el nervio vital de nuestra vida
civilizada, a nuestra existencia como nación moderna. Demuestra
de manera irrevocable la putrefacción de nuestras instituciones
democráticas bajo la acción disolvente y el influjo corrosivo de
un gobierno intrínsecamente inescrupuloso, corrupto y
totalitario. E incide de manera brutal sobre nuestro futuro
como nación moderna y democrática. De allí que la denuncia del
fraude cometido el 15 de agosto revista un carácter definitorio
y crucial de la ciudadanía venezolana e implique la necesidad de
un enfrentamiento sin concesiones contra el gobierno ilegítimo
de Hugo Chávez, so pena de acatar el establecimiento y
consolidación de un régimen dictatorial en nuestra república.
De allí
que la lucha contra el fraude y la denuncia de la ilegitimidad
del régimen se hayan convertido en un conflicto de vida o muerte
para la democracia venezolana. Insistimos: el desenmascaramiento
y la denuncia del fraude perpetrado el 15 de agosto por las
autoridades rectorales del CNE, en connivencia con todas las
instituciones del Estado y el avasallamiento y/o utilización de
empresas públicas y privadas bajo la órdenes directas del
presidente de la república Hugo Chávez, se constituyen en una
obligación política, jurídica y moral del pueblo venezolano.
Faltar a esa obligación es renunciar al más sagrado de los
derechos civiles, consagrado en el artículo 350 de la
Constitución Bolivariana de Venezuela:
“El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su
lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá
cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los
valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los
derechos humanos.”
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Ese es el marco político, jurídico y constitucional en el que ha
comenzado a desenvolverse la vida ciudadana en Venezuela: el
fraude del 15 de agosto se ha convertido en la piedra de tope de
nuestra convivencia democrática. ¿Cabe cumplir con los
compromisos electorales fijados por nuestra normativa
constitucional, como las próximas elecciones regionales a
celebrarse el 31 de octubre próximo, bajo el imperio de un
gobierno ilegítimo y el arbitrio de una institución criminal,
gestora del fraude que fundamenta dicha ilegitimidad y cuya
misión es terminar por someter la voluntad popular al arbitrio
del déspota bajo el manto de una mascarada electoral?
Es la
respuesta que le corresponde dar a los millones y millones de
ciudadanos venezolanos - por lo menos siete de cada 10 electores
-, cuya voluntad fuera violentamente burlada y traicionada por
el CNE y todas las instituciones del Estado venezolano, desde el
Tribunal Supremo de Justicia hasta la Fuerza Armada Nacional.
Pues en la preparación y consumación del colosal fraude manual y
electrónico cometido en aquel aciago día, participaron, sin
excepción, absolutamente todas las instituciones estatales y
paraestatales sometidas al arbitrio del presidente de la
república. Incluyendo centenas de miles de extranjeros
ilegalmente nacionalizados y utilizados como carne de cañón
electoral para inflar artificialmente el registro Electoral
permanente violentando los lapsos y usar su identidad para
multiplicar cédulas de ciudadanos inexistentes. Con lo cual el
evento electoral mismo se convirtió, según las leyes vigentes,
en un acto írrito por inconstitucional. Y lo que constituye un
verdadero crimen de lesa humanidad: con la complacencia o
respaldo de dos prestigiosas organizaciones internacionales,
como lo son la organización de Estados Americanos y el Centro
Carter, quienes faltando a su responsabilidad política,
histórica y moral se precipitaron a convalidar un proceso
manifiestamente irregular y fraudulento.
La
lucha contra el fraude y la ilegitimidad del régimen debe
corresponderse, pues, y de manera indivisible con un rechazo a
la actual composición del CNE y las arbitrarias normativas que
lo avalan. Nos haríamos cómplices de un gobierno ilegítimo si no
exigimos el fin de su mandato. Pero ahondamos dicha complicidad
si aceptamos participar en un proceso electoral viciado en su
principio y todas sus bases: desde el patrón electoral – irreal
y fraudulento – hasta su sistema automatizado, diseñado para
estafar al elector. E incluso en el caso de que la presión
popular y el reclamo internacional permitieran una limpieza del
registro electoral y de esa verdadera ratonera del Consejo
Nacional Electoral, ¿debe la ciudadanía mantener la ficción de
una democracia válida electoralmente luego de un golpe de Estado
comicial como el cometido el 15 de agosto, bajo la presidencia
de un presidente ilegitimo?
Corresponderá a la oposición venezolana, representada
unitariamente en la Coordinadora Democrática, resolver esa
contradicción política manifiesta. Lo que sí es evidente, es que
cualquier participación en futuros procesos electorales –
incluso con la postergación de toda decisión respecto del fraude
y la ilegitimidad de este gobierno – pasa necesariamente por la
intervención del CNE, el cambio de sus miembros y la aceptación
por la nueva directiva de las exigencias de la mayoritaria
oposición democrática del país. Por cierto: según las
recomendaciones propuestas por la comisión que preside Tulio
Álvarez.
¿Será
posible? La respuesta le corresponde a nuestro liderazgo. Será
posible sólo en la medida en que partidos, ONG’s, gremios y
sindicatos profesionales se unan en un solo frente con una
misión histórica: la defensa de los valores inalienables de la
nacionalidad. Es una sola guerra: son tres frentes de batalla.
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Si el
primer frente de la batalla que estamos librando culmina en el
exitoso develamiento del fraude y la demostración política y
jurídica de la ilegitimidad sobre la que se asienta el poder del
actual presidente de la república; y el segundo frente apunta a
la depuración del REP y el saneamiento de ese auténtico
nido de ratas que es el CNE – incluidos Smartmatic y
todas las empresas asociadas a la transmisión satelital de la
manipulación y el fraude electrónico -, el tercer frente de la
batalla que estamos librando para vencer el despotismo y
restaurar la legitimidad de nuestra democracia ya tiene lugar y
requiere de consolidar posiciones en los dos frentes anteriores:
presentarse a la lucha por las elecciones regionales, impedir el
más mínimo asomo de fraude, defender con nuestras vidas el
sagrado derecho del voto y arrasar mayoritaria y limpiamente en
las gobernaciones y alcaldías del país. ¿Es posible el triunfo
en ese frente de batalla o seremos fácil víctima de la
inescrupulosidad y podredumbre moral del régimen mediante la
repetición del fraude?
No
estamos hablando de un problema de “técnica electoral”. No
estamos hablando de comandos electorales duchos en el arte de la
manipulación comicial. Estamos planteando un problema político y
moral. ¿Libraremos esa batalla crucial, que definirá el destino
del país en el que vivirán nuestros hijos y nietos, bajo un
liderazgo único y/o unificado, conciente de su responsabilidad
histórica y dotado de la suficiente grandeza como para posponer
sus intereses personales y grupales ante los sagrados intereses
de la patria, imponiendo las únicas condiciones que harían
viable dichas elecciones regionales?
Porque
ese combate sólo tiene sentido en la medida en que se lo
comprenda como parte de una guerra por la recuperación de
nuestra institucionalidad democrática y la moral pública: poner
las cosas en su sitio y servir de ejemplo para demostrarle al
mundo cuántos somos los que defendemos la democracia y
reclamamos el fin de un gobierno ilegitimo y usurpador, y
cuántos aquellos que han alienado su voluntad bajo la seducción
de un caudillo autocrático, corrupto e inmoral. Más aún: un
combate por mantener y ampliar los espacios territoriales bajo
nuestro control y acorralar el despotismo en las ratoneras que
más por medios ilícitos que legítimos aún controla.
Finalmente: esta próxima batalla no tendría ningún sentido si
significa repetir las humillaciones, atropellos y ruindades
sufridas por la mayoritaria ciudadanía democrática en aquel
ignominioso día en que se consumó el más horrendo de los fraudes
cometidos en nuestra historia. Todos los ciudadanos venezolanos
legítimamente constituidos en tales – no aquellos empujados
ilegal y arbitrariamente a los registros electorales -, sea cual
sea su legítima preferencia electoral, merecen un trato decente
e igualitario. Cada uno de ellos debiera constituirse en un
combatiente por la justicia y la decencia electoral. A defender
nuestros derechos y a reclamar la intangibilidad del mayor de
ellos: el derecho a elegir de manera limpia y transparente a
nuestras autoridades mediante un voto. Permitir aquel día – y
los precedentes – el más mínimo abuso por parte de las
autoridades del CNE, significa convertirse en cómplice del más
horrendo de los crímenes: el de la violación al sagrado derecho
a la libertad.