Quienes nos
hemos dedicado a la docencia durante largo tiempo y hemos
convertido el magisterio en el centro de nuestra actividad
profesional e, incluso, existencial, cuando pensamos en
educación pensamos simultáneamente en un proceso, organizado
a través del sistema escolar, de transmisión de conocimiento
y adquisición de habilidades y destrezas teóricas y
prácticas. Nos imaginamos cómo podría mejorar la enseñanza,
de qué modo los niños y jóvenes podrían aprender a pensar
con profundidad los problemas que se le presentan, cuáles
técnicas pedagógicas habría que utilizar para convertir el
aprendizaje en un proceso amigable, grato y atractivo, que
les permita a los niños y jóvenes aprender sin verse
sometidos a tareas fatigosas que producen rechazo y
malestar. Nos preocupamos acerca de cuáles interrogantes
podrían planteárseles a los alumnos y cuáles herramientas
tendrían que manejar para resolverlas. Nos paseamos por los
caminos que conducirían a que los alumnos de todos los
niveles adquieran un lenguaje rico, que les permita
describir un hecho histórico o un fenómeno natural, y que
haga posible que lo comprendan y expliquen.
Para
lograr estos objetivos se requieren maestros y profesores
que además de repetir lo que dicen los libros, estimulen la
imaginación e inteligencia de sus estudiantes y los inspiren
para que asuman la innovación y las respuestas creativas
frente a fenómenos nuevos. Se necesitan docentes que
fomenten la investigación y el ingenio a través del saber.
Los valores democráticos de la tolerancia, la pluralidad, la
convivencia pacífica, la honestidad y el compromiso ético en
la vida social, también son principios mueven a quienes
ejercemos la docencia.
La
comunidad educativa, integrada por los padres y
representantes, los estudiantes, los trabajadores y los
funcionarios con responsabilidades en el sector educativo,
tendría que ser la responsable de darle al proceso
pedagógico ese carácter integral que debe tener. El Estado,
en conjunto con los factores de la sociedad ligados a la
escuela, tiene la obligación de propiciar una educación que
forme para la vida productiva y la convivencia civilizada.
Los
países que se han desarrollado después de la Segunda Guerra
Mundial a paso más acelerado y han generado excedentes de
riqueza más altos, que le ha permitido disfrutar de niveles
de vida confortables y equitativos, han utilizado la
educación y el aparato escolar como palanca de ese
desarrollo. En Taiwán, Singapur, Hong Kong, Chile y España,
para sólo mencionar unas cuantas naciones, se han producido
colosales revoluciones educativas. En estas sociedades se ha
incluido en el sistema de enseñanza a millones de niños que
nunca tuvieron la posibilidad de acceder a una educación de
calidad. En estos lugares la “sociedad del conocimiento” es
muy activa.
China y Vietnam, dos ejemplos que provienen del campo del
comunismo, han logrado transformaciones sustanciales a
partir de la implantación de modelos incluyentes, pero
afincados en modernas técnicas pedagógicas. Atrás dejaron
los disparates criminales de Mao Tzedong y su Revolución
Cultural. Los “médicos descalzos” y las “escuelas para
pobres” dotada de los equipos más modernas. Lamentablemente
la noción de libertad y democracia no ha perforado la piel
de las capas gobernantes.
En
la Venezuela chavista ha resurgido el fantasma maoísta, ese
que los chinos se propusieron desterrar hace treinta años,
después de que Deng Xiao Ping derrotó a la Banda de los
Cuatro. La ley Orgánica de Educación (LOE) es una oda a esa
escuela “participativa”, “comunitaria” y empobrecida
pedagógicamente que, en medio de sus delirios totalitarios,
proyectaron Mao y su versión tropical, el Che Guevara. En
la LOE no se abordan ninguno de los grandes desafíos que
confronta Venezuela para lograr una educación de excelencia,
que además de incluir a las grandes mayorías, nos permita
contar con una masa crítica de profesores, maestros y
estudiantes, capaces de asumir en condiciones óptimas los
retos del crecimiento económico y el bienestar social. En
ese texto no aparecen indicadas las exigencias que debe
encarar la educación para resolver problemas, innovar,
inventar y desplegar todas las capacidades creativas
encerradas en la niñez, la juventud y los docentes
venezolanos.
La
LOE es un texto que parece redactado por los miembros del
Partido Bolchevique en la época en que Stalin ya controlaba
totalmente esa maquinaria. En la LOE la educación pasa a ser
una sección del Partido y un componente para mantener la
“revolución permanente”. Forma parte del dispositivo global
que preserva el predominio de la casta gobernante. Por esta
razón la LOE es una ley centralista que se subordina a las
directrices del primer plan socialista de la nación, el
plan 2007-213.
En
la misma ley se les confieren a la “participación
comunitaria” y a “los actores comunitarios” un papel que no
les corresponde en la “formación, ejecución y control de
(la) gestión educativa” (Art. 18). ¿En razón de qué los
“actores comunitarios”, que terminarán siendo los inefables
Consejos Comunales (forma de organización que ni siquiera
aparece en la Constitución) van a intervenir en el tipo de
formación que deben recibir los docentes? ¿Acaso esta
responsabilidad tan importante pueden ejecutarla personas
que carecen de la capacitación adecuada?
La
obsesión “participacionista” de Chávez, que busca su
eternización en el poder y no la liberación de los
ciudadanos, terminará por degradar aún más la educación, ya
suficientemente envilecida por este gobierno.
Al
país no le queda otro camino que la resistencia y el
desacato ante una ley que en vez de resolver los graves
problemas de la educación, lo que hace es agravarlos.
tmarquez@cantv.net