El pasado 1 de enero se
cumplieron 50 años del triunfo de la Revolución Cubana.
Fidel Castro y los jóvenes rebeldes que habían desembarcado
en las costas de la isla caribeña aborde del Granma en
noviembre de 1956 y subido a la Sierra Maestra, entraron dos
años después entraron triunfantes en La Habana aquel
comienzo del 59, luego de la caída del débil gobierno de
Fulgencio Batista. Castro y sus barbudos representaron la
esperanza para una América Latina y de un Tercer Mundo
plagados de dictaduras militares y de hombres fuertes que
conculcaban las libertades políticas y civiles, reprimían,
proscribían las organizaciones partidistas, ignoraban la
independencia y el equilibrio entre los poderes, sometían a
los ciudadanos, arrinconaban a la sociedad civil y
alimentaban un culto desmedido al Estado, a la fuerza y a su
personalidad.
Los demócratas isleños y del
resto del mundo se dejaron cautivar por ese Castro de verbo
encendido, que prometía implantar en esa pequeña nación
antillana el reino de la democracia. Él, cual soldado
disciplinado, decía que se mantendría al margen de las
intrigas palaciegas. Su misión había sido acabar con la
tiranía de Batista e introducir a Cuba en la senda de los
países más civilizados, y lo había logrado. Su lugar en la
Historia ya estaba asegurado. Era el Oliver Cromwell de las
Antillas. Tanta dicha, sin embargo, duró poco. Pasados sólo
unos cuantos meses, Castro selló su alianza con el ala
comunista de los ex guerrilleros, ahora flamante élite en el
poder, y le dio un giro radical al proceso de cambio que
había comenzado con las banderas de la socialdemocracia. El
comunista más ortodoxo de todos, Ernesto Che Guevara, pasó a
ser, junto con Castro, el símbolo más prominente de la
revolución triunfante.
Después de medio siglo, se dice
rápido, de “revolución”, ¿cuál es el balance? Mi respuesta
se limitará al campo de lo político. En el terreno
socioeconómico la miseria del pueblo cubano está tan bien
documentada, que duele insistir en el tema. Los líderes
cubanos alegan que las penurias económicas, -según ellos,
debido al bloqueo norteamericano- pueden soportarlas con
buen talante porque disfrutan de una libertad política
plena. El cinismo irrita. Los cubanos, al igual que los
norcoreanos, construyeron un método de sucesión en el poder
basado en la herencia, y no en la votación popular. Fidel
Castro dejó al frente del Estado a su hermano Raúl, así como
Kim Il Sung lo hizo con su psicópata hijo, Kim Jong Il.
¿Dónde reside la legitimidad de origen de esos gobernantes?
En todas las democracias se sabe que el poder emana de la
soberanía popular expresada en las urnas electorales
mediante procesos comiciales plurales, equilibrados y
transparentes, supervisados por organizaciones
independientes de la sociedad y el Estado. En el régimen
cubano la soberanía de origen se encuentra en el dedo y la
voluntad todopoderosa de Fidel. Los números son elocuentes:
en todos los países de América Latina a lo largo de esos 50
años ha habido numerosos presidentes (en algunos, como
Argentina, más de lo conveniente); en Cuba, uno y medio.
En todas las naciones del
continente se han conformado sistemas políticos
multipartidistas, unos más descentralizados que otros, que
permiten la movilidad vertical y la renovación continua del
liderazgo político, sin necesidad de estar sometido a los
designios de un líder omnipresente, un comité central
sectario o una burocracia centralista y arrogante. En esos
países se han constituido parlamentos plurales que expresan
el amplio espectro político e ideológico en el que fragmenta
la lucha por el poder. Han surgido grupos ecologistas u
organizaciones que expresan los intereses de minorías
religiosas o de los homosexuales. Latinoamérica se ha dejado
impactar por las corrientes renovadoras que recorren a
Europa y a los Estados Unidos. Las mujeres se han
incorporado de lleno a la disputa política. Esto ocurrió,
incluso, en una sociedad tradicionalmente tan conservadora
como la inglesa. Todos recordamos el vigor de la inolvidable
Margaret Thatcher. En Alemania, Angela Merkel tiene varios
años al frente del Gobierno. En los Estados Unidos, el
odiado imperio, Hillary Clinton le disputó la nominación del
Partido Demócrata a Barack Obama, un hombre que forma parte
de un grupo étnico al que hasta hace poco tiempo se le
impedía ir en los mismos autobuses donde se montaban los
blancos. Los ejemplos de revolución política y participación
en las democracias podrían continuar hasta formar una lista
interminable.
Veamos qué ha ocurrido en Cuba
durante el mismo lapso. Aparte del comunismo hereditario,
ante el cual Marx seguramente sufriría un colapso nervioso,
el castrismo ha constituido un modelo político absolutamente
petrificado, que cambia a la velocidad de las eras
geológicas. En él las mujeres, los jóvenes, las minorías de
todo tipo y la diversidad cultural en sus múltiples
expresiones, no se sienten reflejados, especialmente porque
no hay partidos políticos, distintos al Partido Comunista
Cubano, que encarnen esos intereses específicos.
La momificación del sistema político ha convertido al
régimen cubano en uno los más conservadores y reaccionarios
del mundo. Ninguna transformación sustancial del planeta lo
impacta, ni lo modifica. Su dirigencia fundamental, la misma
de hace cinco décadas, se ve a sí misma como los cancerberos
de unos arcanos inaccesibles En medio de la prodigiosa
revolución tecnológica que vive el mundo, a los cubanos se
les prohíbe acceder a Internet, e incluso algo mucho más
degradante: sacar fotocopias libremente. La revolución
cubana es un símbolo atroz de la involución a la que conduce
la utopía autoritaria comunista.
Este oprobio es el modelo que
Hugo Chávez quiere que los venezolanos le aprobemos.
Digámosle de nuevo ¡NO!
tmarquez@cantv.net