Las
revoluciones son procesos que duran un tiempo corto y
acotado. Unos meses, un año, unos pocos años, pero jamás
medio siglo. Las revoluciones no pueden ser permanentes,
como le gustaba afirmar al Che Guevara para mantener
aterrorizados a los cubanos, o a León Trotsky, cuando para
buscar oxígeno, denunciaba la burocratización y
acartonamiento que avanzaba veloz en el Estado soviético
tras su derrota por parte de Stalin. El astuto creador y
jefe del Ejército Rojo se valió de un recurso que poco le
sirvió cuando quedó cercado por el temible Koba.
La transitoriedad de los
períodos revolucionarios la comprendieron muy bien los
dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS), quienes a los pocos años de haberse producido el
asalto al Palacio de Invierno en 1917, hablaban de la
gloriosa Revolución de Octubre y de Lenin como su conductor
y guía. Algo parecido hicieron más tarde los comunistas
chinos quienes algo después de haber desalojado del poder a
Chang Kai Shek en 1949, hablaban de la Revolución China para
referirse a la etapa inicial de transformaciones. Luego,
entre 1966 y 1976 bajo la inspiración del Mao Zedong, se
impulsa la Revolución Cultural, ya que la revolución
política, suponían ellos, había cristalizado.
Aquellos comunistas aprendieron
de los capitalistas y liberales. A pesar de los inmensos
cambios que tuvo para la humanidad la aparición, desarrollo
y consolidación del capitalismo en el plano económico y del
liberalismo en la esfera política, nunca se ha oído hablar
con grandilocuencia de la revolución capitalista y liberal
en tal o cual nación. Razones para ser presumidos sobran:
hay que ver el significado de la Revolución Inglesa liderada
por Oliver Cromwell o de la Revolución Americana, con
Washington, Jefferson y Hamilton al frente. Pero los
liberales son más modestos. Entienden que para las
sociedades, más importantes que las revoluciones son las
“estabilizaciones”, en las cuales rijan leyes y normas
comúnmente compartidas y aceptadas por períodos prolongados.
La certidumbre constituye un factor clave para la
estabilidad y la confianza.
Con los dirigentes cubanos no
ocurre lo mismo. Siguen hablando después de cinco décadas de
la Revolución Cubana, como si Fulgencio Batista acabase de
abandonar despavorido el Palacio de Gobierno y como si Fidel
Castro y sus muchachos, agrupados en el Movimiento 26 de
Julio, recientemente hubiesen bajado de la Sierra Maestra y
estuviesen entrando en La Habana. Invocar de forma continua
esa palabra mágica llamada “revolución”, desde luego que
constituye una trampa y una excusa para mantener azotado al
sufrido pueblo cubano.
Ahora bien, en realidad ¿cuál
régimen es más conservador, estable y permanente en el
mundo, que la dictadura encabezada hasta hace pocos días por
Fidel Castro? Ninguno. Desde 1959 el mapa político y
económico del planeta Tierra se ha modificado radicalmente.
Ha habido un giro colosal, sin embargo, Cuba se ha
preservado como una momia alejada de todas esas
transformaciones. Las alteraciones afectaron al antiguo
bloque socialista: la URSS desapareció y Europa Oriental
desde hace casi dos décadas es otra. América Latina y Asia
han variado su perfil. Chile y México se encaminan firmes
hacia el desarrollo pleno. Taiwán, que en el 59 era una isla
tomada por los traficantes de drogas y repleta de
prostíbulos y malvivientes, hoy se alza como una potencia
económica mundial (por cierto, allí no se habla de
revolución).
El mundo cambió pero Cuba, con
Fidel Castro liderando la “revolución”, se estancó y, a
partir de cierto momento, comenzó a retroceder. El proceso
cubano desde hace décadas deja de ser revolucionario e
involuciona hasta estabilizarse en el más degradado de los
niveles: el que tiene por eje el conservatismo represivo y
totalitario. Los dirigentes cubanos son tan formalistas que,
cuando se trata de coartar las libertades y reprimir,
aprueban en la Asamblea Nacional alguna ley o disposición
que legalice la arbitraria medida.
La salida de Fidel Castro del
protagonismo político y la asunción de su hermano Raúl a la
jefatura del Estado ha mostrado algunos signos auspiciosos.
Pareciera que el régimen va a permitir mayor libertad de
expresión y colocará menos obstáculos para que los cubanos
puedan entrar y salir con libertad de la isla. Raúl Castro
desde hace años ha mostrado su disposición a acercarse más a
China y a Vietnam, países que aún manteniendo el esquema
político comunista, experimentan profundos cambios
socioeconómicos de orientación capitalista. Lo cual permite
suponer que en un período relativamente corto se formen allí
unas poderosas clases medias y altas que reclamen para sí el
poder político, tal como ocurrió con la burguesía a
comienzos de la era moderna. Las relaciones con los Estados
Unidos y con la comunidad cubana residente en el Norte
también tendrán que variar. Estas conexiones son demasiado
importantes y en su debido momento se normalizarán.
Ahora bien, para que Cuba entre
en una nueva fase que le permita desarrollarse y crecer con
equidad, es indispensable que el mito de la revolución quede
como la mitología griega: en el olimpo de los recuerdos. El
mito de la revolución le sirvió a Fidel Castro para ejercer
su despotismo durante 50 años. Fue la máscara con la que
ocultó su régimen autocrático. Raúl Castro tiene la
oportunidad de quitarse de encima la tutela de su hermano
mayor y pasar a la historia como el hombre que promovió la
transición de la “revolución conservadora” de Fidel Castro a
la institucionalización democrática, modernizadora y
liberadora de una sociedad que durante cinco décadas ha
padecido el peso de la autocracia más prolongada de América.
tmarquez@cantv.net