El
ex ministro de Finanzas, Rodrigo Cabezas, en una de sus
últimas declaraciones al frente de ese despacho a fines del
año pasado, se vio obligado a admitir que la política de
control de precios del Gobierno, aplicada desde hace casi
cinco años, ha sido “excesiva” (del nuevo titular no se
puede comentar nada pues, aparentemente, es mudo). La
intervención –dijo Cabezas- sobre más de 400 rubros
regulados “es demasiado para el Estado, está sobrecargada la
lista, y creo que por estrategia no se debería pasar de 20
rubros relacionados con la dieta diaria”. De esta forma el
estrecho colaborador del Presidente de la República,
admitía, aunque de manera encubierta, que esa concepción
dirigista fracasó, y que lo único que ha producido es
inflación, desabastecimiento y escasez.
Ese
resultado que constataba Cabezas, y que a diario comprueban
millones de amas de casa que van a los mercados y
supermercados, no constituye ninguna sorpresa: fue
anticipado por numerosos economistas y diversas
instituciones. Las medidas voluntaristas y coercitivas a
través de las cuales funcionarios del Estado intentan
regular los precios de los productos que se comercian en el
mercado, siempre fracasan. Los precios de los bienes no se
deciden en un escritorio, ni en un laboratorio en el que las
variables las controla el investigador, sino en el complejo
mundo real donde impera, en primer lugar, la ley de la
oferta y la demanda. Esta ley pretende ignorarla el
socialismo, el del siglo XX y el del siglo XXI, siempre con
consecuencias funestas para el común de los mortales, nunca
para quienes toman esas decisiones disparatadas.
El Gobierno
ha tenido cierto éxito para incrementar la demanda de bienes
y servicios, no así para crear los incentivos que eleven la
oferta. Los altísimos precios alcanzados durante los años
recientes por el petróleo en los mercados internacionales,
le han permitido al Ejecutivo disponer de ingentes recursos
financieros, parte de los cuales ha puesto a circular en el
país, los otros se los llevan la corrupción y Fidel Castro,
Evo Morales, Daniel Ortega y gran parte de la izquierda
radical latinoamericana y mundial. De esa transferencia se
han beneficiado especialmente los sectores más populares,
los estratos D y E. Estas clases han elevado su nivel de
ingreso nominal, lo cual ha disparado la demanda de bienes,
particularmente de alimentos y productos para el consumo
cotidiano. Ahora bien, la elevación de los ingresos en los
bolsillos de los más pobres, debió haberse traducido en una
expansión de la oferta de bienes y servicios, capaz de
satisfacer las continuas presiones por el lado de la
demanda. En este plano es donde el fracaso del Gobierno
resulta inocultable. Su política ha creado incentivos
negativos o desestímulos que inhiben el crecimiento de la
producción endógena. Entre esos desincentivos se encuentran
el proyecto del socialismo del siglo XXI -que el Gobierno se
empeña en seguir promoviendo, a pesar de haber sido
derrotado en el referendo del 2D-, así como el control (o,
mejor dicho, congelamiento) de precios, que está obligando a
los productores a bajar la santamaría o emigrar hacia otros
rubros donde la regulación no existe.
El propio ex
ministro Cabezas aceptaba los efectos perniciosos de la
petrificación de los precios: “No se puede obligar a nadie a
que produzca un bien cuyo costo de producción es de Bs.
2.000 y después regularlo a Bs. 1.400, porque tiene dos
caminos: disminuye la producción o realiza la venta de
cualquier otra cosa. Ese impacto está ahí presente, negarlo
sería un absurdo”. El corolario de ese diagnóstico tendría
que traducirse en una política económica que estimule la
inversión privada, fomente la competencia entre los agentes
económicos e incremente la producción y la productividad.
Todo esto pasa por la creación de un clima de confianza,
estabilidad y seguridad jurídica que el Gobierno no logra
crear o, peor, se niega a propiciar. La ausencia de este
ambiente determinó que 2007 cerrara con una inflación de
22.5%, casi el doble de la prevista por el Ejecutivo.
Además, el rubro donde más engordaron los precios fue en el
de los alimentos, más de 30%, látigo que castiga con
particular severidad a los grupos más pobres, pues sus
ingresos los destinan básicamente a satisfacer los
requerimientos alimenticios. La gran paradoja de esa
política restrictiva reside en que el Gobierno se ve
obligado a importar alimentos y otros productos, de países
donde impera la economía de mercado y los controles de
precios no existen, o se aplican durante lapsos muy cortos.
En medio de
este cuadro tan adverso, el Ejecutivo insiste en anunciar
medidas laborales aún más estrictas que las vigentes. Además
de la Solvencia Laboral, la LOPCYMAT y la inamovilidad
laboral indefinida, que gravitan como un peso muerto sobre
las empresas, el Ejecutivo Nacional se plantea hacer todavía
más inflexible el mercado laboral y aumentar, así, los
costos de creación de nuevos empleos en el sector formal de
la economía. Se habla de aprobar, mediante la Ley
Habilitante, la Ley de Estabilidad en el Trabajo y la de los
Consejos Obreros. La reacción inevitable frente al
endurecimiento todavía mayor del plano legal será, como
siempre, la caída de la inversión, la inflación, la escasez,
el desabastecimiento y el crecimiento de la informalidad.
El Gobierno,
a pesar de todos los indicios y recomendaciones, insiste en
transitar por el camino del intervencionismo, el estatismo,
los controles y las restricciones a la libertad económica.
Esta orientación la están pagando los venezolanos. Enero de
este año 2008 probablemente registre una de las tasas
mensuales de inflación más alta en la historia reciente del
país, a pesar de que enero suele ser un mes donde se
desaceleran o caen los precios.
Las
consecuencias de que Venezuela se encuentre en el puesto
144, uno de los últimos, en el Índice de Libertad Económica
que publica cada año The Heritage Foundation y
Ther Wall Street Journal las estamos padeciendo.
tmarquez@cantv.net