Cada vez que nos aproximamos a
una fecha electoral el teniente coronel Chávez Frías se
encarga de recordarnos que este es un país donde impera la
ley del cuadillo, donde las instituciones del Estado
claudicaron frente al comportamiento atrabiliario del
autócrata y donde el pueblo es irrespetado continuamente por
un gobernante que se considera el capataz de una encomienda.
Para levantar un amplio y
sustanciado expediente de los atropellos contra la
legalidad, no hay que remontarse a los inicios de esta
década de pesadilla cuando, pasando por encima de la
Constitución del 61, Chávez Frías impuso la Constituyente,
origen de buena parte de los males que hoy nos aquejan.
Basta con examinar lo ocurrido en las últimas tres citas
electorales para tener una visión exacta de cuál es el lugar
que ocupan en Venezuela las normas y las leyes. Es
suficiente con explorar lo sucedido en diciembre de 2006, en
el referendo aprobatorio de diciembre de 2007 y lo que está
aconteciendo con motivo de las próximas elecciones
regionales del 23-N. En cada uno de estos episodios hemos
sido testigos del abuso desbordante del primer mandatario,
traducido en el uso descarado de los recursos del Estado
para promover su candidatura, su proyecto de reforma
constitucional o sus aspirantes a gobernadores y alcaldes,
según el caso de que se trate.
En 2006 el símbolo de ese
oprobio fue la famosa frase “roja-rojita”, acuñada por
Rafael Ramírez, ministro de Energía y Petróleo y presidente
de PDVSA (además de ser uno de los vicepresidentes del PSUV),
nada más y nada menos que en un local de la empresa y en
medio de una reunión con gerentes y directivos cuyos sueldos
son pagados con recursos financieros que pertenecen a la
Nación. Ese emblema del ventajismo y de la impudicia con la
que actúa el Gobierno durante los períodos electorales,
ocupa un lugar destacado en la historia de la infamia
chavista. Para el evento de diciembre de 2007, el aparato
gubernamental y estadal se puso al servicio del descocado y
anacrónico proyecto elaborado por Chávez. Sin ninguna clase
de pudor la maquinaria pública hizo campaña por el SÍ,
pasando de este modo con una aplanadora por encima del
artículo 145 de la Constitución, que señala de manera muy
clara que “los funcionarios y funcionarias están al servicio
del Estado y no de parcialidad alguna”.
Para los comicios regionales del
23-N el caudillo ha mantenido el mismo estilo de las
ocasiones anteriores, aunque ha introducido algunas
variantes que hacen aún más grotesca y escandalosa su
intervención. Las continuas e interminables cadenas siguen
igual que siempre. Por “quítame esta paja”, se tira horas y
horas de chácharas en las que habla de lo humano y lo
divino, sin que esas historias, aliñadas con anécdotas
personales, vengan a cuento, le interesen en algo al país o
contribuyan a la estabilidad de la nación. El único
propósito de esas inicuas peroratas es captar la atención de
todo el mundo, convertirse en el centro alrededor del cual
gravite el debate público, y darle un giro al evento
electoral para convertirlo en un plebiscito en torno a su
figura y a su permanencia en Miraflores. Dentro de esta
misma línea se ubican los ataques desconsiderados a Manuel
Rosales, a Pablo Pérez, a Morel Rodríguez y, desde luego, a
quienes le acompañaron hasta hace muy poco tiempo, como
Eduardo Manuit y el general del eructo. Todos ellos han sido
víctimas del verbo implacable y desquiciado del primer
mandatario, que no se para en mientes para utilizar de forma
cobarde todo el poder que le concede ejercer la jefatura del
Estado, con el fin de zaherir a personas que no tienen el
poder ni la capacidad de enfrentarlo en el mismo terreno.
Esta es una característica de los pusilánimes: plantear las
peleas en terrenos desiguales donde ellos, de antemano,
tienen todas las ventajas a su favor.
La procacidad, soberbia e
injustificada arrogancia con la que actúa el comandante, se
explica desde el punto de vista político porque a través de
ese comportamiento quiere polarizar el debate electoral,
para aparecer él como el eje articulador de la campaña
electoral. La descentralización le interesa tan poco, sus
candidatos son tan ineptos y los mensajes que transmiten tan
insulsos, que el caudillo necesita salir en auxilio de esas
pobres figuras para que, guindados de su casaca, tengan
alguna posibilidad de triunfar.
Ahora bien, aunque esa conducta
soez tenga una explicación racional, carece de toda
justificación moral y ética. Hugo Chávez, hasta el 10 de
enero de 2013, ni un día más, será el Presidente de la
República, y su obligación es comportarse como tal. En su
condición de jefe de Estado no tiene ningún derecho, ni lo
asiste ninguna razón, para valerse de los recursos del
Estado con el fin de difamar o escarnecer a ninguna persona,
por opositora o disidente que pueda ser. El Presidente no
puede formar parte de la diatriba política como si se
tratase de un guapo de barrio o jefe de una banda de
pistoleros. Su altísima investidura lo obliga a mantener las
formas inherentes a su cargo. En este plano carece de
opciones: ninguna contienda electoral, por reñida que sea,
justifica que el Presidente de la República atropelle las
obligaciones que se desprenden de su función.
El CNE y el Poder Moral, tan
sumisos y complacientes con el ciudadano Presidente de la
República, ganarían mucho prestigio si hicieran lo mismo que
la Iglesia Católica: un llamado al primer magistrado para
que modere su lenguaje y comportamiento y respete la
pluralidad. La democracia y la decencia saldrían
beneficiadas, el país lo agradecería, y esas autoridades
ganarían una estima que buena falta les hace.
tmarquez@cantv.net