El
eminente sociólogo francés de finales del siglo XIX y
comienzos del XX, Emil Durkheim, considerado con razón uno
de los monstruos sagrados de la Sociología, en su libro
El Suicido habla de las “corrientes suicidógenas” que se
desatan en algunas sociedades donde impera la anomia, es
decir, los desajustes y desequilibrios provocados por
factores de naturaleza política, económica y social. En esos
ambientes anómicos, ciertos individuos -y grupos, diría yo-
se ven impulsados al suicido. Esas “corrientes” adquieren
una fuerza avasalladora e irrefrenable, que arrastra a los
hombres llevándolos a atentar contra su propia existencia.
Una
“corriente suicidógena” parece haberse desencadenado en
Venezuela desde 1998 cuando el voto popular le da el triunfo
a Hugo Chávez por primera. No había que ser demasiado listo
para imaginarse lo que se venía en el país si el teniente
coronel se instalaba en Miraflores. Bastaba con haber leído
el libro de Agustín Blanco Muñoz, Habla el Comandante,
o haber estado atento a las entrevistas que daba cuando se
encontraba recluido en Yare, para saber que su pensamiento,
además de abismalmente atrasado, era tan rígido y
antidemocrático como el del más típico gamonal decimonónico,
o como el de cualquiera de los autócratas populistas que han
poblado el escenario político latinoamericano.
La marcha hacia el abismo ha tenido varias estaciones. La
primera fue diciembre del 98. A partir de ese momento las
sucesivas victorias populares -unas legítimas y otras
seriamente cuestionadas, como la del referendo revocatorio-
sirvieron para constatar que una sólida franja de la
población venezolana estaba dispuesta a acompañar al
caudillo hasta el abismo. Al contrastarse los inmensos
ingresos petroleros con los escuálidos resultados
socioeconómicos del Gobierno, es inevitable concluir que hoy
Venezuela es una nación más atrasada y pobre que esa que
consiguió el comandante cuando asumió la presidencia en
1999. Sin embargo, Chávez sigue contando con un importante
apoyo popular.
Afortunadamente, en esta marcha hacia el precipicio hubo un
momento de reflexión: el 2-D. En esa cita electoral el
pueblo le dijo al comandante que no estaba dispuesto a
seguirle acompañando en su delirio. El “soberano” introdujo
el principio de realidad y llamó al jefe de Estado a la
sensatez. Esa derrota histórica del proyecto totalitario
chavista ahora es posible continuarla y ampliarla en los
comicios regionales pautados para noviembre próximo. Sería
esa una oportunidad para continuar zanjando en términos
pacíficos, constitucionales, electorales y democráticos, la
gigantesca fractura provocada por el ejercicio autocrático,
irresponsable e incompetente del poder por parte del primer
mandatario. Esas elecciones podrían servir para refrendar
los resultados del 2-D y para que el pueblo demuestre, otra
vez, que se cansó de Hugo Chávez y su quimérica revolución,
que está hastiado del socialismo del siglo XXI, de la
corrupción, del abuso de poder, de la incompetencia, del
despilfarro de los recursos públicos, de la pobreza en medio
de la riqueza obscena del entorno presidencial. Las
elecciones regionales podrían demostrarles a los escépticos
del país y de fuera, que la oposición está preparada para
gobernar la nación y realizar el tránsito de la “era Chávez”
a la “era post Chávez”, sin traumas ni sobresaltos.
Esa
oportunidad está allí. Para concretarla hay que exigirle al
CNE que fije definitivamente la fecha de la convocatoria,
que defina las reglas en igualdad de condiciones para todos
y ponerse de acuerdo en torno a los mejores candidatos.
Sin embargo, los comicios regionales también pueden servir
para demostrar la incompetencia y vocación suicida de la
oposición. Las “corrientes suicidógenas” no existen
solamente del lado de quienes respaldan los sueños y
ambiciones comunistas de Chávez. También entre quienes lo
adversan existen esas tendencias, ¡y con qué fuerza
autodestructiva! Las elecciones de gobernadores y alcaldes
de hace cuatro años fueron una prueba de esa insensatez. En
Carabobo y Miranda, dos estados clave para la oposición,
perdimos porque los sectores medios, atendiendo el llamado
de los abstencionistas, no sufragaron en un porcentaje muy
elevado. En la Asamblea Nacional no contamos con
representantes porque en 2005, contra todo lo que aconsejaba
el sano juicio, se impuso la tesis de la abstención. Esta,
por supuesto, fue muy alta, pero, ¿para qué ha servido? Solo
para demostrar nuestro gusto por el suicidio.
Afortunadamente los diputados de Podemos, luego de su
distanciamiento del teniente coronel, han cubierto en parte
el vacío dejado por la oposición. El referendo del 2-D lo
ganamos por un margen muy estrecho, debido a que el
sentimiento abstencionista se instaló con fuerza en el alma
de muchos opositores a Chávez. Así es que muestras de
regodeo con el suicidio abundan.
Las disputas en el Zulia entre Manuel Rosales y Juan Pablo
Guanipa, precandidato de Primero Justicia a la Alcaldía de
Maracaibo, así como los enfrentamientos entre el mismo
Rosales y Saady Bijani, alcalde del municipio San Francisco
(Maracaibo) y aspirante a la gobernación del Zulia, no
presagian nada bueno en el estado más importante del país,
bastión esencial de la oposición y trinchera de la lucha
contra el autoritarismo comunista que pretende implantar
Chávez.
La
dirigencia política de la oposición está obligada a enviar
señales claras de que se encuentra suficientemente madura
para gobernar en un ambiente signado por la concertación y
la convivencia pacífica. Los acuerdos firmados el 23 de
enero en el Ateneo de Caracas, mostraron la intención
unitaria de la oposición y revelaron la disposición a
superar los intereses subalternos que tanto han perjudicado.
Esperemos que ese pacto se cumpla y que ninguna apetencia
bastarda comprometa, más de lo que ya está, el futuro de la
democracia. Lo contrario sería evidenciar de nuevo la
propensión suicida de la dirigencia opositora.
tmarquez@cantv.net