Durante
los días recientes se ha extendido la creencia de que la
unidad de la oposición para las elecciones del 23-N no será
posible porque la dirigencia es inepta e irresponsable y, en
consecuencia, incapaz de ponerse de acuerdo para tal fin.
Esa visión caótica se ha atenuado luego de los anuncios del
pasado martes 15 de julio, cuando los voceros más
calificados de las organizaciones opositoras informaron a la
opinión pública, que se habían logrado compromisos
definitivos en siete estados del país, y que en los próximos
días se llegaría a pactos en siete entidades más.
No tengo dudas de que algunos
aspirantes a gobernaciones y alcaldías en varios estados y
municipios, han creado la sensación de que predomina la
dispersión y el desencuentro en la oposición. Sin embargo,
esas dificultades no hay que magnificarlas, tal como han
hecho algunos comentaristas y medios de comunicación.
Probablemente el propósito de esos analistas haya sido
llamar la atención de la dirigencia partidista, sobre las
graves consecuencias que tendría para el futuro de la nación
un triunfo de Chávez afincado en la falta de unidad de la
oposición. Si ese fuese el caso habría que admitir que la
preocupación es legítima. El problema reside en que cuando
se exagera la crítica, tal como ha ocurrido con algunos
medios impresos, radiales y televisivos, donde se les da un
lugar muy destacado a esas informaciones o artículos, el
efecto curativo de los llamados de alerta se diluye,
provocando, por el contrario, que el electorado se desanime
y se frustre.
En un esquema ideal, el deber
ser, la oposición tendría que haberse mostrado desde el
inicio del proceso de escogencia de los candidatos
unitarios, completamente ajena a las apetencias personales,
a las vanidades y a cualquier interés subalterno de los
aspirantes a los cargos públicos sometidos a elección. En
esa imagen ficticia el propósito principal desde el comienzo
habría sido la preservación de la democracia y la libertad
por encima de cualquier otra consideración. Pero ocurre que
la política real, sobre todo donde impera la pluralidad de
agrupaciones, no se desenvuelve siguiendo conceptos
abstractos, sino atendiendo realidades concretas donde
ocupan un lugar central los deseos de quienes se consideran
líderes con aptitudes para desempeñar cargos públicos. Lo
que han hecho las organizaciones de la oposición es tratar
de compatibilizar esas motivaciones personales, esenciales
para que los candidatos trabajen intensamente, con los
intereses más globales de las organizaciones, de la
oposición y del país que sueña con recuperar plenamente la
democracia.
Quienes se perciben a sí mismos
como líderes, aunque sea en una dimensión regional o local,
se sienten con el derecho a optar y, sobre todo, a ganar en
las contiendas donde participan. A partir de esta evidencia
la oposición liberó las amarras para que quienes quisiesen
participar en el torneo lo hiciesen. El riesgo de tal
operación era evidente: muchas voces se expresarían. Esto
fue lo que ocurrió, de allí que se haya creado la imagen de
un desorden incontrolable.
Con los pactos anunciados la
dirigencia opositora está demostrando que puede controlar
las tendencias centrífugas de los militantes partidistas y
hacer cumplir los acuerdos firmados el 23 de enero. Los
logros no han sido fáciles, y los que se obtengan en el
futuro inmediato tampoco lo serán. Se habrá lidiado con
personas que se creen predestinadas para cumplir ciertas
misiones en la vida. Convencerlas de que las encuestas no
los favorecen y que el pueblo, a pesar de lo que se
imaginen, no está con ellos, no habrá sido tarea sencilla.
Hay que prepararse para que algunos, incluso, se lancen como
agentes libres. La faena habrá sido como convencer a un niño
de las bondades de tomarse un purgante.
El proceso seguido por la
oposición hay que contrastarlo con el aplicado por el
chavismo. Este se ha reído a mandíbula batiente de los
desencuentros y tensiones de los grupos opositores. Sin
embargo, cuando se examina la situación del oficialismo se
constata que los problemas allí son más graves que los de
este lado. Es cierto que el PSUV realizó unas elecciones
internas para seleccionar sus candidatos, pero el
procedimiento avanzó en medio de ventajismos, exclusiones y
desigualdades gigantescas. La alianza integral de los grupos
que apoyan a Hugo Chávez nunca llegó a concretarse. El PPT y
PCV fueron relegados a un lugar tan subordinado, que no
aceptaron la humillación. El caso de Carabobo es
emblemático: Acosta Carlez, en abierto desafío a su “padre
político”, optó por pretender su reelección como gobernador
con el único propósito de impedir que Mario Silva capitalice
de forma exclusiva los favores del electorado chavista.
Ejemplos similares se repiten en Guárico, Yaracuy, Barinas y
Táchira. Hasta Lina Ron se amotinó.
El comandante pretende resolver
las sublevaciones al estilo de un caporal: mediante
descalificaciones, amenazas y castigos a los infractores.
Pero ninguno de esos métodos autoritarios le funciona. Sus
colaboradores están preocupados porque saben que
gobernaciones que antes estaban aseguradas, ahora, producto
de las rencillas internas y de los procedimientos
dictatoriales utilizados, se encuentran en riesgo de
perderse, ya sea porque las gane la disidencia inconforme, o
porque drenen hacia la oposición.
La democracia le está retornando
con creces la inversión a los partidos opositores; la
autocracia está minando las bases de una organización
construida a base de petrodólares, abusos de poder y tiranía
caudellesca.
tmarquez@cantv.net