A
raíz de la nube de flechas que han caído desde los más
variados lugares -universidades, academias, Fedecámaras,
Consecomercio, partidos políticos, gremios, sociedad civil-
sobre el paquete de leyes inconstitucionales, atrasadas,
intervencionistas, autoritarias y violadoras de la voluntad
popular, aprobadas por el teniente coronel en el marco de la
Ley Habilitante, el mismo Presidente de la República ha
dicho que esos instrumentos aparecidos en la Gaceta Oficial,
respetan el Estado de Derecho, y que mienten quienes dicen
que su promulgación formaliza el paso a la dictadura, pues
los tiranos gobiernan sin leyes, ya que lo hacen de facto.
De nuevo el comandante Chávez Frías demuestra su supina
ignorancia en historia universal. Si algo caracteriza a las
dictaduras y a las tiranías modernas es la exhuberancia de
los andamiajes legales de los que se dotan y la sumisión y
servilismo a los que someten al Poder Judicial.
Dos ejemplos bastan para ilustrar la voluptuosidad
de los entramados legales en los despotismos. El primero es
la Alemania nazi. Carl Smith, el célebre jurista teutón,
escribe varias obras -la más importante es
La Dictadura (desde los
comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la
lucha de clases),
publicado por primera vez en 1931, dos años antes del
ascenso de Adolf Hitler a la Cancillería- en los que
construye la plataforma sobre la que se asentarían los
matones nazis para legalizar la destrucción de la democracia
y la libertad, así como para construir un Estado totalitario
con capacidad hasta para meterse en los cromosomas de la
gente. Una vez en el poder, a partir de enero de 1933, los
nazis se valieron de argucias legales para acabar con todas
las instituciones arbitrales, iniciar la persecución
inclemente de los judíos, ilegalizar los partidos y toda
forma de protesta o disidencia, y levantar el Tercer Reich a
imagen y semejanza de una mente tan perturbada y maligna
como la del Führer. La postración de los leguleyos y rábulas
al servicio de la tiranía nazi está brillantemente descrita
por Ingo Müller en el libro Los juristas del horror,
de lectura obligatoria en estos días trágicos para
Venezuela.
El
otro ejemplo es el que proporciona la Cuba de Fidel Castro.
Desde el comienzo de la Revolución Cubana, el doctor Castro
Ruz trató de darle algún viso de legalidad a la masacre que
estaba perpetrando contra el pueblo. Lo primero que se le
vino a la cabeza fue reproducir la nefasta experiencia de la
Revolución Francesa, mediante la creación de los “tribunales
revolucionarios”, que condenaban a las víctimas -
“contrarrevolucionarios” previamente satanizados- sin
respetar el derecho a la defensa, el debido proceso, los
tribunales naturales, ni nada que se pareciese a derechos
humanos. Al frente de ese festín de sangre colocó a Ernesto
“Che” Guevara, un sádico que le producía éxtasis el
sufrimiento ajeno. Más tarde, cuando la revolución se va
consolidando y el control de Castro sobre todo el proceso
resulta indiscutible, el propio jefe de la revolución,
apremiado por el escándalo internacional provocado por los
fusilamientos y el paredón, siente la imperiosa necesidad de
sustituir la “justicia revolucionaria” de los primeros
tiempos, por un aparato legal más sofisticado, que le dé un
barniz de legalidad a todas las tropelías que cometía. De
esa manera les ordena a sus “juristas” que armen la
legalidad socialista y la legalidad revolucionaria (términos
antitéticos, pues si hay algo conservador es la Ley). La
eficacia de esos jurisconsultos es tan abrumadora que en
Cuba el despotismo está perfectamente legalizado. Todo
atropello o abuso del Estado contra los ciudadanos y la
sociedad civil cuenta con su respetiva ley. El nivel de
refinamiento de la “legalidad despótica” es tan excelso que
hasta la disidencia y la libertad de expresión están
ilegalizadas. La Asamblea Nacional (la original, pues la
copia está aquí), apoyada en la labor de los juristas,
materializa el viejo ideal de Fidel Castro, enunciado en un
congreso de intelectuales en 1966: dentro de la revolución
todo, fuera de la revolución nada. La sufrida gente de la
isla llega al extremo de pensar que aquello que no está
expresamente permitido por una ley, está prohibido. La
“legalidad” forma parte del genoma de los cubanos. Esa es
una dictadura totalmente “legal”.
Por
lo tanto, el teniente coronel Chávez Frías tergiversa la
historia, probablemente de forma deliberada, cuando señala
que los tiranos y dictadores gobiernan de facto, sin
importarles para nada las leyes ni las formas. Hitler y
Castro demuestran todo lo contrario. Lo mismo podría decirse
de Stalin, de Trujillo, de Pinochet. Es más, a los déspotas
les gusta contar con parlamentos dóciles, con juristas,
diputados y senadores que legislen para ellos; que les
construyan leyes que les sirvan como un traje a la medida.
Los países de Europa del Este durante el dominio del
comunismo, todos “repúblicas populares”, constituyen vivos
ejemplos de déspotas con parlamentos y sistemas judiciales
mansos y obsecuentes. Rumania y Hungría fueron el epítome.
Lo que no toleran los Hitler, los Castro y compañía es la
existencia de poderes autónomos, gobiernos limitados y
sociedades civiles fuertes. Cualquier signo de independencia
por parte de las instituciones estadales y de las
organizaciones sociales les provoca urticaria. Son incapaces
de coexistir con los contrapesos institucionales.
En
Inglaterra, Suiza, Holanda, Bélgica, digamos, no se observan
esos aparatos legales tan intrincados como los de Cuba. En
esas naciones los ciudadanos y la sociedad viven en un clima
más distendido. A ningún gobernante se le ocurre dar un
salto hacia la comunidad primitiva, dominada por un gamonal,
valiéndose de un conjunto de leyes rupestres.
tmarquez@cantv.net