El
Teniente Coronel, podría decirse, impuso en sus filas un
estilo que en nada se parece al de los generales y demás
oficiales de la Roma clásica: deja a sus subalternos en la
estacada. Les pone a decir dislates e imprudencias de todo
tipo, y luego los regaña, se mofa de ellos y los ridiculiza.
Los últimos episodios han sido patéticos.
Con la Ley de Inteligencia y
Contrainteligencia, bautizada por la sabiduría popular como
Ley Sapo, el Comandante les ordenó a sus sacristanes que
salieran a dar la cara por ese instrumento tan aborrecible.
Inmediatamente aparecieron Ramón Rodríguez Chacín, Carlos
Escarrá y Calixto Ortega a pontificar acerca de las bondades
de la nueva ley. ¡Qué pena! El mismo mandatario, tres días
después de haber aparecido en Gaceta Oficial el texto, la
defendió diciendo que se trataba de una ley que resguardaba
la seguridad nacional y del Estado porque era “antigolpista
y antiimperialista” Sin embargo, poco después de esa
ardorosa y patriótica intervención, ante la avalancha de
denuncias y protestas públicas de parte de sectores tan
importantes como la Iglesia, los medios de comunicación, la
Academia de Ciencias Políticas, los opinadores y (dicen) que
de los propios militares, quienes se sintieron afectados
porque a cada componente se le despojaba de su propio
organismo de inteligencia, el mandatario reculó, primero
criticando la ley y, a las horas, derogándola.
Esta conducta no tendría nada de
particular en un país con una democracia consolidada, pero
sí dice mucho de un régimen tan pintoresco como el que
impera aquí, que más que presidencialista es autocrático. Lo
que sorprende del vuelco es la manera en que Chávez trata de
sacudirse el problema: como si él no tuviera nada que ver y,
peor aún, como si él hubiese sido sorprendido en su buena
fe. Esa ley es infame, es un grave error, se le oyó decir.
Ahora bien, el misil contra la inteligencia fue disparado
desde Miraflores en el marco de la Ley Habilitante otorgada
al Presidente de la República por la Asamblea Nacional, hace
más de un año. Se sabe que desde la casa de Gobierno no sale
nada que no sea conocido y aprobado por el jefe de Estado,
menos si se trata de un decreto con fuerza de ley. Por lo
tanto no es factible que el Presidente no conociera los
detalles de la Ley Sapo, especialmente los contenidos del
artículo 16, que convertía al país en una sociedad de
delatadores y soplones. Si no lo sabía pecó de estulticia y
negligencia al autorizar su publicación en la Gaceta, razón
por la cual tiene una enorme responsabilidad política y
administrativa, pues es primer mandatario para que se ocupe
de las materias que le conciernen, en primer lugar, las
contenidas en la Ley Habilitante.
Debido a que la hipótesis de la
ignorancia es poco probable, lo más seguro es que la Ley
Sapo haya constituido una nueva provocación y otro torneo de
pulso del primer mandatario con el país. De nuevo forcejeó
con la nación para ver si lograba doblarle el espinazo a la
oposición, la cual desde su óptica incluye a todos los
individuos, grupos y sectores que no apoyan el proceso
bolivariano. La apuesta se la cazó el país democrático. En
el lance salió derrotado, solo que de manera humillante,
pues en la retirada dejó abandonados a sus lugartenientes y,
peor todavía, los responsabilizó de la debacle, cuando en
realidad él es el verdadero y único responsable de semejante
desatino. La marcha en retroceso no fue un giro táctico,
sino una voltereta.
En los últimos días también
hemos visto su distanciamiento de las FARC. Esta precaución
sería plausible si sus palabras reflejaran una vocación
genuinamente republicana. Pero es difícil creer que Chávez
se haya convertido de la noche a la mañana en un político
con sólidas convicciones democráticas, pues hasta hace
algunos días esos narcoguerrilleros eran la encarnación del
Che Guevara. Constituían la semilla para fomentar “uno, dos,
mil Vietnam en América Latina”, según la criminal propuesta
del hombre que ordenó más de quinientos fusilamientos sin
fórmula de juicio en La Cabaña, fortaleza situada en las
afueras de La Habana. Ese fue el mensaje que su ministro de
Relaciones Interiores le llevó, a nombre de su jefe, a los
subversivos que liberaron a Clara Rojas hace apenas unos
meses. Ahora, que las FARC están asediadas por el gobierno
de Álvaro Uribe, con Manuel Marulanda y Raúl Reyes muertos,
que se encuentran en franca decadencia y desbandada, y,
sobre todo, que han comenzado a revelarse los secretos de la
computadora cantarina (la de Reyes), les aconseja a los
irregulares que depongan las armas, que ya el tiempo de la
lucha armada pasó, y que hay que tratar de alcanzar el poder
por los mecanismos democráticos convencionales, es decir,
las elecciones y la conquista del voto popular.
De nuevo el giro táctico se
convierte en voltereta con garrocha. ¿Qué pensarán sus
socios aprovechadores de la Coordinadora Continental
Bolivariana, quienes consideran a los insurgentes apóstoles
y héroes? ¿Qué dirán los monaguillos de Chávez quienes, para
congraciarse con él, salen a cada rato a defender la
nobleza, valentía y justicia de la lucha de los faracos?
La Ley Sapo y el alejamiento de
las FARC son dos casos de los más sonados en los cuales
Chávez deja en la empalizada a sus aliados y subordinados.
Sin embargo, la lista es mucho más larga. El decreto fijando
el precio de las autobusetas, las formas de ingreso en las
universidades públicas y muchos otros episodios por el
estilo, demuestran que el concepto de lealtad no es el más
arraigado en la turbulenta personalidad del Comandante. El
otro rasgo que esas idas y venidas muestran, es que la
visión del estadista ponderado con visión estratégica, se
encuentra muy lejos de adornar al caudillo vernáculo.
tmarquez@cantv.net