Entre
algunos intelectuales, economistas para más señas, se ha
arraigado la idea de que el régimen actual no es más que la
continuación, un poco más perversa, del estatismo y del
intervencionismo que tuvimos en Venezuela hasta el 4 de
febrero de 1999, cuando el teniente coronel Hugo Chávez
asciende al poder, entre otras razones, gracias a que una
parte de la élite intelectual, cansada de los adecos y
copeyanos, decidió apoyar al pintoresco personaje. Hoy
muchos de ellos sufren en carne propia su desacierto.
Dicen estos científicos
sociales: antes también había intervencionismo, altos
aranceles, licencias de importación, prohibición expresa de
importar numerosos artículos y muy variadas barreras no
arancelarias al comercio internacional; además, la
corrupción y la impunidad eran rampantes, mientras el
deterioro del sistema judicial, ostensible. El signo
dominante de la economía eran el socialismo y el
mercantilismo. Lo que ha hecho el gobierno actual es
empeorar lo que ya existía.
Esta visión -solo parcialmente
cierta, pues no toma en cuenta que en ese país que ellos
execran se condenó a un Presidente en ejercicio- simplifica
en extremo la política proteccionista de origen cepalino que
se aplica en toda América Latina, y con particular rigor en
Venezuela, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta bien
entrados los años 80. Pero, lo más grave de este
reduccionismo es que pierde vista el contexto donde ocurre
la implantación del “socialismo bolivariano”, e identifica
dos modelos socioeconómicos y sociopolíticos que conviene
separar con toda claridad, pues se corresponden con dos
visiones de la libertad y la democracia completamente
diferentes.
Luego de 1958 los gobiernos que
llevan hasta su punto más alto el dirigismo estatal y los
controles son los presididos por Carlos Andrés Pérez (I) y
Jaime Lusinchi. Como consecuencia de la asfixia que sufre el
aparato productivo en el mandato de este último, hubo que
levantar los controles, liberar la economía e introducir un
conjunto de reformas que, si se hubiesen instrumentado
antes, habrían evitado el trauma de El Caracazo y, muy
probablemente, las intentonas golpistas de 1992. De los
gobiernos de Pérez y Lusinchi, y más tarde del de Caldera (II),
podría decirse que distorsionaron las enseñanzas de Raúl
Prebisch y otros cepalinos. Los tres incurrieron en serias
faltas económicas, materia donde, sin duda, salieron
aplazados.
Sin embargo, entre los errores
de concepción y aplicación de políticas públicas que esos y
otros gobernantes cometieron, y, como ocurre ahora, la
intención expresa de destruir la economía de mercado,
arrinconar la propiedad privada, estatizar la mayor parte de
la actividad económica y, de paso, destruir la democracia,
existe una brecha gigantesca. Podría decirse que los
gobiernos anteriores a 1999 cometieron muchos desaguisados y
crearon entuertos que resultaba difícil resolver. Sin
embargo, en ninguno de ellos se encuentra un diseño
orientado a modificar radicalmente las relaciones de
producción y destruir PDVSA. En todas las administraciones
se oyeron las quejas y reclamos de los empresarios. En
ninguno existió nada parecido a las comunas socialistas, ni
se pretendió utilizar la FAN para invadir, expropiar o
confiscar bienes privados o para colectivizar la economía.
Nunca hubo un discurso anti empresarial rabioso. No se
excluyó del diálogo a los empresarios y a los trabajadores,
pues siempre se consideró que ambas clases son esenciales en
un sistema socioeconómico basado en la cooperación entre los
grupos sociales, y no en la confrontación y lucha sin tregua
que propician los actuales gobernantes.
Lo que se produce a partir del
99, pero sobre todo luego del referendo revocatorio de 2004,
es una ruptura con el pasado. Venezuela comienza a ser
radicalmente distinta en todos los planos a lo que había
sido. El Gobierno deja de ser un agente de conciliación
entre el capital y el trabajo, transformándose en una fuerza
destructiva de ambos factores. A los empresarios los
persigue y hostiga. A los sindicatos libres, expresión
genuina de los trabajadores organizados, los está acabando.
La contratación colectiva ha ido desapareciendo. Todo se
resuelve por decreto del Ejecutivo. El Presidente decide
hasta el precio del sorgo y el maíz de forma unilateral. El
estatismo económico se extiende, además, por todo el tejido
social. No hay espacio donde la sombra del régimen no esté
presente. En la educación, la cultura, los deportes y hasta
los gustos individuales, el gobierno trata de imponer su
sello. Se busca implantar una autocracia de tendencia
totalitaria.
Con el pasado no hay que ser
benevolentes, pero sí conviene comprenderlo en sus justas
dimensiones. Los errores de antaño engendran los monstruos
que las naciones posteriormente padecen. Esa relación causal
es aplicable a cualquier sociedad. Pero, nadie en su sano
juicio diría, por ejemplo, que la República de Weimar y el
nazismo eran la misma cosa, a pesar de que Hitler fue
concebido por los desaciertos y la cobardía de aquella débil
república.
Esta diferencia deberían
entenderla los demócratas y, especialmente, los liberales.
Estos últimos detestan las revoluciones marxistas por el
carácter radical, apocalíptico y ridículamente épico que le
imprimen sus conductores. Sin embargo, les parecen
extraordinarias las revoluciones liberales: privatización
súbita de todo (en el caso de Venezuela, por supuesto de la
industria petrolera), eliminación abrupta de las barreras
arancelarias, reducción intempestiva de los impuestos,
abolición de la banca central y apertura total y sin
restricciones al mercado internacional. Nada de etapas
graduales, ni de reformas progresivas. Los cambios tienen
que ser repentinos y simultáneos. Son unos Lenin, pero de
signo contrario. Esos liberales deberían darse un paseíto
por la historia de mundial para ver si aprenden que la
secuencia de las reforman modernizadoras son esenciales para
garantizar su éxito.
tmarquez@cantv.net