La
agria disputa entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez está
mostrando los caminos radicalmente opuestos que han
emprendido Colombia y Venezuela bajo la conducción de esos
dos presidentes.
El
vecino país tiene casi cinco décadas sobrellevando el duro
peso de soportar la presencia de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombiana (FARC), grupo de terroristas y
narcotraficantes que -en nombre de la igualdad y la
abolición de las injusticias sociales y el enfrentamiento a
la oligarquía- asesina, roba, secuestra, chantajea y amenaza
a toda la nación, especialmente a los campesinos y a los
pequeños y medianos productores agrícolas. Los líderes de
las FARC mantienen un discurso confuso, lleno de los
lugares comunes propios de la visiones arcaístas. El
lenguaje redentor solo les sirve de excusa para justificar e
intentar legitimar la violencia que propician. Sin embargo,
de sus cerebros no sale una sola idea clara acerca de cómo
acabar con la pobreza, cómo promover la equidad, cómo
fomentar el empleo con salarios que se remonten por encima
del nivel de subsistencia, cómo enrumbar a Colombia por la
ruta de la prosperidad y el desarrollo. Los labios de Manuel
Marulanda, Raúl Reyes o el “Mono Jojoy” solo despiden odio
contra la humanidad. El rechazo que provocan en la hermana
república es tan grande, que ni siquiera cuando Andrés
Pastrana les concedió durante varios años la zona del Caguán,
lograron atraer las simpatías de los pobladores. Durante ese
período allí se hicieron elecciones para elegir los alcaldes
de los municipios ubicados en ese territorio. Los candidatos
de las FARC nunca ganaron. El pueblo los execra. El apoyo
que obtienen es sobre la base de la intimidación, nunca de
la persuasión o el convencimiento.
Con
esta banda de irregulares le ha tocado lidiar a los
distintos gobiernos colombianos durante los últimos 50 años.
Álvaro Uribe obtuvo su primera presidencia con la promesa de
combatir sin tregua al grupo terrorista y dar un giro de 180
grados con relación a la actitud complaciente que durante
cuatro años tuvo Pastrana. Al llegar al Palacio de Nariño
comenzó a cumplir su promesa. Nada de arrumacos con
Marulanda, ni con el resto del clan. O las FARC, al igual
que había hecho el M-19, se sometía al Estado de Derecho, o
serían perseguidas implacablemente por el Ejército regular.
Esto es lo que ha sucedido desde que es Presidente. Por su
parte las FARC, aunque disminuidas, han mantenido sus
ataques al Ejército y han persistido en los secuestros, uno
de los crímenes más abominables que puedan cometerse, pues
se ejecuta reduciendo al rehén a una condición de absoluta
indefensión, y aplicándole una tortura sistemática tanto a
la víctima como a su entorno.
Producto de ese método vil de obtener recursos financieros y
proyección en el plano político y comunicacional, hoy hay
varias decenas de rehenes en manos de los forajidos de las
FARC, a pesar de los esfuerzos del gobierno de Uribe por
acabar con ellas. Para el canje humanitario del cual se
viene hablando desde hace meses, y que involucraría a la ex
candidata presidencial Ingrid Betancourt, el presidente
Uribe buscó el respaldo, tantas veces ofrecido, del
comandante Hugo Chávez. Por supuesto que toda Colombia
quiere que ese acuerdo se concrete. Hay que aliviar el
enorme sufrimiento de los plagiados y de sus familias. Sin
embargo, una cosa es que el Gobierno y el Estado combinados
soliciten el apoyo de Chávez y de la senadora Piedad Córdoba
y otra, totalmente distinta, es que el Presidente venezolano
y la Senadora colombiana intenten congraciarse con unos
agentes del mal como son los guerrilleros de las FARC.
Cuando
la señora Córdoba visitó Venezuela por última vez tuvo la
desfachatez de tomarse fotos sonriendo y ataviada con una
boina de guerrillera, con los representantes subversivos
enviados por Marulanda. ¿Qué pensaba esa dama, que estaba en
Disneyworld con el Ratón Mickey? ¿No se le ocurrió pensar
que era una ofensa a las legítimas autoridades colombianas,
a las víctimas de los secuestrados y a los familiares de
estos, aparecer de lo más sonriente con un grupo de
criminales que se han ensañado contra personas indefensas?
Por su parte, ese mismo día Hugo Chávez compartió en el
palacio de Miraflores la cordialidad de la senadora Córdova
con los agentes de las FARC, con lo que les dio -en la sede
del Gobierno Nacional- rango de legitimidad a los
representes del grupo sedicioso. ¡Después habla de la
oposición golpista!
En las
oportunidades que las autoridades colombianas han solicitado
que se declare a las FARC como un grupo terrorista, el
comandante Chávez se ha negado a hacerlo. Antes, por el
contrario, ha sostenido la peregrina tesis de que hay que
asumirlas como una fuerza beligerante en el conflicto
armado que vive ese país, con lo cual reclama para ellas una
dignidad que no tienen y jamás alcanzarán.
A
Colombia le ha costado mucho esfuerzo asentar sus
instituciones democráticas y el Estado de Derecho, pues se
ha visto sometida a toda clase de acechos por parte de los
guerrilleros, los paramilitares y los narcotraficantes, los
cuales forman entre sí una mezcla indisoluble. Sin embargo a
pesar de todo, ese es un país legalista en el que las
instituciones tratan de cumplir con el papel que le
corresponde a cada una de ellas. Por eso Álvaro Uribe no
puede aceptar, tal como lo dijo con perfecta claridad, que
el trato humanitario se convierta en una plataforma para
legitimar el terrorismo de las FARC, propiciar el
entendimiento del Gobierno con un grupo de forajidos y
catapultar el proyecto expansionista promovido por Hugo
Chávez con su inmensa chequera petrolera.
Mientras en Colombia, Uribe fortalece las instituciones
democráticas, en Venezuela, Chávez trata de destruir los
vestigios de democracia que aún quedan y trata de imponer
el neocomunismo, muy en línea con lo que quisiera las FARC
para los vecinos y para el continente. Dos caminos distintos
y opuestos.
tmarquez@cantv.net