A
partir de febrero de 1999 reaparece en el escenario nacional
el culto a la personalidad, práctica que se suponía
erradicada o, en todo caso, en franco proceso de extinción.
Ese culto con el paso de los días adquiere tonalidades cada
vez más irritantes. La mayoría de los espacios públicos y
edificios que albergan a las instituciones del Estado o del
Gobierno nacional, regional y municipal, muestran la imagen
todopoderosa y omnisciente del comandante. En unos frescos
aparece, como los grandes timoneles, señalando el camino
hacia el futuro; en otros encendiendo el bombillo de la
“revolución eléctrica”; en el de más allá tutelando las
labores de PDVSA o del SENIAT; en el siguiente, abriéndole
camino al socialismo del siglo XXI y “empoderando” al pueblo
a través de los Consejos Comunales. No existe actividad,
proceso o hecho de la acción del Gobierno en la que su
palabra no se muestre esclarecedora e inapelable. Como en
los grandes mitos, su imagen se presenta sin fisuras,
invulnerable, recia igual que un monolito. Los mítines y
actos públicos del oficialismo constituyen desvergonzadas
muestras de servilismo y obsecuencia frente al caudillo.
Aló, Presidente, incluido su nuevo formato, forma parte del
fuego que alimenta la leyenda Según sus epígonos, el
comandante está a la altura del Libertador (pero, de seguir
el ritmo frenético que han desatado esos acólitos, pronto
estará por encima), del Che Guevara y de Fidel Castro.
¿Qué explica esta involución tan
severa de la vida política nacional? Axel Capriles apunta
algunas ideas que sirven para entender el fenómeno. La
gente, dice Capriles, necesita proyectar en superhombres, en
semidioses, sus propias carencias. De esta manera mitiga
esas falencias. Los aláteres del autócrata la justifican
diciendo que la revolución bolivariana, como todas las
revoluciones, reclama un líder único e indiscutible al que
se le debe obediencia incondicional. Ese guía, además, debe
ser eterno. Para garantizar la permanencia del jefe en el
poder, se han convertido en fieros defensores de la
reelección indefinida, fin principal de la reforma
constitucional. Los chavistas reproducen, en escala
tropical, lo que hicieron los rusos con Lenin y Stalin, los
chinos con Mao, los coreanos del norte con Kim Il Sung. En
realidad no es la revolución la que exige endiosar a sus
dirigentes. Es el totalitarismo, la autocracia y la
megalomanía.
La necesidad de que los
venezolanos proyecten en un líder carismático sus
debilidades, los trastornos narcisistas de personalidad que
muestra el autócrata y la mimetización que sufren los
alabarderos que rodean al comandante, explican en buena
medida el resurgimiento del culto a la personalidad en el
país, practica que no se veía, al menos con estos ribetes
patológicos que estamos presenciando, desde la era de
Antonio Guzmán Blanco. Ahora bien, a estos factores hay que
agregar uno que me parece central: la desaparición de las
instituciones del Estado que sirven para contrarrestar al
Poder Ejecutivo. Es en este ambiente menguado donde puede
desbordarse una personalidad egocéntrica como la del
teniente coronel.
El culto a la personalidad
Chávez se ha afincado en la utilización inicua de los
recursos públicos, especialmente los que genera el petróleo.
Esta es la fuente que alimenta obeso yo del primer
mandatario. Ese uso no ha sido fiscalizado, ni sometido a
ningún tipo de control por parte de la Asamblea Nacional o
de la Contraloría General, organismos obligados a velar
porque el patrimonio nacional se invierta de acuerdo con los
intereses generales del país. El Presidente de la República
hace un uso abusivo de las cadenas de radio y televisión.
Con ellas invade los hogares de los venezolanos y fomenta la
idea de que es imprescindible e insustituible. Este
atropello ocurre sin que el Defensor del Pueblo, el Fiscal
General o algún magistrado del Tribunal Supremo de Justicia,
mueva una pieza para impedir que se perpetre.
El ego insaciable del comandante
ha podido crecer sin restricciones, y sus camaradas han
podido inflarlo sin cortapisas para ganarse sus favores,
porque las instituciones del Estado han claudicado frente a
las ambiciones desmedidas del jefe. A los órganos
responsables de ponerle coto a los desmanes no les ha
importado que sus desmesuras enrarezcan el clima de
convivencia que requiere toda democracia sana. Tampoco les
ha interesado que sus excesos vayan a contrapelo del estilo
sobrio que deben exhibir los jefes de Estado en las
democracias modernas, incluso allí donde el régimen de
Gobierno es presidencialista y, en razón de ello, el Poder
Ejecutivo es muy fuerte. En estas naciones el Presidente
está obligado a cumplir con un conjunto de reglas que señala
la Constitución y las leyes. Cuando estos instrumentos son
incompletos o no resultan suficientemente claros, de
inmediato actúan los órganos del Estado para ponerle frenos
a las actuaciones del primer mandatario. Los vacíos legales
son cubiertos por el órgano legislativo o por el Poder
Judicial, no por el Presidente.
En Venezuela no ocurre nada de
esto. Al contrario, la presidenta del Parlamento, órgano que
previamente había renunciado a legislar (más no a cobrar)
durante año y medio, declara que el Parlamento no le
informará a la opinión pública, ni opinará sobre los
instrumentos legales que contenga la Ley Habilitante, todo
ello en virtud de un fulano pacto de discreción suscrito por
la cúpula dominante La abyección de los diputados de la
Asamblea Nacional carece de barreras. No sólo le entregan a
Chávez la capacidad de legislar, sino que además declinan
ante la posibilidad de emitir alguna opinión sobre una
materia que les concierne directamente y para la cual
supuestamente fueron electos por el pueblo. El órgano
soberano de la representación popular se somete de forma
incondicional a los dictados del caudillo.
Con instituciones de esta clase,
¿cómo no va a haber culto a la personalidad?
tmarquez@cantv.net