Sentimientos
ambiguos y encontrados los que se mezclan frente a la Copa
América en quienes amamos por igual la libertad, la
democracia y el deporte. El que Venezuela haya obtenido la
sede de esta nueva edición de la Copa, representa un paso
significativo para proyectar un juego cada vez más
globalizado y popular en el planeta. Ha sido apreciable la
inversión del Gobierno en infraestructura para dotar al país
de estadios confortables y con grandes aforos. Hay que
valorar los avances del fútbol nacional y el enorme esfuerzo
desplegado por la Vino Tinto bajo la conducción de su
director técnico, Richard Páez, para armar un equipo
competitivo, capaz de rivalizar de tú a tú con las grandes
potencias americanas del balompié: Brasil, Argentina,
Uruguay, México. Jugadores como Juan Arango y Ricardo David
Páez, que se dan por entero en la cancha y asumen el peso
de la camiseta nacional con total entrega, se han ganado el
afecto de los venezolanos.
Ahora bien, al lado de todos estos aspectos positivos, no
es posible dejar de indignarse con el sectarismo, la
petulancia y el desmedido culto a la personalidad con los
que el Gobierno revolucionario ha rodeado la realización de
la cita deportiva. Ante la enorme trascendencia de la justa,
la mayoría de los funcionarios, desde los más encumbrados
hasta los más subalternos, han emprendido un vuelo de
gallineta rasante, como habría dicho Rómulo Betancourt. El
Presidente de la República, los gobernadores y alcaldes
chavistas, y los ministros no quieren asumir que el país
está colocado frente a la posibilidad de que los distintos
sectores enfrentados se reconcilien y unifiquen en torno a
un sueño común, y que tengamos una tregua que permita que
toda la nación disfrute de la esférica rodando por el
césped, tal como ocurre cada cuatro años con los mundiales
de fútbol, que a pesar de llevarse a cabo en otras
latitudes, los compatriotas los viven como propios.
Sólo en los regímenes totalitarios más cerrados las
competencias deportivas se utilizan obscenamente como arma
política. Este fue el caso de la Alemania nazi cuando Hitler
pretendió manipular la Olimpíada de 1936 para demostrar la
supuesta superioridad de la raza aria. Con todo, de ese
manejo burdo se protegen hasta las dictaduras más crueles.
En 1978 cuando el mundial de fútbol se efectuó en
Argentina, el gobierno de Videla se cuidó de que el certamen
pareciera un esfuerzo de todos los argentinos, y no de la
camarilla que lo rodeaba. Desde luego que la oposición, por
aquel tiempo silenciada, sabía que los jerarcas militares
utilizarían el torneo para dar internacionalmente la
sensación de apertura política y prosperidad que necesitaban
para lavar el rostro de esa tiranía tan despiadada. Pero el
Gobierno no secuestró el evento.
Este no es el caso de Venezuela. Aquí hasta las entradas
están confiscadas por el sectarismo bolivariano. Los
estudiantes han tenido que incluir entre sus reclamos al
Gobierno la exigencia por tickets. Estos no se
consiguen ni por error. Toda la propaganda de la Copa ha
estado teñida de rojo. No hay espacio publicitario en
vallas, periódicos o televisión donde el rojo encendido no
encandile. Hasta por la radio pareciera esparcirse ese
color. Cada gobernador o alcalde utiliza la ocasión para
masajearse el ego y mostrarse como favorito del gran jefe,
Hugo Chávez. No existe el menor recato ni vergüenza. Todos
han perdido la compostura. Los gobernadores de Táchira,
Mérida, Lara, Anzoátegui, Monagas han inundado las capitales
de sus estados con propaganda chavista. El alcalde Di
Martino, en Maracaibo, tapizó la ciudad con propaganda donde
ensalza sus propias virtudes y las de Chávez, su héroe
epónimo, pero minimiza todo lo relacionado con la Copa. De
este exabrupto dio cuenta Claudio Nazca en una exquisita
crónica. Los abusos que se están cometiendo son de tal
magnitud, que un organismo tan poderoso como la FIFA debería
pronunciarse enérgicamente para que el Gobierno elimine el
tono proselitista y abiertamente político partidista que le
ha impreso al torneo de fútbol más importante y antiguo del
continente.
La relación entre política y deporte ha sido objeto de
enjundiosos estudios. Desde antaño se sabe que los
gobiernos, incluidos los democráticos de vieja prosapia, se
valen de los atletas para ocultar debilidades y errores, y
para proyectar su pretendida grandeza. No obstante, lo que
estamos presenciando en Venezuela es una deformación
grotesca de un caudillo y una casta política arrogante,
desconsiderada y excluyente que pretende manejar el país a
su antojo. Esta claque, así como no cree en la independencia
y el equilibrio entre los poderes públicos, ni les da
importancia a las instituciones arbitrales, tampoco
considera que puedan y deban existir espacios neutrales,
como las competencias deportivas internacionales, donde la
gente se reconozca en cuanto parte de una entidad mayor que
es la Nación.
Si esto está ocurriendo antes de la realización del torneo y
sin que la Vino Tinto haya mandado el primer balón a la red,
debemos imaginarnos cómo será la manipulación en el caso de
que el equipo nacional logre una participación destacada.
Todo aparecerá como obra del genial estratega, del ser
omnisciente que dirige los destinos del país desde
Miraflores, en el más ortodoxo estilo de la Korea del Norte
de Kim Il Sung y Kim Jon Il.
A
pesar del sectarismo y la prepotencia del Gobierno
bolivariano, a los venezolanos nos corresponde hacer lo
posible para que la Copa sea todo un éxito para el país y
para la Vino Tinto. Debemos tratar de lograr que el gol
salga para todos. ¡Viva la Vino Tinto! Allá ellos con su
estulticia y sus desbarros.
tmarquez@cantv.net