La
imprecación del rey Juan Carlos al teniente coronel Hugo
Chávez Frías, le ha mostrado al planeta Tierra lo que en
Venezuela se sabe desde hace más de 15 años: que el
Presidente venezolano solo reconoce y acepta las reglas que
él establece, las cuales, de paso, modifica de acuerdo con
sus caprichos, tal como pretende hacer con la Constitución
de 1999, que luego de haberla impuesto y proclamado como la
“mejor del mundo”, pasó a convertirse en un obstáculo cuando
se dio cuenta de que con ella no podía reelegirse
indefinidamente, ni implantar el comunismo sin forzar la
barra.
Chávez llegó a Chile como si
hubiese aterrizado en Sabaneta de Barinas. Regañó a la
presidenta Michelle Bachelet por haber propuesto para la
Cumbre el lema “cohesión social y políticas sociales para
alcanzar sociedades más inclusivas en Iberoamérica”. Según
el atrevido mandatario venezolano lo que había que tratar
era la “solidaridad social”, consigna, según él, más
combativa y comprometida con la realidad hispanoamericana.
Además de la indelicadeza con la señora Bachelet, anfitriona
de una reunión que tenía meses preparándose, Chávez
pretendió darles lecciones a los chilenos acerca de cómo hay
que encarar los problemas sociales. Craso error, pues
muestra un nivel de desconocimiento ignaro sobre lo que
ellos, sin tener petróleo, han alcanzado en materia de
redistribución del ingreso y enfrentamiento a la pobreza. En
la actualidad esa nación sureña exhibe uno de los índices
más equitativos de América Latina en lo que concierne al
reparto de la riqueza nacional, y sus políticas de
desarrollo económico y social han permitido que durante las
décadas recientes millones de chilenos hayan salido de la
pobreza, mediante la obtención de empleos estables y bien
remunerados, en un contexto macroeconómico en el que la
inflación se ha mantenido en un dígito durante un período
prolongado. La reducción de la inflación ha hecho posible
que los ingresos reales crezcan y que el poder adquisitivo
de los más necesitados mejore de forma sostenida.
Ninguna de estas conquistas
puede mostrarlas el comandante Chávez luego de casi una
década de estar en el gobierno. La inflación en Venezuela
sigue siendo la mayor de Latinoamérica, mientras los niveles
de pobreza, atenuados por el inmenso ingreso petrolero del
último quinquenio, se mantienen en cotas muy altas. Al
contrastar los ingresos del Gobierno chavista con los magros
resultados obtenidos en el área social, resulta muy sencillo
darse cuenta de que esta administración constituye un mal
ejemplo para el resto de los países de la región. Un modelo
de lo que no debe hacerse cuando se busca el desarrollo
económico y la prosperidad. Así es que si el gobierno de la
señora Bachelet propuso como consigna de la Cumbre la
“cohesión social”, por algo sería.
Por otra parte, el gobierno
chileno desde los tiempos de Patricio Alwing ha estado a la
vanguardia internacional en lo que se refiere a la
preocupación y atención de las condiciones de los pobres. En
1995 el presidente Alwing convenció a buena parte de los
jefes de Estado y de Gobierno del mundo de que se hiciese
una cumbre en la que se tratara el tema de la pobreza en el
mundo. La I Cumbre Social Mundial tuvo lugar en Copenhague.
Luego, en 2000, se efectuó la Cumbre del Milenio. Allí se
buscaba ponderar los logros obtenidos durante los cinco años
anteriores y fijar las nuevas metas. En las evaluaciones
posteriores a la Cumbre del Milenio, Venezuela ha salido con
muy bajas calificaciones. Cuando se le aplican los
indicadores para medir el impacto y los resultados ha
quedado muy mal en salud, vivienda, educación, seguridad
social y otros rubros que forman parte de ese control. Sin
muchos espavientos y sin desplegar una retórica demagógica
ni incendiaria, todos los gobernantes chilenos –después de
la salida de Pinochet del Palacio de la Moneda- han estado
en posiciones de avanzada en materia de políticas
relacionadas con el desarrollo social. En este mismo terreno
lo único que ha hecho Chávez es utilizar los recursos
provenientes del petróleo para financiar la quimera de la
revolución bolivariana continental, mezcla de comunismo y
populismo sin ninguna capacidad para transformar en términos
positivos las lamentables condiciones en que viven millones
de latinoamericanos.
Además del desconocimiento, otro
aspecto que mostró Chávez en Chile es su despreció e
irrespeto por la oposición venezolana. Allí llegó hablando
pestes de la Iglesia Católica, de los estudiantes y de todos
los partidos y factores que se oponen a que imponga una
nueva Constitución que instaura el comunismo y acaba con la
democracia. En ese plano el contraste con José Luis
Rodríguez Zapatero fue diametral. Todo el que esté algo
enterado de la política española sabe de las profundas e
insalvables diferencias existentes entre el jefe del
Gobierno y José María Aznar, así como entre el Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP).
Además, es bien conocida la ferocidad de los debates que se
libran en el escenario político de ese país, donde lo menos
que impera es la complacencia entre contrincantes. Pero a
pesar de esa crudeza, a ningún jefe de Gobierno español se
le ocurre denigrar de los adversarios en el exterior y mucho
menos en el contexto de una reunión de mandatarios. Por ese
motivo fue que a Rodríguez Zapatero no le quedó otra
alternativa que responder con firmeza a los denuestos
públicos de Chávez, desde el mismo momento en que piso suelo
chileno, contra el máximo líder del PP.
Chávez creía que estaba hablando
delante de Fidel Castro, de Evo Morales, de Daniel Ortega y
de las Madres de la Plaza de Mayo, quienes por recibir los
jugosos apoyos de la chequera petrolera, le celebran al
caudillo venezolano sus chistes malos y sus excesos. Esta
ves se equivocó, pues le salió un gobernante que, a pesar de
considerar la política una prolongación de la guerra con
otros medios, posee un claro sentido de lo que es la
democracia, el respeto al adversario y la pluralidad.
En realidad lo que Juan Carlos
debió haberle dicho al mandatario barinés fue: ¡cállate!
tmarquez@cantv.net