El
historiador inglés de la cultura Andrew Norman Wilson dice:
“La propiedad nunca ha sido abolida y nunca será abolida. El
asunto se reduce, simplemente, a quién la posee”. Esta
afirmación es especialmente pertinente en el caso de
Venezuela. Aquí la propiedad -no de derecho sino de hecho-
de los bienes de la nación, se ha ido desplazando desde el
sector privado hacia el Estado y, más específicamente, hacia
el comandante Hugo Chávez, quien progresivamente se ha
adueñado de esos activos, convirtiéndose en uno de los
hombres más ricos del planeta, probablemente el más, aunque
su nombre aún no aparezca en la lista de la prestigiosa
revista Fortune. Este movimiento ha sido posible debido a la
desaparición del Ministerio Público, de la Contraloría
General de la República y de la Asamblea Nacional, en cuento
órgano de fiscalización y control sobre el Ejecutivo
Nacional, así como de cualquier rastro del sistema de check
and balance. El Presidente, si bien formalmente no detenta
la “propiedad” de esos bienes, sí disfruta de su uso y
usufructo, condición que le permite decidir de forma
unilateral qué hacer con ellos.
En la Venezuela chavista la
propiedad privada, en el sentido capitalista y liberal
clásico de la expresión, está desapareciendo. Su lugar lo
está ocupando una forma de propiedad muy dañina, pues es
personal y caudillesca, tal como suele ocurrir en las
autocracias. En tal sentido, la diferencia entre Juan
Vicente Gómez y el comandante Chávez es de forma, no de
fondo. El viejo tirano asociaba su riqueza personal con la
posesión de tierra, de allí que se adueñara de cuantas
haciendas podía. El nuevo autócrata vincula su poder
personal con la propiedad estatal, por eso no duda en
utilizar los recursos petroleros para estatizar los activos
más importantes del país. No le parece suficiente controlar
la industria petrolera y poseer el dominio sobre más de 70%
de las divisas que ingresan al país. Quiere someter toda la
economía a la férula del Estado, es decir, a la suya.
El proceso de estatización
acometido por el jefe de la revolución bolivariana ha sido
recubierto con el lenguaje de la igualdad y la justicia
distributiva. Pero, ¿ahora Venezuela es de todos? Nada más
alejado de lo que está ocurriendo en realidad. La revolución
le está dejando a la sociedad civil los negocios y la
actividad económica marginal. Esa que puede llevarse a cabo
a través de las cooperativas, las empresas de producción
social, los núcleos de desarrollo endógeno, los fundos
zamoranos y toda esa amplia variedad de modalidades
folclóricas y pintorescas ideadas por el régimen, con el fin
de crear entre los más pobres la ilusión de que la propiedad
y la actividad económica se está democratizando y el
socialismo se está construyendo desde la base y con el
esfuerzo y la participación de todos. Sin embargo, el
lomito, las empresas más importantes, las que agregan valor
y generan poder y riqueza a gran escala, son o están siendo
estatizadas; es decir, están siendo capturadas por la alta
jerarquía del régimen. Su administración y gerencia ha
pasado a depender de una casta de funcionarios
incondicionales al “proceso”, cuya capacitación y destrezas
son inéditas. Llegan a los cargo de conducción no por sus
méritos, sino por su subordinación al comandante.
¿Esa burocracia oficialista se
encuentra en condiciones de manejar con eficiencia y
probidad empresas como la CANTV, la Electricidad de Caracas
u otras que el Gobierno decida estatizar en el futuro? La
amplia experiencia que existe en el mundo y, desde luego, en
Venezuela sobre las empresas que prestan servicios públicos,
demuestra que en una sólida mayoría esas unidades se
desempeñan de forma más eficaz cuando están dirigidas por la
iniciativa privada, que cuando lo hacen funcionarios que
responden a una línea partidista o ideológica determinada.
En este caso, los intereses sectarios y las razones
extraeconómicas usualmente se imponen sobre los criterios de
racionalidad, eficiencia, productividad, competitividad y
beneficio que deben prevalecer en la razón económica. Los
enfoques izquierdizantes y demagógicos tratan de demonizar
estos sanos principios que dicta el sentido común y la
lógica convencional, mostrándolos como aberraciones del
neoliberalismo salvaje y el capitalismo deshumanizado.
Los nostálgicos hablan, inflados
por la petulancia, de la “economía con rostro humano” y de
la “solidaridad” para justificar que sean burócratas del
Estado, y no empresarios privados, quienes capitaneen las
grandes empresas que atienden necesidades públicas de gran
escala. Ahora bien, en el socialismo y en las economías
altamente estatizadas, la mayor parte de esas empresas no
pagan impuestos, no remuneran bien a sus trabajadores,
reciben subsidios excesivos de parte del Estado, obligan a
la sociedad a incurrir en costos de oportunidad muy altos,
prestan servicios deficientes, aumentan los costes de
producción social de manera irracional y, para remate, los
ciudadanos carecen de opciones y ni siquiera pueden
quejarse. Entonces, ¿cuál es la ventaja para una sociedad
que se le despoje de la posibilidad, a través de grupos
privados, de poseer esas empresas? Ninguna ¿Qué gana una
nación cuando esa atribución se le confiera a una casta de
burócratas privilegiados e incompetentes? Nada. Al
contrario, la pérdida es neta: el país incurre en gastos
desmedidos que se derivan de la utilización inadecuada de
los recursos nacionales.
El proceso de estatización que
se está produciendo en Venezuela, inspirado por razones
políticas e ideológicas enraizadas en la doctrina comunista,
busca asfixiar al sector privado de la economía, con el
único propósito de establecer la más perversa de las
privatizaciones: esa que coloca en un caudillo que se cree
providencial la conducción de todo el proceso económico.
tmarquez@cantv.net