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La
pérdida
del límite
por Teódulo López Meléndez
miércoles,
28 enero
2009
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Hoy es preciso pensar toda esa
abundancia de lo
impalpable:
enunciar una filosofía del fantasma.
M.
Foucault.
Para soltar los demonios basta
levantar la tapa. En Carora dirían que basta una
maldición. Los demonios no salen a divertirse. Tal vez
aquí podríamos asegurar que bastaría un “Sí”. Los demonios
hacen de las suyas y las “suyas” suelen ser viejas
conocidas y para comprobarlo basta ir a escenarios
bíblicos y no bíblicos. Entre los no bíblicos está la
política. Los escritores soltamos nuestros demonios en el
texto, pero quienes fungen de gobernantes suelen soltarlos
sobre su país. Los demonólogos aseguran –conforme a mis
escasos conocimientos del tema- que los demonios tienen
diferentes clases de inteligencia, distintos caracteres y
destinos y hasta se han permitido indagar sobre sus
capacidades intelectuales, y sobre su moralidad o
inmoralidad.
Los gobernantes tienden a no
ver lo impalpable. Inclusive
Maquiavelo, quien no había leído a
Foucault por falta de tiempo,
se ocupaba con tal ahínco de lo concreto que no tuvo
oportunidad –el pobre- de ocuparse de fantasmas. En
América Latina hay que ocuparse de lo intangible. Mi
querido amigo Luis Herrera Campins, quien no se
caracterizaba por soltar en nuestras conversaciones largas
parrafadas sino frases muy concretas, me respondió una vez
a mi interrogante –formulada al inicio de esta década
venezolana- sobre como terminaría, con esta sentencia:
“Porque nunca aprenderá a gobernar”. Por el allá de una
tarde, mientras analizábamos el papel militar en la
historia de nuestro continente, me soltó esta: “Los
militares no son golpistas hasta que dan el golpe”.
Cuando se tiene un
límite se está relativamente seguro. Cuando se pierde el
límite se ha levantado la tapa. Indago en
El príncipe
y no encuentro una referencia directa a las victorias que
ha sido preferible no obtener, apenas una disquisición
sobre los gobernantes que piden a colegas tropas para
ayudar a su seguridad y que, luego, cuando ya no las
necesita, se niegan a marcharse. Charles
Maurice de Talleyrand tampoco
me provee de respuesta, aunque me viene la extraña
sensación de que era, como Montaigne,
de Périgord, una suerte de
extraña Carora donde evidentemente el diablo andaba
suelto. Recuerdo
un viejo libro de mi juventud
Fouché
el genio tenebroso,
traducido al español simplemente como
Fouché,
de la pluma del
incomparable Stefan
Zweig, y concluyo que no debo
remitirme a mis viejas lecturas de joven ávido de
escudriñar en los misterios y traiciones del poder.
Los fantasmas quizás
hacen su entrada triunfal –o más bien su salida- en, o
de, la mente humana con Freud.
Ahora que leo con pasión y fruición al húngaro
Sándor
Márai en
Confesiones de un burgués
(que me permito
catalogar a la altura de
En busca del tiempo perdido
de Marcel Proust) encuentro
unas reflexiones sobre su vagabundaje en Italia y sobre el
nacimiento del fascismo. Márai
ve pasar a los orgullosos jóvenes italianos con su
uniforme gris y la llegada de
Mussolini a Florencia para decir que sólo viéndolo
en sus orígenes era posible entender el fenómeno de
adhesión al caudillo. Los fantasmas de la política siempre
han existido. “Bruto, también tú”, exclamó Julio César.
Shakespeare en Julio César
lo pone con inigualable
elegancia:
Tu
quoque,
Brute, fili
mi.
Póngase como se ponga el
resultado es que los fantasmas siempre han existido. Y los
demonios.
Sin embargo, los
filósofos franceses del siglo XX se especializaron en
ellos y si no los conseguían los creaban. A De
Gaulle se le aparecieron en
mayo y eran muy peligrosos porque sabían lo que querían:
cambiar al mundo. Ese es un objetivo, digamos grandioso.
Cuando se limitan a la puntualidad de una coyuntura los
fantasmas se hacen simpáticos, como
Gasparín, ese tierno fantasma de los
comics. En América Latina
tuvieron décadas apareciendo. Suelen hacerlo cuando, por
andar detrás de una supuesta victoria, se pierde el
límite. El límite es una esperanza, una posibilidad, un
asa de donde agarrarse, hasta una justificación para los
cobardones. Cuando el límite se disuelve se disuelven con
él esperanza, posibilidad, asa y justificación.
La única relación entre
fantasmas y demonios es que vienen del otro lado, y se
parecen. Algunos no se dan cuenta que ganando pierden toda
legalidad y toda legitimidad, y pierden el límite. Esas
victorias no son como las de Pirro, esto es, pírricas, un
término más elegante que mierda, sin duda alguna, sino que
tienden a convertirse en un simple levantar de la tapa de
donde salen los demonios y no precisamente a divertirse;
bueno, lo de simple es un simple decir. La pérdida del
límite (digamos 2013) me hace consultar a los demonólogos
y perderme en estas inútiles disquisiciones que hoy pongo
por escrito para aburrimiento de mis lectores y tal vez
como una observación ligera de que un Sí victorioso
equivaldría a eso que los gringos ponían al final de sus
películas: The
end, pues la falta de límite
lleva a la búsqueda de un nuevo límite. Si la película se
convierte el 15 de febrero en una que no tiene fin, esto
es, no tiene the
end, no bastarán los
exorcistas abrumados, lo impalpable se habrá hecho dureza
y, ya escrita la filosofía del fantasma, tendremos que
lidiar con aquellos que fueron invocados y ya no se
querrán ir, como lo diría Maquiavelo
de las tropas que el príncipe llamó en su auxilio. A las
tropas que Maquiavelo se
refería –y a las que me refiero yo en este texto, no a
ningunas otras- son aquellas que el emperador de
Constantinopla introdujo en Grecia, esto es diez mil
soldados turcos, los que, una vez acabada la guerra, no se
quisieron ir. Comenzó así la sujeción de Grecia.
Constantinopla es Estambul y si no me equivoco, para ir a
ver aquellas maravillas en la Turquía moderna que
construyó Mustafa
Kemal
Ataturk, se requiere visa turca. Algún griego,
quizás Herodoto
de Halicarnaso,
podría haber exclamado: “Las ciudades cambian de dueño”,
aunque el premio Nobel turco
Ferit
Orhan
Pamuk
en su inigualable
Estambul
nos diga que los habitantes de la ciudad se siguen
debatiendo.
teodulolopezm@yahoo.com
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