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El letargo del transeúnte
por Teódulo López Meléndez  
domingo, 19 julio 2009


El hombre de esta primera década de un nuevo milenio luce cansado y pesimista, sumido en un despropósito hacia un mundo que no le da respuestas, que no le tranquiliza, sino que, por el contrario, lo sume en un conflicto que le anega en un profundo deterioro intelectual y cultural.

La creación de una nueva realidad se le asemeja a una especie de misión irrealizable para la cual alega carecer de fuerzas. La palabra solución parece haberse escapado como un errante cuerpo celeste no sometido a gravitación alguna. Ya pensar en las salidas posibles se le antoja un derroche innecesario de tiempo, una característica baldía de su antepasado de los tiempos históricos terminados. Algunos pensadores están llamando a este tiempo en el que estamos uno entre paréntesis.

Los conflictos forman parte connatural de lo humano, pero el hombre siempre tuvo la intención de comprenderlos y de ejercer sobre ellos toda la fuerza que permitiera transformarlos. Hoy mira la realidad con cansancio y el pesimismo se establece como un pesado herraje que impide el poder transformador de la cultura. El nuevo paradigma capaz de despertarlo no se asoma o la hace impotente para sacarlo de las tragedias históricas que lo sumieron en el letargo.

Quizás el hombre posmoderno piense que el conocimiento que ya tiene de la historia es suficiente para autocondenarse. Es una particular ataraxía que sustituye con imperturbabilidad la condición alerta. Los sucesos aislados de muerte y destrucción de las décadas siguientes al segundo gran conflicto armado quizás lo ratifiquen en la inmovilidad, al igual que la falta de salida que en los días presentes se muestran como repetición de la impotencia.

Es paradójico ver como el crecimiento de la tecnología que ha hecho más fácil para una parte del mundo el transcurrir del transeúnte se muestra insuficiente, aún en el caso de los avances médicos que garantizan una vida más prolongada. Mientras tanto la pobreza se mantiene en niveles de alarma y la violencia se hace ya un fenómeno global, mientras el suicidio alcanza cifras que muestran una determinación de cortar la vida como si se tratase de un pesado fardo.

No puede así terminar la mirada sobre el hombre bajo el alegato de que lo hemos estudiado hasta la saciedad. Debemos volver a preguntarnos porque se ha alejado de su papel de descifrador de enigmas. La insatisfacción con lo existente parece haber perdido su capacidad de motorizar el eterno viaje hacia el conocimiento. El hombre ha perdido la fuerza para imponer la sumisión de la realidad al orden simbólico. Esto es, el hombre ha dejado de interrogarse y no me refiero en exclusividad a la especulación filosófica sino a la pérdida global de una estructura reflexiva. El cansancio ha alcanzado hasta el comprenderse a sí mismo. Esto es, parecemos presididos por una renuncia a la necesidad básica de sentido. En otras palabras, nunca como ahora el hombre ha dejado de saber lo que es.

El hombre es alguien que llega a ser. El hombre no es un simple marchante hacia su propia finitud. Sin embargo, ahora parece sembrado melancólico en un presente abrumador negativo que se le asemeja a un fin de camino, olvidando su condición de ser que se trasciende a sí mismo.

Quizás el hombre posmoderno sufre una pérdida del sentido de autoposesión que lo ha llevado a ver reducida su condición impredecible, esto es, no se siente libre. A pesar de estar sumido en un individualismo hedonista es como un prisionero de lo vivido por su especie en el fracaso. La modernidad le dijo que el saber era la búsqueda de la utilidad, esto es, ya saber no era sabiduría. Que entender el mundo ya no era comprenderlo, sino saber como funcionaba. La modernidad sembró, pues, al hombre en la convicción de la explicación científica. Lo experimentado por la ciencia era lo verdadero. El otro elemento sembrado fue la razón que bien pudiéramos traducir como un progreso ilimitado. De golpee el hombre posmoderno se encontró sin fundamento de unidad, especialmente si consideramos la fragilización progresiva de la hipótesis de Dios y la pérdida de religiosidad.

En suma, los planteamientos reduccionistas cumplieron su tarea, reducir a lo conocido, la totalidad a lo observable. He aquí el origen del desasosiego del transeúnte humano. Cuando la vía de acceso a la realidad se hizo única, paralelamente la transformación de la realidad se hizo mecánica y eso es un desorden, lo que podríamos hacer equivaler a una ausencia de novedad mediante el atosigamiento de las novedades tecnológicas. Al convertir lo demás en fantasías improbables el hombre fue desdibujado, en un ser predecible, en una realidad moldeable.

Es la crisis final de la modernidad lo que nos atosiga en un mundo posmoderno indefinido. La enfermedad del economicismo pervive, pero inclusive la crisis reciente del modelo especulativo de un mercado descontrolado indica una fractura evidente de la interpretación materialista única. La materia misma ha estado sometida a una observación implacable por la física cuántica que nos habla simplemente de “perturbaciones variables”. Descifrar el ADN ha dejado sin efecto una explicación materialista conforme al reduccionismo genético.

El hombre debe retomar el misterio. Quizás el misterio es lo esencial olvidado. La cultura se ha teñido de banalidad. Es por ello que insisto de manera frecuente en la palabra “reinvención” como sustitutivo de desencanto. La falta de sentido y la reclusión hacen este pensamiento débil que es la enfermedad fundamental de este tiempo de paréntesis. Lo nuevo será inevitable, si es que seguimos manteniendo la confianza en el hombre, pero lo nuevo es urgente por la vía de la restitución del centro y la superación de la imagen. Existe un problema del hombre o una consideración del hombre como problema que debe ser enfrentado. Es el reto o desafío para el cual debemos despertar al transeúnte.

teodulolopezm@yahoo.com

 
 

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