El hombre de esta primera
década de un nuevo milenio luce cansado y pesimista,
sumido en un despropósito hacia un mundo que no le da
respuestas, que no le tranquiliza, sino que, por el
contrario, lo sume en un conflicto que le anega en un
profundo deterioro intelectual y cultural.
La creación de una nueva realidad se le asemeja a una
especie de misión irrealizable para la cual alega carecer
de fuerzas. La palabra solución parece haberse escapado
como un errante cuerpo celeste no sometido a gravitación
alguna. Ya pensar en las salidas posibles se le antoja un
derroche innecesario de tiempo, una característica baldía
de su antepasado de los tiempos históricos terminados.
Algunos pensadores están llamando a este tiempo en el que
estamos uno entre paréntesis.
Los conflictos forman parte connatural de lo humano, pero
el hombre siempre tuvo la intención de comprenderlos y de
ejercer sobre ellos toda la fuerza que permitiera
transformarlos. Hoy mira la realidad con cansancio y el
pesimismo se establece como un pesado herraje que impide
el poder transformador de la cultura. El nuevo paradigma
capaz de despertarlo no se asoma o la hace impotente para
sacarlo de las tragedias históricas que lo sumieron en el
letargo.
Quizás el hombre posmoderno piense que el conocimiento que
ya tiene de la historia es suficiente para autocondenarse.
Es una particular ataraxía que sustituye con
imperturbabilidad la condición alerta. Los sucesos
aislados de muerte y destrucción de las décadas siguientes
al segundo gran conflicto armado quizás lo ratifiquen en
la inmovilidad, al igual que la falta de salida que en los
días presentes se muestran como repetición de la
impotencia.
Es paradójico ver como el crecimiento de la tecnología que
ha hecho más fácil para una parte del mundo el transcurrir
del transeúnte se muestra insuficiente, aún en el caso de
los avances médicos que garantizan una vida más
prolongada. Mientras tanto la pobreza se mantiene en
niveles de alarma y la violencia se hace ya un fenómeno
global, mientras el suicidio alcanza cifras que muestran
una determinación de cortar la vida como si se tratase de
un pesado fardo.
No puede así terminar la mirada sobre el hombre bajo el
alegato de que lo hemos estudiado hasta la saciedad.
Debemos volver a preguntarnos porque se ha alejado de su
papel de descifrador de enigmas. La insatisfacción con lo
existente parece haber perdido su capacidad de motorizar
el eterno viaje hacia el conocimiento. El hombre ha
perdido la fuerza para imponer la sumisión de la realidad
al orden simbólico. Esto es, el hombre ha dejado de
interrogarse y no me refiero en exclusividad a la
especulación filosófica sino a la pérdida global de una
estructura reflexiva. El cansancio ha alcanzado hasta el
comprenderse a sí mismo. Esto es, parecemos presididos por
una renuncia a la necesidad básica de sentido. En otras
palabras, nunca como ahora el hombre ha dejado de saber lo
que es.
El hombre es alguien que llega a ser. El hombre no es un
simple marchante hacia su propia finitud. Sin embargo,
ahora parece sembrado melancólico en un presente abrumador
negativo que se le asemeja a un fin de camino, olvidando
su condición de ser que se trasciende a sí mismo.
Quizás el hombre posmoderno sufre una pérdida del sentido
de autoposesión que lo ha llevado a ver reducida su
condición impredecible, esto es, no se siente libre. A
pesar de estar sumido en un individualismo hedonista es
como un prisionero de lo vivido por su especie en el
fracaso. La modernidad le dijo que el saber era la
búsqueda de la utilidad, esto es, ya saber no era
sabiduría. Que entender el mundo ya no era comprenderlo,
sino saber como funcionaba. La modernidad sembró, pues, al
hombre en la convicción de la explicación científica. Lo
experimentado por la ciencia era lo verdadero. El otro
elemento sembrado fue la razón que bien pudiéramos
traducir como un progreso ilimitado. De golpee el hombre
posmoderno se encontró sin fundamento de unidad,
especialmente si consideramos la fragilización progresiva
de la hipótesis de Dios y la pérdida de religiosidad.
En suma, los planteamientos reduccionistas cumplieron su
tarea, reducir a lo conocido, la totalidad a lo
observable. He aquí el origen del desasosiego del
transeúnte humano. Cuando la vía de acceso a la realidad
se hizo única, paralelamente la transformación de la
realidad se hizo mecánica y eso es un desorden, lo que
podríamos hacer equivaler a una ausencia de novedad
mediante el atosigamiento de las novedades tecnológicas.
Al convertir lo demás en fantasías improbables el hombre
fue desdibujado, en un ser predecible, en una realidad
moldeable.
Es la crisis final de la modernidad lo que nos atosiga en
un mundo posmoderno indefinido. La enfermedad del
economicismo pervive, pero inclusive la crisis reciente
del modelo especulativo de un mercado descontrolado indica
una fractura evidente de la interpretación materialista
única. La materia misma ha estado sometida a una
observación implacable por la física cuántica que nos
habla simplemente de “perturbaciones variables”. Descifrar
el ADN ha dejado sin efecto una explicación materialista
conforme al reduccionismo genético.
El hombre debe retomar el misterio. Quizás el misterio es
lo esencial olvidado. La cultura se ha teñido de
banalidad. Es por ello que insisto de manera frecuente en
la palabra “reinvención” como sustitutivo de desencanto.
La falta de sentido y la reclusión hacen este pensamiento
débil que es la enfermedad fundamental de este tiempo de
paréntesis. Lo nuevo será inevitable, si es que seguimos
manteniendo la confianza en el hombre, pero lo nuevo es
urgente por la vía de la restitución del centro y la
superación de la imagen. Existe un problema del hombre o
una consideración del hombre como problema que debe ser
enfrentado. Es el reto o desafío para el cual debemos
despertar al transeúnte.
teodulolopezm@yahoo.com