Cerrarse en la defensa
exclusiva y excluyente de una economía de mercado no puede
considerarse más que como una excentricidad económica.
Equivale al desconocimiento de la necesidad de abrir
posibilidades a nuevas formas que, organizadas al margen
de la simple acumulación de capital, permitan una
organización ciudadana autogestionaria de producción,
distribución y consumo de bienes y servicios.
No se plantea un ataque a la propiedad privada, la que
viene respetada con las sujeciones jurídicas
archiconocidas. Se trata de abrir la puerta a alternativas
de asociaciones ciudadanas donde el trabajo común es el
capital y donde los beneficios se reparten con sentido
igualitario. Podríamos decir que la economía social es una
forma expedita de crear ciudadanía pues la solidaridad
está presente en la base misma del planteamiento. Esto es,
el planteamiento de libre asociación para el beneficio
común colocado por encima de un interior espíritu
competitivo. Es claro que la economía social está dirigida
a satisfacer necesidades básicas como alimentación, salud,
vivienda, educación y conocimiento.
La economía social no puede ser excluyente, como se
pretende al tratar de utilizarla como alternativa a la
propiedad privada, sino un espacio en el cual convive
pacíficamente con ella. Es un orden que se contrapone
tanto al capitalismo puro como a la planificación
socialista, uno centrado en el hombre. Es una forma de
propiedad privada sobre el principio de la cogestión y
debe tener perfecto derecho al beneficio y al crecimiento
de la empresa social, dentro de los parámetros del bien
común. Debe moverse en un orden económico de libertad con
la vigilancia de un Estado fundamentado en lo social del
derecho y bajo la ética de una doctrina de promoción
social.
La economía social no es una invención reciente. Ocupa un
espacio empleador importante en Europa, así como un
espacio productivo relevante. Las autoridades europeas
realizan permanentemente conferencias sobre el tema
siempre poniendo de relieve su vocación de inserción e,
inclusive, su utilidad frente a la presente crisis
económica, dada su alta capacidad de empleo sustentable.
De manera que mirarla con recelo es una muestra de ceguera
de una ortodoxia neoliberal al margen de los tiempos.
Así tenemos como en España la economía social, con
criterios variables, es reconocida y se le reconoce la
calidad de una de las fuentes de empleo más estable. En
Francia se consideran parte de ella a las mutualidades, a
las cooperativas, a las asociaciones y a las fundaciones.
En Bélgica existe El Consejo Valón de Economía Social. En
Inglaterra se manejan varios conceptos bajo la
denominación común de social economy, tales como conceptos
de “sector no lucrativo” o de “sector voluntario”. La
Unión Europea mantiene activo el Comité Económico y Social
y edita textos sobre el tema con gran frecuencia. En
nuestro continente, en un país como Canadá, se le reconoce
y se le estudia. En nuestras vecindades, seguramente es en
Colombia donde se le ha estudiado y aplicado con mayor
vigor.
Con variantes aquí y allá, podemos decir que se reconocen
como dentro de la economía social empresas democráticas
donde una persona tiene un voto y con distribución de
beneficios no relacionada con el capital aportado por cada
socio; a las cooperativas, como a las sociedades
laborales; a las sociedades agrarias e, incluso, a
empresas mercantiles que controlan los agentes de la
economía social; tanto a las cajas de ahorro como a las
mutualidades de seguros y de previsión social.
Se le llama sector voluntario, tercer sector solidario,
economía solidaria o de iniciativa social, a esta realidad
social que está entre la economía capitalista y aquella
pública. Lo es, al partir de una democratización del poder
de decisión, al establecer una primacía del hombre y del
trabajo en el reparto de las ganancias, la dotación de
patrimonios colectivos o el de una no distribución de
beneficios, dado que su propósito central es el del
servicio a sus miembros y a la colectividad. Esto es, las
bases son democracia, interés social y justicia
distributiva.
La economía social es, pues, una nueva forma de hacer
economía, en el momento en que se realza lo positivo de lo
social dentro de lo económico y financiero. En otras
palabras, en el momento en que en lo económico se parte
del contexto humano. Si se analiza la llamada “economía
informal” en que viven millones de personas en América
Latina se encuentra una impresionante cifra en activos que
quizás demuestre que la pobreza es más que todo un
problema de ineficiencia social y que un paso clave está
en convertir estos activos en productivos. El Estado no
puede ser una especie de compañía de seguros que se ocupa
de la seguridad, de la asistencia sanitaria y de la
construcción de grandes obras públicas, para comenzar a
ser mirado más desde el ángulo social, esto es, como un
generador de valor social. Ya lo he dicho en otra parte:
la economía y la política no pueden separarse y el
desorden de la injusticia es producto de una subordinación
de la política a la economía.
Es necesario lograr una coexistencia de todos los actores
dentro de una economía plural donde esté la social como un
enclave respetado de resolución del conflicto
socioeconómico. No habrá desarrollo que merezca tal nombre
si los actores del modelo capitalista latinoamericano se
empeñan en bloquear los modelos financieros alternativos.
El papel del Estado, en este caso específico, es el de la
inversión estimulante, mediante políticas financieras y
tributarias, y la concentración de los esfuerzos en
proyectos productivos.
El objetivo es el desarrollo de una socieconomía en que no
hay escisión de los agentes económicos de sus identidades
sociales y menos del mundo simbólico que llamamos cultura.
Si hablamos de socieconomía es porque esta debe producir
sociedad y no sólo utilidades. El listado puede ser
grande: cooperativas, servicios personales solidarios,
ahorros hacia el crédito social, formación e investigación
continuas, asociaciones de productores autónomos, redes de
ayuda mutua, organizaciones de trueque, etc. La
organización social se manifiesta, en numerosas ocasiones,
por necesidades específicas que brotan al calor de la vida
misma y que no son reducibles a un mero elenco. Ni una
lógica capitalista ni un Estado socialista planificador a
ultranza pueden no mirar con suspicacia lo que es la
economía social, lo que quiere decir que ni una política
asistencialista ni un Estado que roba atribuciones a los
ciudadanos mirarán con buenos ojos una socieconomía. El
principio de convergencia sólo puede encontrarse en una
democracia con calidad humana, la que hemos denominado una
democracia del siglo XXI.
Lo que hay que reconsiderar, en última instancia, son los
conceptos mismos de ciudadanía y de calidad democrática.
Lo que ahora debemos plantearnos en la base misma de la
pirámide política es de nuevo a los seres humanos y, por
supuesto, dada la crisis planetaria de sustentabilidad, la
relación con su entorno. Ambas fueron echadas al saco del
olvido con lentitud pero sin pausas. Insisto en el efecto
pernicioso del rompimiento de lo económico con lo político
y, por esa vía, con lo ético. La economía debemos volver a
colocarla entre las Ciencias Humanas y no como dependiente
de las Ciencias Exactas. El problema, sea dicho, como lo
repito en mi texto sobre la mediocridad política de
América Latina, es plantearnos una inteligencia en un
ámbito superior. Es menester instituir una lógica
cooperativa en medio de una lógica exclusivamente
competitiva. Los problemas ya no son los que dieron origen
a una lógica capitalista implacable. Le economía fue
convertida en una religión, esto es, ocuparnos de ella era
ocuparnos de todo, falsificación que nos ha conducido al
cuadro que denota la precariedad de gruesas poblaciones
humanas.
Cuando oigo hablar de sociedad civil pienso siempre en que
avanzamos, más bien, hacia una sociedad poscivil. Prefiero
que comencemos a hablar de una sociedad cívica, donde
todos y cada uno asuma sus responsabilidades y entre ellas
la que aquí hemos abordado, la perentoriedad de una
socieconomía.
teodulolopezm@yahoo.com