El país se
está cayendo a pedazos. La frontera con Colombia se ha
convertido en un pandemónium atizado por las matanzas
indiscriminadas y las declaraciones irresponsables. La
delincuencia hace de las suyas en un entrevero donde las
investigaciones no determinan si se trató de un asalto o
de un uso político del hampa. La cesta básica está muy
vecina a los dos mil bolívares fuertes. La inflación
devorará los aguinaldos y las utilidades dejando sembrada
para febrero una nueva posibilidad de estallido social. El
agua y la luz se escurren en un torbellino de
irresponsabilidades y dejadez. Los atentados a la
propiedad privada se disfrazan de declaraciones
irresponsables de “patrimonio cultural”, lo que no resiste
un análisis desde el punto de vista jurídico, pero tampoco
desde el ángulo estrictamente arquitectónico y de
protección histórica.
El deterioro
de las formas políticas corre paralelo. Cae el gobierno
por su ineptitud y caen los llamados “partidos” de la
democracia representativa por su consistencia de barro. La
organización sociopolítica del país se diluye, se apaga
como la luz o no emerge de los grifos como el agua. Los
habitantes de este campamento minero o apagan sus miedos
en el encierro del entorno cercano o botan sus angustias
en los portales de las frases desesperadas o entierran la
cabeza en la arena del desierto o se dedican a litigar en
torno a unas elecciones que llevan en sí mismas un veneno
mortal o simplemente se encogen de hombros y aseguran que
hay que seguir viviendo mientras se pueda.
Eso que se
llamaba “calidad de vida” se ha perdido en las
alcantarillas semitapadas o confundida con las vertientes
de las quebradas o se ha ocultado en la psicología de un
país desconocido para muchos que abarrota los centros
comerciales como nuevos parques quizás a la espera de que
sean cerrados por la incontinencia sin pañales que asegura
que allí sólo van los ricos.
Una
observación de los transeúntes de las calles o de la
población que deambula en los sistemas del transporte o se
que amontona en los pequeños espacios sobrevivientes a los
desamparados que duermen en las otrora jardineras, nos
indica un deterioro humano cercano a la catástrofe. La
otra cara está representada en los privilegiados del
régimen que comen langosta y beben vino bajo la canícula
del mediodía en los clubes privados o en los resquicios de
las clases media y alta que atiborran los restaurantes a
pesar de los altos precios y por la simple lógica que
parece presidir a la nación: mientras se pueda.
Me pregunto
por el estado psicológico que emergerá de la Navidad, muy
posiblemente sin la Cruz del Ávila, emblema del diciembre
caraqueño, o sin adornos de luces en las avenidas o sin
árboles de Navidad iluminados o con la precisión de que la
alegría de haber cobrado se hace espuma frente a los
precios inflacionarios y ante el fracaso del intento de
amortiguar la diferencia entre el dólar oficial y el
paralelo o frente a la imposibilidad de atender
serenamente a los familiares que han venido de visita
debido a los apagones o a la ausencia de agua.
Este diciembre
se presenta casi como cruzar el Rubicón. Este diciembre
está allí atravesado como una herencia gregoriana
inapelable en esta medición cristiana del tiempo. Quizás
los venezolanos puedan percibir en sus días otrora de
felicidad el drama simple y a la vez complejo de un país
que se deteriora como afectado por ácidos de extremo poder
corrosivo. Quizás.
La discusión
pública es banal. Las ondas de transmisión están
infectadas de intrascendencia. La discusión gira en torno
a los fantasmas y al acomodamiento cómplice. Se habla de
elecciones mientras los pedazos de país caen a nuestros
pies como cornisas desprendidas por el efecto indetenible
de una lluvia ácida. Nos miramos los dedos de la mano sin
nada que asir, sin futuro predecible a no ser el de la
ruina nacional, nos hundimos en las nuevas costumbres y en
los nuevos hábitos que bien pueden definirse simplemente
como adaptación al caos.
La república
vive los tiempos de la oscuridad. Deambulamos, no vivimos.
A ratos recordamos a Platón y a su cueva y nos preguntamos
si alguien trata de escalar para salir y ver y regresar a
contar a los encerrados que hay un mundo distinto que se
puede perseguir. Algunos soltamos a diario el desafío, por
si algún oído está aún abierto, mientras recordamos a
Lewis Carroll y a la pequeña Alicia con su frase “en
nuestro país no hay más que un día al mismo tiempo” o
sentimos la presencia inefable de Dionisio, tirano de
Siracusa, utilizando su peñasco en forma de oreja para oír
lo que sus prisioneros decimos.
La república
está viviendo una hora sórdida, preñada de incógnitas
aunque no tan incógnitas. En medio de las tinieblas el
futuro se va armando y no somos nosotros los que ponemos
las piezas. Se va armando por la inercia de una pieza que
se mueve en la falta de gravedad y al desgaire se
encuentra con otra y van constituyendo un cuerpo que
reclamará su independencia de nosotros. El futuro así se
gana el mote de impredecible, aunque no tan impredecible.
La república
padece un gran apagón donde apenas pueden distinguirse las
pequeñas llamas de un astro que se consume hacia adentro
para hacerse hueco negro invisible, materia oscura,
desaparición de nuestras posibilidades.
Hay que
decírselo a los venezolanos para tentar la comprobación de
que aún tienen los cinco sentidos funcionando o si se han
apagado como la luz o evaporado como el agua.
teodulolopezm@yahoo.com