La orfandad
intelectual-política de América Latina es el verdadero
fantasma que recorre el continente. No hay estadistas, no
hay ideas, no hay pensamiento, sólo regreso a los duendes
sesentosos y a la luz por excepción. Ya he intentado la
frase de rigor, esto es, con excepciones que confirman la
regla, pues hay que admitir que todavía hay algunos países
que parecen países y algunos gobernantes que parecen
tales, a menos que alguno nos engañe como en el famoso
cuento de la literatura venezolana “El diente roto”.
Si bien este continente nunca fue prolijo en producir
ideas políticas propias, al menos tuvimos, en períodos más
afortunados, gente culta, gente que leía, gente formada,
gente que miraba a la política con mirada larga y por
encima de la inmediatez. Hay que admitir también que se
formularon ideas y alguno que otro lanzó concepciones
jurídicas o de organización del Estado que merecían tales
nombres. Se inició un proceso masivo de educación de los
pueblos que hoy no encontramos como si se hubiese
evaporado en la masificación privilegiada por encima de la
calidad.
Tenemos un continente cansado que acepta ideas
trogloditas, racistas de signo contrario a los que
pudiéramos aceptar existieron o existen, viejas
enfermedades que Europa vivió en toda su plenitud, como
dos especialmente dañinas, el nacionalismo y el populismo.
Tenemos grandes masas de población proclives a la
demagogia, a la ausencia total de criterio sobre lo que
debe ser un gobierno y viejos problemas heredados que
perviven con tal fuerza que podría llegar a pensarse jamás
fueron enfrentados con políticas acordes a la modernidad o
al simple sentido común.
El imperio de la demagogia es algo que pervive como una
enfermedad incurable. A veces no logra entenderse la
tradición de error de algunos países que, al contrario de
la mayoría, puede uno admitir tienen un grado cultural más
alto y que estaban destinados a alcanzar los primeros
lugares en el orden mundial. La única explicación parece
centrarse en que tuvieron una caída populista que sembró
la decadencia como una peste insuperable.
Si bien buena parte de la población subyace en la
ignorancia política, en la falta de criterio político, hay
que admitir que la élite intelectual se subyugó en el
medrar y en la fatalidad del alcohol o de la protección
gubernamental. Ya no se pensó, menos sobre la organización
social y sobre las formas políticas. La praxis del poder
pareció convertirlo todo en una especialización en la
triquiñuela matando de raíz la acepción de estadista, es
decir, de aquel que ve más allá de lo presente para hurgar
en las consecuencias de los procesos a largo plazo o en
los resultados de programas implementados sin desmayo en
procura de una felicidad alcanzada en los límites de lo
posible.
El comportamiento de la gran mayoría de los gobernantes de
América Latina es producto de la incultura y de la falta
de visión. Las viejas formas políticas democráticas entran
en crisis por su ineficacia, sobrevienen las dictaduras
militares bajo el convencimiento de ser más efectivas,
renace la democracia anquilosada, los pueblos vuelven a
cansarse y entonces llegan a la trágica conclusión de ser
clientes de un Estado que debe proporcionar todo, en lugar
de ejecutar políticas que permitan atacar la pobreza y
lograr estadios más altos de educación y bienestar. El
populismo entra en escena bajo la premisa de “yo amo al
pueblo” o el nacionalismo estúpido –no hay uno que no lo
sea- revive el envoltorio de la “patria”, en un baño de
pasado donde sólo se reivindican las gestas de guerra de
los cruentos procesos independentistas.
Este parece un continente condenado a que se le endilguen
“décadas perdidas”. El oportunismo grasiento hace de las
suyas. No se toman decisiones sobre la base de
construcción de futuro sino sobre la pantomima escandalosa
de los intereses particulares, del pequeño haber, de la
conservación del poder a cualquier costo, mientras parte
de la población se marcha hipnotizada detrás del flautista
que garantiza a quienes marchen los regalos que el Estado
dispendioso está dispuesto a repartir para que el amor del
gobernante sea pagado con el amor del pueblo.
América Latina ha perdido toda racionalidad. No existe una
concepción de empuje hacia delante, sino que, o se busca
en el pasado una remodelación o vestiduras nuevas para
ocultar el engaño, o se proclama una doctrina mesiánica de
que el gobernante proveerá, o se comete todo tipo de
locuras y desplantes en la piedra de los sacrificios de la
escasa herencia conceptual, o se rompen todos los nortes y
se empantanan todas las antenas confundiendo locura e
irreverencia con una transformación a todas luces falsa, a
menos que se admita que la nueva ley que impera en este
continente es la de la destrucción sin nada que construir
hacia un modelo de desarrollo sostenido, de desarrollo que
implica lo humano.
La observación de la política latinoamericana equivale a
detenerse en un circo de aprovechadores, de corruptos, de
maliciosos especialistas en ejecutar pequeñas raposerías.
Hay excepciones, ya lo he dicho, no sólo por cumplir con
la omisión del pecado de una generalización total, aunque
tengamos que admitir que algunos son babosos y
oportunistas, lo que demora un juicio fatal porque tal
babosería y oportunismo lo ejecutan –al menos es lo que
percibimos a distancia- en el beneficio de sus intereses
nacionales y en la ambición hegemónica sobre el
continente.
La miseria intelectual-política de América Latina va a
producir otra oleada de cambios de este carrusel que se
repite girando sobre sí mismo. Si bien hay una tradición
universal de desoír a los pensadores, en este continente
es una norma consagrada, sobre todo porque hay muy pocos a
los cuales oír.
Este continente parece atado a gruesos soportes enterrados
en la vastedad. No es capaz de despegar, de liberarse, de
intentar el vuelo alto. Lo que sabemos es que semejantes
situaciones traen movimientos telúricos, mientras algunos
soñamos que sean de un signo distinto, que sean para bien,
que sean de la escogencia de un camino sobre el cual nos
mantengamos con persistencia en procura de la redención de
estas poblaciones aniquiladas por la inoperancia y la
verborrea. No solamente lo denunciamos, ponemos todos
nuestros esfuerzos, dentro de nuestras limitaciones, para
darle un marco teórico a discutir, bajo la convicción de
la lentitud sempiterna de las ideas y de la muralla
impenetrable de la pequeñez que señorea a las clases
dirigentes de este continente.
Resulta profundamente desagradable y de efectos
perniciosos de desánimo ver el comportamiento de quienes
son gobernantes en este continente, de quienes fungen a
diversos niveles como dirigentes en este continente, de
las expresiones que uno oye y ve en este continente. Aún
así, se contribuye a combatir esta baja intensidad
diciéndolo, repitiéndolo, restregándolo en una especie de
exorcismo y machacando ideas para que, si bien se hacen
humo, haya en el aire un distante olor distinto.
teodulolopezm@yahoo.com